La propaganda franquista ensalzó el Azor, yate de Franco, como escenario de grandes capturas pesqueras. Pero no recoge que también segó la vida de cinco donostiarras en la Concha. Los hijos de uno de ellos ayudaron a GARA a reconstruir este enorme drama, en artículo de Gari Mujika que recupera NAIZ.
El 13 de setiembre de 2008, cuando se cumplían 72 años desde que las tropas franquistas se adentraron por las calles de Donostia tras dejar un reguero de sangre por las cunetas de Nafarroa, los jardines de Alderdi Eder acogieron el primer gran acto público en homenaje a las víctimas del franquismo en la capital guipuzcoana. Entre una extensa e inacabada lista de fusilados, por boca del historiador Iñaki Egaña saltaban cinco nombres que, al igual que los cerca de 380 fusilados identificados hasta la fecha, permanecían ocultos a la memoria histórica de la ciudad y de Euskal Herria.
José de Miguel, guardia municipal de 39 años; Benito Amiano, de 38 años; María Andrea Dolores, de 26; Manuela Rozado, de 20; y el niño José Ramón Rubial, de 9 años. Cinco nombres y cinco vidas que el infortunio quiso que se acabaran en la Bahía de la Concha. Pocos serán, seguramente casi nadie, los que en la capital en la que veraneaba el dictador Franco -emulando la tradición instaurada por los Borbones desde finales del siglo XIX- recuerden lo que sucedió aquel 19 de agosto de 1957. Y menos todavía los que conozcan qué ocurrió realmente en aquel aciago anochecer.
Mientras centenares de donostiarras rebeldes permanecían encarcelados en la prisión de Ondarreta, como era costumbre cada vez que el general fascista visitaba la ciudad, Franco copaba titulares en los medios bajo su control. Pocos días antes del suceso, el 7 de agosto, los diarios del Movimiento mostraban a un orgulloso Franco junto a un atún que, según especulaban, pesaba más de mil kilos. En la instantánea, «el Caudillo» muestra al ejemplar colgado de un mástil de su yate Azor, en medio de la bahía donostiarra.
«Los peces se habían dado un festín...»
No habían transcurrido ni dos semanas cuando, el 19 de agosto, el Azor fue protagonista de otra cacería muy diferente, cobrándose vidas humanas. Una de las motoras que todavía realizan el trayecto entre el puerto donostiarra y la isla Santa Clara fue embestida y hundida en cuestión de minutos por la nave del dictador. Cinco personas fallecieron ahogadas y, casi al mismo tiempo, iban a quedar sepultados sus nombres, su memoria y la verdad de lo ocurrido.
No hay más que ver los rotativos de la época para comprender que todos dieron cuenta del «accidente» con un mismo texto, con análogo título y un espacio reducido en páginas interiores, pese a la gravedad objetiva del caso. «Accidente marítimo en la bahía de la Concha», informaban «La Voz de España» y «El Diario Vasco». Ambos insistían en que Franco no se encontraba a bordo del yate en el momento de la embestida e incidían en que «inmediatamente, el comandante y toda la tripulación del yate, con gran decisión, se lanzaron al agua y en menos de diez minutos consiguieron poner a salvo a los numerosos pasajeros de la lancha». Todo un acto «heróico» que, gracias a la eficacia de la maquinaria del régimen, quedó inscrito en todas las crónicas tal y como querían los franquistas.
La prensa añadía que incluso los ministros españoles de la Marina y del Ejército acudieron al fulminante sepelio que se ofició en el Buen Pastor. Lógicamente, a cualquiera le «chirría» la versión oficial. Más todavía después de conocer el relato que un nieto de Benito Amiano transmitió al historiador donostiarra Iñaki Egaña. Con objeto de aclarar y añadir nuevos datos al desconocido suceso, le reveló una versión extremadamente más dura, pero acorde a los procedimientos totalitarios de la dictadura.
El testimonio señala que, tras el suceso, por miedo «al revuelo que se podía montar» en la ciudad, los cuerpos sin vida de los ahogados «permanecieron en el mar tres o cuatro días. Mis tíos fueron a reconocer el cuerpo de mi abuelo, y te puedes imaginar cómo estaba: los peces, cangrejos..., después de tantos días en el mar, se habían dado un festín con su cara y extremidades; ella aún se acongoja cada vez que lo recuerda».
A raíz de ese dato, GARA pudo contactar con los familiares de Amiano en Logroño, lugar en el que residían, aunque Benito Amiano era donostiarra. Julia Amiano Munilla y sus hermanos Blanca y Benito, que aquel fatídico día tenían respectivamente 14, 10 y 2 años, han recibido a este diario en su casa y han ofrecido su testimonio. El paso de tantos años no ha difuminado los detalles de lo ocurrido ni su interés en que se conozca la verdad.
Para Julia, todo comenzó con la llamada de urgencia de un vecino durante la noche del 19 al 20 de agosto. La información era escasa; solo tenían constancia de que su padre había muerto en un accidente. «Pensamos que, como era chapista, el accidente habría ocurrido en el taller, trabajando con algún coche», apunta. Con tan sólo catorce años, partió rápidamente acompañando a su madre. Recuerda que hacia las 6.00 del lunes 20 el tren ya les había llevado hasta Donostia. Acudieron directamente al domicilio familiar, y allí fue donde su abuela les informó de cómo se había producido todo.
«Franco iba en el yate»
«Nos dijeron que había sido Franco, que venía de pescar de Getaria y que no vieron la barca [el Azor la partió en dos]. En la barca irían más de 30 personas, sobre todo familias con niños pequeños que volvían de pasar el día en la isla, en el último barco», prosigue Julia Amiano, con una mezcla de resignación y enfado. Según les dijeron, «Franco iba en el yate; lo primero que hicieron fue llevarle a Ayete y después volver a por los accidentados».
«En ese momento dijeron que podía ser un sabotaje, algo que no era muy lógico viendo que la barca estaba repleta de niños y familias. Sin pararse a pensar en la gente ni recoger a los heridos, llevaron a Franco a Ayete para ponerlo a salvo, y luego volvieron. Pero ya habían muerto ahogados cinco personas, entre ellos mi padre. Quizás, si por lo menos los hubieran rescatado inmediatamente, no habrían muerto tantas personas», lamenta.
El accidente no se pudo ocultar, lógicamente, por el lugar en el que se produjo y la cantidad de testigos que sobrevivieron, pero un mutismo derivado del miedo a posibles represalias se apoderó de la ciudad.
Los siguientes días fueron aún peores para la familia Amiano-Munilla. Desde el domingo 20 de agosto, tanto Julia como su madre se acercaban todas las noches al puerto en busca de noticias sobre su padre. Allí seguía la motora, partida en dos. Nada más. Pero en el acceso a la Bahía de la Concha, junto a la isla, desde el día del accidente aparecieron mucha boyas que acotaban una zona, con acceso vetado, en el que se podían ver a «hombres-rana», es decir, buzos.
A los dos días del accidente, el martes, se oficiaron los funerales por los cinco ahogados. «Pusieron cinco cajas fúnebres pero, claro, allí sólo se podía hacer el funeral de tres, porque el cuerpo de mi padre y el del guardia municipal, que era el guarda de la isla, aún no habían aparecido», explica Julia. Subraya que Franco no acudió al acto, aunque sí todo un elenco de autoridades que les dieron el pésame. Nada más.
Mientras, como en días anteriores, una noche sí y a la siguiente también, al puerto no llegaba ninguna noticia pero, gracias a algunos pescadores conocidos, los Amiano fueron informados de que los cuerpos sin vida de su padre y del guardia municipal estaban amarrados en el fondo del mar, en el lugar acotado por las boyas y los buzos.
«El sábado por la noche ya no vimos las boyas, y enseguida pensamos que ya los habrían sacado. Y así fue. Llamaron a casa de mi abuela para que fueran a reconocer el cadáver. Fueron mis tíos, sus hermanos, y volvieron enfermos de la impresión que les había causado, porque sólo pudieron identifi- carlo por los restos de la ropa. Los peces, durante tantos días, se habían comido todo: la cara, las extremidades...».
Tampoco les informaron del entierro de los dos cuerpos sin vida. Pero a primera hora de la mañana, previendo lo que luego ocurrió, se presentaron en el cementerio de Polloe. «Preguntamos al enterrador -su hermano Benito apunta que, casualidad, también eran familia por parte paterna- y él nos dijo que ya habían sido metidos en la fosa. En una fosa sin nombre ni nada. Nos la enseñó. Estaba abierta. Mira, tenía 14 años, pero nunca se me olvidará aquello. No se podía parar del mal olor que había, por la descomposición de los cuerpos por tantos días que pasaron sumergidos en la mar».
Los familiares de José de Miguel Martínez, originario de Los Arcos, se hicieron cargo del cadáver y lo trasladaron a la localidad navarra. La familia Amiano-Munilla, sin embargo, no pudo costear los gastos y colocaron una lápida con una pequeña leyenda. A posteriori recibieron 5.000 pesetas de la época en concepto de «donativo del Caudillo». Una minucia teniendo en cuenta que la viuda de Amiano tenía tres bocas que alimentar. Y hasta hoy. El silencio se impuso en aquel periodo que Jaime Mayor Oreja ha definido como «de extraordinaria placidez».
El archivo judicial da la oportunidad de conocer, por ejemplo, que Manuela Rozado era, como el dictador, gallega, de Pontevedra. Pero nada más. Los encargados del archivo municipal de Donostia sólo ofrecen el acceso a las actas de los plenos del mes de setiembre, en los que no consta ni un solo dato. Sí figura, sin embargo, la subida del salario a los guardias municipales que acordó el equipo de gobierno y la concesión de la Medalla de Plata de la ciudad a Ur-Kirolak.
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