divendres, 12 d’abril del 2019

La fosa de los catalanes en Pasito Blanco.


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La fosa de los catalanes en Pasito Blanco (*)
Los sacaron a los cinco por la delgada claridad del día camino de Pasito Blanco. La mañana de la victoria en Plaza Catalunya aún respiraba en sus corazones cautivos, el inmenso triunfo del Frente Popular, los vítores cuando entró Lluís Companys entre flores y banderas. Los hombres de azul los golpeaban salvajemente desde el campo de concentración isleño camino de la fosa junto a la playa, el terreno de Juan Cabrera, donde cultivaba los tomates, el trocito de tierra que cuidaba en los días libres de las tareas semi esclavas en las propiedades del Conde de la Vega Grande.
Francesc, Jordi, Ferran, Joan y Esteve fueron detenidos nada más estallar el golpe de estado del 36, tres militares republicanos y dos empleados de Correos, comunistas y anarquistas, reconocidos, muy valorados en sus años en las islas, enseguida los fascistas los pusieron en las listas negras elaboradas antes del alzamiento por falangistas, caciques y la Iglesia Católica como institución, lo que generó que más de 5.000 personas fueran asesinadas en todo el archipiélago, gente que fue fusilada, en su mayoría secuestrada de madrugada de sus casas, para ser arrojados a pozos y simas, a cunetas tras el tiro en la nuca, tirados al mar metidos en sacos atados de pies y manos.
Los cinco catalanes se juntaron nada más llegar al campo de concentración de La Isleta, eran muy apreciados por el resto de los detenidos, “gente buena”, decían los presos, “luchadores por la libertad y los derechos de la clase obrera”, comentaban a la hora del reparto de la putrefacta comida repleta de bichos y alimentos en descomposición. La decisión fue rápida después de torturarlos durante varias semanas, no podían permitir que unos cuadros reconocidos siguieran en el recinto de la muerte, los sacaron de madrugada junto a dos paisanos que acababan de llegar del centro de la isla, Jacinto Quevedo y Ernesto Luján venían destrozados, habían pasado por las manos de los falangistas Eufemiano y Betancor, que ordenaron a dos de sus empleados que los golpearan con la pinga de buey durante horas, ni siquiera los bajaron del camión, allí estaban sangrando, lanzando alaridos de dolor.
Los muchachos de Lleida, Figueres, Viella, Sabadell y Barcelona fueron sacados violentamente de sus camas, atadas sus manos a la espalda con el doloroso hilo de pitera que se clavaba en la carne. En el camión se encontraron a Jacinto y Ernesto tumbados llorando en posición fetal, cuatro falangistas y un guardia civil subieron para seguir pegándoles hasta ese destino desconocido.
El joven niño de papá Betancor dio la orden: “Hoy tiramos directos pal sur, abajo nos espera Pedro Bravo y Jacinto Beneito que han movilizado a los requetés para otra noche de “fiesta”, dijo entre risas y tragos de ron de caña en la cabina del viejo vehículo que olía a sacos de plátanos y estiércol.
El camión llegó a Pasito Blanco casi amaneciendo tras dos horas de camino, no se escuchaba casi nada por la empinada carretera de tierra, solo los cantos asustados de los alcaravanes, algún conejo que se cruzaba deslumbrado, abajo el sonido del mar y las pardelas, varios perros ladraban desde las humildes aparcerías, seguramente por el olor a sangre que inundaba al paso de la caravana de la muerte los terraplenes agrícolas, los llantos de los hombres, las carcajadas de los criminales en los dos coches de Falange que iban detrás, caras conocidas de la oligarquía isleña, el jefe de propaganda de la organización fascista en Gran Canaria, varios miembros de familias de la oligarquía, “gente rica, gente el diablo”, como les llamaban entre susurros las explotadas mujeres de la aparcería, los señoritos de siempre, los que habían estado explotando al pueblo canario durante tantos años, ahora enrabietados contra toda la gente que luchó y defendió la legítima República, convertidos en asesinos psicópatas, dispuestos a saciar sus desaforadas ansias de sangre.
El camión se detuvo, sobre la marcha, inmediatamente fue rodeado por la comitiva que bajó de los autos entre risas y tragos de ron, encendiendo en sus bocas el tabaco de Virginio, varios guardias civiles del sur apuntaban con sus metralletas a los siete hombres destruidos, ensangrentados, que eran obligados a culatazos, puñetazos y patadas: “¡Baja cabrón! ¡Catalán de mierda! ¡Rojos asquerosos, maricones!”. Todos quedaron tambaleándose, la fosa ya estaba abierta, varios jornaleros habían trabajado casi toda la noche, un agujero de unos siete metros de ancho, con una profundidad de unos tres metros, que olía fuertemente a ese barro del sur, esa fragancia extraña, una mezcla de aulagas, flores muertas y leche de tabaibas taladas.
Juan Cabrera estaba también atado, se habían llevado a su mujer a un destino desconocido junto a los dos niños esa misma noche, el sabía que no lo iban a matar, el hijo del mayordomo de la marquesa le susurró al oído que se lo llevarían a Las Palmas, de todas formas no se lo creía, temblaba de miedo, conocía a Joan de las reuniones de la Federación Obrera, los dos se miraron un instante, el joven catalán de apenas 22 años tenía los ojos hinchados y la cabeza fracturada por los golpes.
En un instante entre insultos y burlas los colocaron junto a la fosa: “Señores prácticas de tiro”, dijo el jefe de Falange de Telde, “tiren a dar”, gritó mientras bromeaba con Eufemiano sobre uno de los reos que se había cagado encima.
El ruido fue atronador, una descarga brutal que se escuchó en todo el desolado sur, parecía una especie de trueno que no tenía fin, luego el silencio, el inmenso silencio que siempre viene después de un fusilamiento, pararon hasta las risas por un instante, todos miraban impresionados aquellos cuerpos rotos en el suelo, unos gemidos, unas palabras de Francesc antes del tiro de gracia: “Visca la República! Amunt les destrals!
El requeté José Araña fue como una fiera y le vació el cargador de su pistola en la cabeza, los últimos disparos casi a las ocho de la mañana, luego entre todos los tiraron a la fosa, quedaron amontonados, los jornaleros comenzaron a enterrarlos, la tierra se impregnaba de aquella sangre joven hasta taparlos por completo.
Un eco siniestro se escuchaba en las montañas de la cumbre, los acantilados de Mogán temblaban con el viento, acunados por un fragor eterno, brumosos aquella mañana de octubre, el mar no dejaba de gritar embravecido de espuma.

(*) Relato publicado en el libro "Tormenta en la memoria" de Francisco González Tejera.
Pintura de Ernest Descals fusilamientos del franquismo.