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Ni la Iglesia ni la derecha perdonarían este atisbo libertad, con una implacable persecución
EL ARTÍCULO DEL DÍA
17·12·22 | 07:00
La II República abrió un periodo de reformas políticas, jurídicas y sociales para corregir las desigualdades sociales. Fue el colectivo de la mujer, uno de los que pudo beneficiarse de ellas. Los grupos feministas instaron a reformar todas las leyes de familia, que las condenaban a la minoría de edad y a la dependencia jurídica y social del varón.
Fueron años de grandes conquistas para las mujeres: derecho a voto, derecho a la educación, aprobación del matrimonio civil y el divorcio, despenalización del aborto, más presencia en el mundo laboral y en las actividades ciudadanas; lo cual conllevaba escapar de las tradiciones y de la opresión de la Iglesia Católica. Logros que les pasarían factura nada más se inició la represión franquista, pues ni la Iglesia ni la derecha tradicional perdonarían este atisbo de libertad, con una implacable persecución de todas las mujeres, que se habían distinguido por sus ideas de libertad.
No esperó el Gobierno al fin de guerra para iniciar estas contrarrreformas. La primera ley de familia fue de 12 de marzo de 1938, que sumía en la ilegalidad a los matrimonios civiles; la Ley de 26 de octubre de 1939, derogaba la ley de divorcio; en 1941 la Ley de 24 de enero, de protección de la natalidad contra el aborto y la propaganda anticonceptista, que derogaba los artículos 417 a 420 del Código Penal aprobados por la República, referidos al delito de aborto; la de 6 de febrero de 1942, que variaba los delitos de estupro y rapto; el 12 de marzo se creaba el delito de abandono de familia; y por último las dos de 11 de mayo de 1942 que restablecían el delito de adulterio y modificaban el infanticidio y el abandono de niños. Estas leyes facilitaron la entrada en el ordenamiento punitivo de un componente religioso, el nacional-catolicismo, que constituyó uno de los elementos claves de la ideología oficial de los cuarenta años de franquismo.
Me fijaré en las leyes, la que restableció el delito de adulterio y la de derogación del divorcio, que generaron unas consecuencias nocivas para las mujeres españolas.
El 11 de mayo de 1942 se aprobaba la ley que restablecía el delito de adulterio. Solo regulaba el adulterio de la mujer, pues para el hombre el tipo delictivo es el amancebamiento. Sólo el marido podía querellarse. El artículo 446 (bis) del Código Penal, el único dedicado al hombre, establece que: «El marido que tuviese manceba dentro de la casa conyugal, o notoriamente fuera de ella, será castigado con prisión menor. La manceba será castigada con la misma pena o con la de destierro». Las reformas de la República habían anulado esa figura delictiva, pues la ley de divorcio consideraba la infidelidad una de las causas de disolución del matrimonio, por lo que no era necesario aplicar ninguna pena.
En 1944 se reincorporó un artículo del Código Penal de 1870, el 428, suprimido por la legislación republicana, el «uxoricidio por causa de honor», en virtud del cual: «El hombre que matara a su esposa sorprendida en adulterio sufrirá tan solo pena de destierro de su localidad y quedará eximido de cualquier castigo si solo le ocasiona lesiones...»
Pocos días antes de la derogación de los matrimonios civiles, un decreto de 5 de marzo de 1938 suspendía «la sustanciación de los pleitos de separación y de divorcio» lo que suponía dejar paralizados todos en tramitación. La ley de 26 de Octubre de 1939, como complemento de la anterior, derogaba la Ley de Divorcio de 1932. Se adjudicaba a las Audiencias el poder de revisar y anular las sentencias de divorcio, así como de declarar disuelto el matrimonio celebrado como consecuencia de este. Las sentencias eran inapelables.
Con la llegada de la República las parejas que vivían en situación irregular por la falta de divorcio, habían podido legalizar su situación. Tras obtener la ruptura muchos de ellos contrajeron matrimonio, civil obviamente, y legalizaron la situación de sus hijos. La anulación del divorcio vino a crearles dos problemas: el primero, que al anularse éste, seguían casados con su anterior cónyuge y el segundo, que el matrimonio que habían contraído con posterioridad no era legal, y, en consecuencia, los hijos tampoco.
En el caso de la mujer, si estaba casada con anterioridad, estos debían ser reconocidos por el primer marido, quien debía darles sus apellidos; de no ser así, quedaban como hijos de «padre desconocido».
En el caso del hombre, no los podía reconocer sin el permiso de su mujer, aunque ella no estaba obligada a darles sus apellidos. Si ella no accedía pasaban a constar como «de padre desconocido» adoptando los apellidos de la madre.
Esta situación creó un problema añadido, el de los niños que quedaron en situación de total ilegalidad al no poder asumir el apellido de ninguno de sus progenitores. Ante estos hechos muchas parejas decidieron vivir en una alegalidad, totalmente clandestina, asumiendo los problemas que esta situación les pudiese ocasionar a ellos y sus hijos.
En todo caso, muchas mujeres se encontraron del día a la noche, solteras y con hijos que llevaban sus mismos apellidos. Pero la mujer se enfrentaba a un problema añadido; en una sociedad patriarcal, clasista y católica, donde la figura de la madre soltera era despreciada, rechazada incluso, en muchas ocasiones, expulsada del hogar paterno; la dejaba en no pocas ocasiones abocada a la prostitución como salida para alimentar a sus hijos.
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