"Acabamos de fusilar al capitán"
El primer oficial asesinado por las tropas franquistas fue un precursor del motor a reacción
El 17 de julio de 1936 era viernes, los aviones de la base militar de Hidros del Atalayón, en Melilla, estaban desmontados para una revisión mecánica y la mayoría de la tropa, de permiso. El soldado Eduardo Sánchez disfrutaba del suyo en el bar que sus padres tenían en la ciudad. Pero recibió la orden de que tenía que volver al cuartel, a donde llegó en bicicleta a media mañana del día siguiente: 'La carretera estaba sembrada de muertos', recuerda su viuda, la poetisa Angelina Gatell. El soldado Sánchez encontró la base tomada por las tropas franquistas y a su mejor amigo, en un rincón de los hangares, sentado en el suelo, llorando y visiblemente 'perturbado': 'Acabamos de matar al capitán Leret', le dijo. Había empezado la Guerra Civil.
'A mi padre lo fusiló un pelotón que obligaron a formar a sus propios soldados', dice Carlota Leret O'Neill, la hija menor de Virgilio Leret Ruiz (Pamplona, 1902-Melilla, 1936), el primer oficial fusilado por los golpistas, aviador e ingeniero y uno de los precursores del motor a reacción. Algo que su hija, que vive desde finales de los años cuarenta en Caracas, Venezuela, no supo hasta hace ocho meses gracias a Gatell (Barcelona, 1926), que le escribió para contárselo. Esta semana se ha estrenado un documental (en el Círculo de Bellas Artes y en Euskal Telebista), Virgilio Leret, el caballero del Azul, que rescata la vida y la personalidad de este militar fiel a la República y pionero de la aviación.
Patentó su motor en 1935, cuatro años antes del primer vuelo a reacción
El documental enfoca, además de la lealtad republicana de Leret, que defendió la base hasta quedarse sin munición, su talla intelectual y científica. El primer avión con motor a reacción, diseñado por el alemán Hans von Ohain, voló en agosto de 1939, al filo de la Segunda Guerra Mundial. Cuatro años antes, sin embargo, el propio Leret ya había patentado su invento en España y, de no ser por que la Guerra Civil estalló ese verano, habría empezado a construirlo en septiembre de 1936. 'Azaña tenía mucho interés en que se empezaran a hacer las pruebas de lo que habría sido el primer motor a reacción del mundo', cuenta Carlota. En 2008, la Fundación Aena, que ahora ha producido el documental junto a la televisión vasca, organizó una exposición en torno a los descubrimientos de Leret. El caballero del Azul es el pseudónimo con el que firmó un libro de relatos.
Carlota Leret, que se resiste a confesar su edad: '¡Casi cien años!', dice riéndose, emprendió un viaje decidido a rescatar la memoria de su padre tras el fallecimiento de su madre, la escritora de origen mexicano Carlota O'Neill, en 2000. Después de encontrar el registro oficial de la patente, Leret O'Neill regresó a Melilla, donde la Guerra la había sorprendido junto a sus padres y su hermana mayor, para rastrear la tumba y las circunstancias de la muerte de su padre, jefe de la zona oriental de las Fuerzas Aéreas en África.
Según un informe secreto, fue fusilado «semidesnudo y con un brazo roto»
El expediente oficial que halló, donde se relata que había sido fusilado cinco días después del comienzo de la Guerra, resultó falso. Un informe secreto elevado por un teniente huido del bando nacional al Partido Comunista en 1937, y que un mando militar actualmente en activo le remitió luego a Carlota Leret, así lo revela: 'El capitán Leret fue pasado por las armas al amanecer del 18 de julio, semidesnudo y con un brazo roto.' Junto a él fueron fusilados dos alféreces: Armando González Corral y Luis Calvo Calavia.
La tumba del cementerio sobre la que años atrás ella misma había depositado un ramo de flores, tampoco alberga el cuerpo de su padre. El soldado Sánchez siempre recordó las palabras de su amigo y así lo contó a sus hijos y a su mujer: que al cadáver de Leret se lo habían llevado aquella misma mañana en un camión. 'Eso de que lo enterraron en un cementerio es mentira', asegura a Público su ahora viuda, Angelina Gatell.
Carlota O'Neill (Madrid, 1905-Caracas, 2000) fue encarcelada en Melilla y sus hijas enviadas a un colegio de huérfanas militares en Madrid. En la cárcel recibió la maleta que contenía los planos y la memoria del motor turbocompresor, consiguió sacarlos envueltos en ropa sucia y ponerlos a salvo en casa de una compañera presa. Ya en libertad, en el otoño de 1941, la autora de Una mujer en la guerra de España entregó los planos al agregado aéreo de la Embajada británica en España. 'Mi madre pensó que los planos podían ayudar a los aliados, que estaban perdiendo la guerra', cuenta Carlota, en su casa de Madrid. Él murió poco después en el frente de la II Guerra Mundial.
Carlota O'Neill, junto a sus hijas, se exilió a Venezuela en 1949. Más de 20 años después, escribió al Foreing Office británico para reclamar los planos. Murió sin obtener respuesta. El primer avión con motor a reacción británico, diseñado por Frank White,despegó en 1942. De no haber sido por la Guerra Civil, cuenta el ingeniero aeronáutico Martín Cuesta Álvarez en el documental, quizá ese 'honor' habría correspondido también al capitán Virgilio Leret.
Un In memoriam de las hijas y nietas del primer oficial asesinado por las tropas franquistas
Para el amigo y referente Enrique Ruiz-Capillas, un represaliado y torturado, uno de los 462 «catalanes» más vigilados por el franquismo. Se hallaba destinado en Getafe cuando estalló en Jaca, el 12 de diciembre de 1930, la sublevación republicana de Fermín Galán y García Hernández [1]. El día 15, un nuevo intento de pronunciamiento […]
Se hallaba destinado en Getafe cuando estalló en Jaca, el 12 de diciembre de 1930, la sublevación republicana de Fermín Galán y García Hernández [1]. El día 15, un nuevo intento de pronunciamiento republicano tuvo lugar en su destino. Los oficiales, él incluido, solicitaron del jefe de la base que se les permitiera no disparar contra sus compañeros sublevados. También ellos fueran acusados de rebelión militar. Entró en prisión con sus compañeros. Fue por poco tiempo. El 14 de abril de 1931 se proclamaba la Segunda República española. Fue amnistiado.
En junio de 1932 se le destinó a la Base de hidroaviones de El Atalayón, cerca de Melilla, a orillas de la Mar Chica. En 1934, un decreto del Gobierno -el bienio negro radical-cedista- obligaba a declarar a los militares «que no pertenecían a ninguna sociedad política y/o sindical». Él declaró no pertenecer a ningún partido ni sindicato. Cuando estalló la Revolución de Asturias, octubre del 1934, un oficial escribió en un medio de la época: «mientras exista la Legión no entrará el comunismo en España». Al leerlo, escribió una carta al general jefe de la circunscripción oriental del Protectorado, Manuel Romerales. Preguntó si se había derogado el decreto de no pertenencia a sociedades políticas. El general jefe ordenó su arresto y la incoación de expediente judicial. Durante el tiempo que estuvo en prisión no perdió el tiempo y diseñó un motor a reacción, original y revolucionario para su época. Le denominó Mototurbocompresor de Reacción. Fue patentado en el Registro de la Propiedad Industrial de Madrid el 28 de marzo de 1935.
El 17 de julio de 1936 era viernes. Los aviones de la base militar de Hidro del Atalayón de Melilla estaban desmontados para una revisión mecánica. La mayoría de la tropa gozaba de un permiso; un soldado, Eduardo Sánchez, disfrutaba del suyo. Sus padres tenían un bar en la ciudad. Ese mismo día recibió una orden. Tenía que volver al cuartel con urgencia. Llegó en bicicleta a media mañana del día siguiente, 18 de julio. La carretera estaba sembrada de muertos. El soldado republicano encontró la base tomada por las tropas franquistas. Su mejor amigo, en un rincón de los hangares, estaba sentado en el suelo. Lloraba y estaba visiblemente «perturbado». Acababan de matar al primer oficial fusilado por los franquistas. Era el capitán Virgilio Leret Ruiz (1902-1936).
«A mi padre lo fusiló un pelotón que obligaron a formar a sus propios soldados», comentó Carlota Leret O’Neill, su hija menor [3]. Semidesnudo y con un brazo roto. No lo supo hasta 2010 por una carta que le envió Angelina Gatell, la viuda del soldado Eduardo Sánchez.
Aviador e ingeniero, Leret Ruiz fue uno de los precursores del motor a reacción. El primer avión con motor a reacción, diseñado por el alemán Hans von Ohain, voló en agosto de 1939, al filo de la Segunda Guerra Mundial. Cuatro años antes, Leret había patentado su invento en España. De no haber sido asesinado, habría empezado su construcción en septiembre de 1936. Su hija Carlota ha señalado que «Azaña tenía mucho interés en que se empezaran a hacer las pruebas de lo que habría sido el primer motor a reacción del mundo».
En el expediente oficial que halló Carlota Leret, señaló Braulio García Jaén, se relata que había sido fusilado cinco días después del comienzo de la Guerra. La información era falsa. Un informe secreto elevado al Partido Comunista en España en 1937 por un teniente que desertó del banco franquista, y que un mando militar en activo le remitió posteriormente a Carlota Leret, así lo revela. Junto a él fueron fusilados dos alféreces: Armando González Corral y Luis Calvo Calavia.
Setenta y seis años después de su fusilamiento, sus hijas y nietos, que siguen viviendo en Venezuela, en Caracas, han publicado el 17 de julio de 2012, en el diario matutino y global [5], la siguiente nota:
«IN MEMORIAM
de
VIRGILIO LERET RUIZ
COMANDANTE DE LA BASE DE HIDROAVIONES DEL ATALAYÓN DE MELILLA ASESINADO EL 17 DE JUIO DE 1936
y de todas las víctimas del terrorismo franquista
cuyos asesinatos, torturas y persecuciones han sido silenciadas con la complicidad de muchos seudodemócratas y seudosocialistas, y con la indiferencia de las instituciones del Estado, para quienes hay un terrorismo malo y un terrorismo bueno; para quienes hay unas víctimas que merecen justicia y otras que merecen olvido; para quienes hay unos criminales que merecen se castigados y otros que todavía dan nombre a calles españolas [6] o, incluso, a salas del Congreso de los diputados.
Sus hijas y sus nietos. Caracas, 17 de julio de 2012″.
Todos los demócratas antifranquistas celebramos y nos reconocemos en esta nota. Todos los familiares de asesinados y represaliados comprendemos muy bien los motivos y sentimientos que envuelven esas palabras. Este nieto de un obrero asesinado tres años después, fusilado como Laret Ruiz, agradece desde lo más profundo de su corazón la veracidad y autenticidad del texto de los familiares del capitán Virgilio Leret Ruiz. Gracias, compañeros, gracias.
Notas:
[1] Tomo la información del artículo de BRAULIO GARCÍA JAÉN publicado en Público en 2011: http://www.publico.es/culturas/366873/acabamos-de-fusilar-al-capitan y de http://www.noticiasdenavarra.com/2011/03/15/ocio-y-cultura/cultura/un-documental-rescata-la-figura-del-militar-e-ingeniero-pamplones-virgilio-leret-ruiz
[2] Recuerdos de su viuda, la poetisa Angelina Gatell
[3] Su madre fue la escritora de origen mexicano Carlota O’Neill. Falleció en 2000. Tomo el apunte de Wikipedia: «Carlota O’Neill (Madrid, 1905-Caracas, 2000) fue encarcelada en Melilla y sus hijas enviadas a un colegio de huérfanas militares en Madrid. En la cárcel recibió la maleta que contenía los planos y la memoria del motor turbocompresor, consiguió sacarlos envueltos en ropa sucia y ponerlos a salvo en casa de una compañera presa. Ya en libertad, en el otoño de 1941, la autora de Una mujer en la guerra de España entregó los planos al agregado aéreo de la Embajada británica en España. «Mi madre pensó que los planos podían ayudar a los aliados, que estaban perdiendo la guerra», cuenta Carlota [su hija menor], en su casa de Madrid. Él murió poco después en el frente de la II Guerra Mundial». Carlota O’Neill, que había desarrollado su trayectoria feminista como dramaturga y como directora del periódico Nosotras, fue detenida, como otras tantas hijas y mujeres de republicanos, y separada de sus hijas, Carlota y Mariela. Fue «juzgada» por un tribunal militar 18 meses después de su detención y fue condenada a seis años de prisión: «por saber ruso, por subversiva y por su responsabilidad en los actos de su marido». Tras su salida de la cárcel, O’Neill pudo recuperar, después de grandes esfuerzos, la custodia de sus hijas y se exilió en Venezuela y luego en México.
[4] La tumba del cementerio sobre la que Carlota Lerey O’Neill depositó ramos de flores tampoco albergaba el cuerpo de su padre. El soldado Sánchez siempre recordó las palabras de su amigo, el soldado perturbado por lo sucedido, y así se lo contó a sus hijos y a su mujer: el cadáver de Leret se lo llevaron en un camión. «Eso de que lo enterraron en un cementerio es mentira», aseguró Angelina Gatell.
[5] El País, 17 de julio de 2011, p. 45.
[6] Sin excluir Cataluña desde luego. Un «Museu Olímpic i de l’Esport», Avinguda de l’Estadi, 60, al lado del Estadi Olímpic de Barcelona, lleva por nombre «Joan Antoni Samaranch», un franquista de toda la vida que fue despedido con honores de Estado por el anterior gobierno tripartito catalán, «catalanista» y «de izquierdas».
El fusilamiento del comandante Leret
Testimonios del asesinato del Comandante Virgilio Leret Ruiz, Jefe de las Fuerzas Aéreas de la Zona Oriental de Marruecos al amanecer del día 18 de julio de 1936
Testimonio que en su oportunidad, el soldado Eduardo Sánchez Lázaro, soldado activo en la Base de Hidros del Atalayón, dio a su esposa Angelina Gatell sobre el asesinato de Virgilio Leret Ruiz.
Conocí al que años después sería mi marido en 1947, en casa de unos amigos que se convirtieron muy pronto en las personas, ajenas a mi familia, más importantes de mi vida. Nuestra amistad se fue estrechando y sólo acabó con su muerte. Y ni aun así, porque están siempre presentes en mí. Él, hombre cultísimo, había sido capitán del ejército republicano y, terminada la guerra, pasó algunos años en campos de concentración o de castigo. Ella, María de Gracia Ifach –seudónimo que utilizaba como escritora-, fue una de las primeras biógrafas de Miguel Hernández, al que había conocido durante la guerra en Valencia, en el círculo internacional de Intelectuales Antifascistas. A aquella casa, junto a escritores consagrados, acudíamos los jóvenes que aspirábamos a serlo. Fui acogida en ella y querida entrañablemente por sus dueños. Les debo mucho. Orientaron mis lecturas. Pusieron a mi alcance bienes que mis padres, modestos obreros maltratados por la vida y por sus tendencias izquierdistas –mi padre fue un sindicalista duramente represaliado- nunca hubieran podido darme.
Entre otras personas conocí en aquella casa a varios jóvenes melillenses que viajaban con frecuencia a Valencia. Dos de ellos, el poeta Miguel Fernández y el director teatral y de T.V. Juan Guerrero Zamora, fallecidos ambos, figuran hoy entre los hijos ilustres de Melilla. Publicaban una revista de poesía y en ella aparecieron mis primeros versos, no sé si por merecimiento o por el interés que por mí sentía su director, poeta que andando el tiempo, ya en Madrid, también alcanzaría merecida consideración. Con él llegó un día a la casa de nuestros amigos el que andando el tiempo sería mi marido. Eran muy amigos. Ambos pertenecían al grupo intelectual melillense. Conocí a Eduardo vestido con el uniforme de aviación. Era sargento, a punto de ser ascendido a brigada. Por aquellos días acababa de pedir su traslado a Valencia por razones que más tarde conocí. Su uniforme despertó en mí un rechazo que no traté de ocultar en ningún momento. Pasó mucho tiempo antes de que supiera, por boca de nuestro anfitrión, Francisco Ribes, que Eduardo estaba viviendo una época terrible: la tuberculosis que por aquellos días hacía estragos, se había llevado a dos de sus hermanas, otra estaba muriendo en un sanatorio de Melilla, su mujer, -se había casado en Madrid al terminar la guerra-, estaba ingresada en Valladolid en una clínica del Aire, sin esperanzas de curación y su hijo, de apenas dos años, acababa de morir en Valencia adonde él había pedido ser trasladado para que un hermano suyo que vivía allí, se hiciera cargo del pequeño. Me impresionó, naturalmente, como todos aquellos dramas de la posguerra de difícil olvido. Nos veíamos alguna vez, en las reuniones que nuestros amigos organizaban y donde tuve la suerte de conocer a muchas personas importantes. Entre ellas, a alguien del que tal vez oíste hablar en Caracas, pues allí se refugió y allí murió años más tarde. Era un poeta muy amigo y querido por nosotros: Pascual Pla y Beltrán.
Con el tiempo, se produjo un acercamiento amistoso entre Eduardo y yo. A los dos nos gustaba mucho el teatro –de hecho yo trabajaba en una compañía semi-profesional-, y, a instancias de nuestros amigos creamos un grupo de cámara que tuvo cierto prestigio y que, unido al Premio Valencia de Poesía que me fue concedido en 1954 hizo que mi nombre no fuera desconocido en Valencia.
Y fue precisamente en 1954 cuando Eduardo y yo nos casamos. Su esposa había fallecido unos años antes. Cuando me propuso matrimonio yo puse una condición: que dejara el ejército. Nunca me casaría con un suboficial del ejército franquista. Aceptó, no sólo porque yo así lo quise, sino también porque él nunca se sintió cómodo, pero las circunstancias familiares que te he referido lo obligaron. Su falta de recursos económicos sólo era comparable con la mía.
El dinero obtenido con mi premio nos permitió un modesto viaje de bodas. A Melilla. Allí estaban los padres de él, viviendo de un modestísimo bar en un lugar llamado El Mantelete, en el puerto, a los pies de Melilla la Vieja, al lado de la Ensenada de los Piratas. También tenía allí un hermano, y la única hermana que se había salvado de la tuberculosis, casada con un oficial de aviación.
Allí, en Melilla, Eduardo me habló del capitán Leret. Comprendí inmediatamente la impresión que su asesinato le había causado. Y supe que no lo había olvidado ni lo iba a olvidar. Se reencontró con algunos antiguos compañeros y el recuerdo de tu padre estuvo presente muchas veces en nuestras conversaciones. Me di cuenta del recuerdo que había dejado en Melilla. Del afecto y admiración que sentían por él –las personas que yo trataba, claro-, y la indignación que suscitaba aún su asesinato. Yo le pedí ir a la Base de Hidros, que por entonces había sufrido ya muchas modificaciones, pero que, aun así, quería conocer. Se negó rotundamente, pese a que estuvimos varias veces en Nador donde tenía una prima. Me dijo que nunca más pisaría aquel lugar.
En nuestros largos paseos por Melilla, Eduardo me habló muchas veces de lo ocurrido en aquellos días de julio de 1936. Él estaba de permiso en casa de sus padres cuando recibió la orden de presentarse inmediatamente en la Base. Delante mismo del bar de sus padres estaba la comisaría de policía y creo que fue a través de su teléfono que se pusieron en contacto con él desde la Base. Pero él había salido con sus amigos y volvió a casa muy tarde. Sólo entonces supo que le ordenaban volver y muy vagamente la policía le habló de un asalto a la Base. Las noticias eran muy confusas y nadie sabía nada concreto. Tampoco había medios de transporte, debido a la hora. Sin saber qué hacer, se puso en camino hacia Nador, andando. No sé, no recuerdo, cómo llegó hasta allí y, desde allí, creo que con una bicicleta que le prestaron sus familiares, fue hacia la Base. Empezó a ver cadáveres por la carretera, gente que parecía huir, camiones. Estaba aterrado. No sé a qué hora llegó a su destino, a media mañana, creo. El espectáculo era sobrecogedor. No sabía qué había ocurrido en realidad ni quienes habían provocado aquel desastre, ni cómo se había resuelto el problema. Todo era un caos. Al llegar entró en uno de los hangares medio derruido. Allí, caído en un rincón, encontró a un amigo suyo completamente derrumbado, sin fuerzas para levantarse. Era un chico tan joven como él, 20 años. Eduardo le preguntó si estaba herido. El chico negó mientras balbuceaba: “Hemos fusilado al capitán Leret” –le dijo. No lo tengo muy claro, han pasado muchos años y he olvidado cosas, pero creo que el pobre muchacho había sido obligado a formar parte del pelotón de fusilamiento. Le dijo que se habían llevado su cadáver en un camión.
Es todo lo que sé. Lo oí repetir docenas de veces durante años. Puedo haber olvidado algunos detalles, pero lo que sé muy cierto –siempre por medio de mi marido-, es que era la mañana del 18 de julio, sábado, y que el asesinato se había producido al clarear el día. No sabía –o quizá lo olvidé si alguien me lo dijo, que fue a la muerte semidesnudo y con un brazo roto. Lo leí, sí, en el libro de tu madre y me hizo pensar en las muchas veces que yo soñaba con mi hijo durante los 44 días que no supe de él. Afortunadamente, los sueños que yo tenía no se cumplieron, fueron sólo producto de mi desesperación. Por desgracia, en el caso de tu madre fueron una premonición.
El resto de las cosas ocurridas en la Base las conoces mejor que yo. El desconcierto, el horror, el miedo.
El muchacho aquel y mi marido se juramentaron para huir a la zona republicana. No fue posible. Melilla era como una cárcel. Además, aquel pobre chico murió pronto, no sé cómo. Después, Eduardo fue trasladado a Salamanca. Lo único que le hizo más llevadera su situación, dramática y contradictoria, es que nunca entró en combate. Pasó la guerra en oficinas, en armamento.
Como ya te he contado, siempre recordó con cariño y dolor al capitán Leret. Habló de él a sus hijos muchas veces. En nuestras frecuentes conversaciones evocadoras de toda aquella tragedia, obsesivamente rememorada, afloraba su nombre, como el de tantos que siempre tuvimos presentes, como el de mi hermano, del que ya te he hablado, como el de un tío mío, muerto en 1941 víctima indirecta del franquismo, como el de todos los que perdimos, entre ellos, mis amados poetas Federico, Miguel Hernández, con cuya familia estuve muy vinculada, y tantos, tantos…
Por cierto, en los documentos que me envías aparece un nombre que me ha sobresaltado, el de Lorenzo Asensio Martínez, asesinado también en la Base, poco después que tu padre. Verás: En 1959 mi marido, mi madre –mi padre había muerto ya- , mi hijo, que tenía entonces cuatro años, y yo nos trasladamos a Madrid. Nuestra vida en Valencia iba siendo cada vez más difícil. Pese a mis premios, a mi preparación, a mi buen nombre, me negaron todos los trabajos que podía desempeñar. Estaba considerada “conflictiva”. Sólo una vez. el periódico Las Provincias, me encargó una serie de reportajes sobre Melilla –otra vez Melilla-. Lo hice poniendo en ella todo mi empeño: 20 reportajes hablando de costumbres, mercados, paisajes, o sea que sin mencionar nada que impidiera su publicación. Empezaron a salir a diario. Sé que gustaban, pero, al quinto, me llamaron al despacho del director: Lo sentían mucho, pero…
No sabíamos cómo subsistir. Mis queridos amigos Ribes –con problemas similares a pesar de pertenecer a una importante familia valenciana, incluso con título nobiliario- se encontraban en la misma situación y se vinieron a Madrid, contratado él por una editorial creo que latinoamericana. Todos nuestros amigos de Madrid nos llamaban, entre ellos nuestro querido Buero Vallejo. Nos vinimos. Mi marido obtuvo un modesto empleo en la misma editorial que nuestro amigo. Yo conseguí una prueba en un estudio de doblaje de películas. Me contrataron. Poco a poco, empezamos a ver una luz entre tantas sombras. Publiqué libros, artículos, guiones en T.V, hice innumerables traducciones. Adquirí un pequeño, modestísimo nombre, como modesta fue siempre y sigue siendo mi vida. Pero, nada que ver con el pasado.
Eduardo, no sé si casualmente o por indicación de algún amigo, se reencontró con un antiguo compañero de la Base. Melillense como él. Había abandonado también el ejército y tenía una tienda de fotografía y material fotográfico muy cerca del café Gijón. Iba a nacer mi tercer hijo y ese amigo se empeñó en apadrinarlo. Fue en 1965. Yo me opuse. Aquella persona no me gustaba. Era frívolo, sin preocupaciones. No hablaba de la situación que vivíamos, no daba opiniones. Sí recordaba a tu padre con respeto pero, en mi opinión, con una cierta distancia. Lo mismo que al referirse a todo lo que habíamos vivido, que seguíamos viviendo. Y, ante mis frecuentes y vehementes comentarios, callaba, sólo sonreía. Le dije a mi marido: “Juan es franquista o poco menos”. “No –me contestó Eduardo-, eso no, pero las cosas le han ido bien y eso hace que algunas personas cambien- y añadió como aportando un argumento absolutamente irrebatible-: Un hermano suyo murió también en el Atalayón-“. El que fue padrino de mi hijo se llamaba Juan Asensio Martínez. Entre los nombres de los fusilados en julio de 1936 hay, según me dices, un Lorenzo Asensio Martínez. ¿Sería su hermano?
En cuanto a su pensamiento político, si es que lo tenía, si no franquista, por lo menos era tolerante con el franquismo. No me equivoqué.
Me he extendido demasiado. Discúlpame. Quizá te he contado cosas que no te interesen ni añadan nada a lo que esperas que te diga. Sólo te servirán para tener una idea de mi charlatanería. Estoy escribiendo una especie de memorias y eso hace que las palabras se me enreden como las cerezas. He visto tantas cosas ya… No sé si te dije que, a hombros de mi padre, vi en las Ramblas Barcelona, la proclamación de la República. Todo un privilegio del que pocos ya pueden presumir.
En cuanto a las anécdotas que me piden, ahí van las que recuerdo:
El capitán Leret nunca tuteaba a los soldados. Los trataba con un respeto poco usual en el ejército.
Gracias a él, la mesas del comedor de los soldados, estaban cubiertas con manteles. No sé si serían de tela o de hule, pero su aspecto era curioso, ocultaba la madera tosca de que estaban hechas y les daba una cierta calidez. También disponían de servilletas, cosa insólita en el ejército.
Una vez, un muchacho protestó por la comida. El cabo que ese día estaba encargado de servir y hacer guardar el orden en la mesa, lo mandó callar, sin duda más por miedo que para quitarle la razón. Acudió, creo, un sargento con ínfulas de jefe, bien dispuesto para el grito y posiblemente para algo más. El chico que protestaba no se arredró. Hasta la mesa de oficiales –no sé si separada sólo o situada en otro comedor contiguo- llegó la trifulca. El capitán Leret llamó al sargento y le preguntó qué pasaba. Al saber la causa de la protesta, el capitán quiso probar la comida del soldado. “Es la misma que come usted, mi capitán” –arguyó el sargento-. “No importa, quiero probar la de su plato. Tráigamelo”. Algo cortado, el sargento llamó al chico y le ordenó que trajera su plato. En efecto, la comida, aparentemente era la misma, pero, al probarla, el capitán ordenó retirar inmediatamente todos los plato servidos a la tropa y mandó servir patatas fritas y huevos. La comida podía tener los mismos ingredientes pero no hay duda de que el sabor debía ser muy otro.
Otro día, unos chicos recién llegados a la Base cometieron alguna falta y fueron castigados –era domingo- a no ir a la ciudad y a quedarse a barrer los hangares. Resignados, emprendieron la tarea. De pronto, apareció en la puerta alguien a quien creyeron un soldado más. Vestía un mono blanco, quizá como el de ellos, no sé. Uno de los chicos tiró la escoba diciendo: “Pues yo, si este no barre, tampoco pienso hacerlo”. El recién llegado, sin abrir la boca, cogió una escoba y empezó a barrer. Estaban en plena faena cuando apareció un sargento, un cabo o un veterano no sé. Se llevó las manos a la cabeza. “Pero…¿qué hace, mi capitán?” Sólo entonces los castigados supieron el rango del espontáneo barrendero: era el capitán Leret.
Otra vez pasó algo parecido. Iban varios camiones en fila, no sé adónde ni por qué. El terrero era abrupto, había llovido y el camión que iba delante se atascó. Se pararon todos los camiones y los hombres bajaron. Hubo un momento de desconcierto al no poder poner en marcha al camión causante del problema. “¿Qué hacemos?” –preguntó uno de los soldados. “Esto” contestó el capitán Leret empujando con el hombro la parte trasera del camión. Inmediatamente los demás siguieron el ejemplo y entre todos salieron del apuro. El capitán, en ningún momento abandonó su puesto detrás del camión.
Es cuanto sé. Lo que mi marido contaba, más o menos con estas mismas palabras. Tal vez olvido algo. No sé. Han pasado casi sesenta años desde que se lo oí contar. Y tal vez olvido cosas, pero lo que te cuento es exacto. Lo oí docenas de veces. Yo no sé los demás, amiga, pero Eduardo llevó siempre a tu padre en su recuerdo y, estoy segura, en su corazón.
PD: Resulta difícil poner una post data a un texto así, proporcionado por Carlota Leret. Carlota ha removido cielo y tierra y no ha conseguido un solo papel sobre el juicio y causa seguida contra su padre. De la inexistencia podemos deducir dos cosas, una que fue ejecutado sin juicio, y segundo que la verdad sigue siendo ocultada. Virgilio Leret fue el primer defensor de La República, el primero que hizo frente a los sublevados. Fue asesinado en la mañana del día 18, y nadie quiso con posterioridad, rehacer por escrito, la farsa de un juicio que nunca llegó a celebrarse.
Carlota hace volar al capitán Leret
Su padre inventó el motor a reacción y murió fusilado en la primera batalla de la Guerra Civil Leret no lo vio fabricado, pero 78 años después, su hija ha logrado que se exponga en un museo
El día que lo mataron, Virgilio Leret tenía 34 años y estaba a punto de hacer historia. Su nombre, que ni siquiera llegó a escribirse en una lápida —nunca se supo dónde fue enterrado— estaría hoy en las enciclopedias y quizá en alguna plaza de no haber sido fusilado aquella noche del 17 al 18 de julio de 1936 en que, como describió su viuda, la escritora mexicana Carlota O’Neill, se oyeron “los primeros disparos que iban a incendiar el mundo”; los del inicio de la Guerra Civil, que siguieron hasta que terminó la II Guerra Mundial. En 1935, a Leret se le había concedido la patente de su invento: el “mototurbocompresor de reacción continua”, el primer motor a reacción español. El presidente de la República, Manuel Azaña, había dado orden de que empezara a fabricarse en septiembre de 1936 en los talleres de Hispano Suiza de Aviación, pero para entonces Leret llevaba más de un mes muerto. 78 años después, su hija Carlota ha logrado que se exponga por fin en un museo. Ha tenido que pagar la maqueta de su bolsillo.
De no haber sido fusilado, “a buen seguro que su motor hubiera sido una realidad, con el consiguiente honor para su autor y para España”, afirmó en 2002, en la revista Aeroplano (editada por el Ministerio de Defensa), el prestigioso ingeniero aeronáutico Martín Cuesta tras realizar un pormenorizado estudio de los planos de Leret. “Era uno de los oficiales más brillantes de las Fuerzas Armadas”, describió Paul Preston en El Holocausto español.
Cuando los regulares atacaron por sorpresa, aquel 17 de julio de 1936, el capitán Leret estaba al mando de la base de hidroaviones de Atalayón (Melilla). La defendió sabiendo que estaba perdida -muchos hombres estaban de permiso, por ser verano y viernes—, hasta que se acabó la munición. Y fue fusilado por sus propios soldados, obligados a disparar contra su capitán para sembrar el terror en el resto. “Me lo contó la poetisa Angelina Gatell, viuda de uno de los militares de la base”, relata Carlota. “Aquel día encontró en el suelo, en estado de shock, a su mejor amigo. ‘¡Hemos matado al capitán Leret!’, le explicó llorando”.
A poca distancia, la mujer y las dos hijas de Leret escucharon los tiros toda la tarde. Habían llegado 15 días antes para pasar con él las vacaciones. “Virgilio tuvo una feliz ocurrencia de hombre enamorado”, arranca O’Neill sus memorias, Una mujer en la guerra de España (Oberon). “Aquel verano no estaríamos separados ni un solo día. Habilitaríamos un barco anclado frente a la base. Siendo novios le había dicho: ‘Me gustaría vivir sobre el mar una temporada...”
No tuvieron tiempo de despedirse. “Mi padre cogió su pistola y su gorra y se fue. Ya no le volvimos a ver”, recuerda Carlota, entonces una niña. Su madre se quedó en cubierta viéndole irse hacia la base, hacia los tiros. “Virgilio remaba y remaba, cada vez más lejos de mí. Yo lo miraba fijamente y pensaba: ‘Quiero fijarme bien en su cara porque no lo veré más’. ¡Y no nos habíamos dado un beso!...¡El último!”, escribió en sus memorias.
Cinco días después encarcelaron a O’Neill. “Le dan, por error, la maleta de mi padre con los planos del motor a reacción dentro. Horrorizada ante la idea de que acaben en manos de los franquistas y lo utilicen en la guerra contra los republicanos, mi madre los esconde y finalmente, los saca del penal gracias a la ayuda de dos presas”, recuerda Carlota.
Una de las reclusas que ayuda a su madre es Ana Vázquez, encarcelada por prostituir a sus hijas. “En su vida había oído hablar de política”, recuerda O’Neill en su libro, y por eso, en el penal le habían encargado vigilar a “las rojas”.Las tres copias de los planos del capitán Leret salieron de la cárcel envueltos en ropa sucia. Los recogió, previo aviso, el hijo de María, condenada a 30 años tras el fusilamiento de su marido. Fue Vázquez quien se los entregó al niño. Nadie revisaba los paquetes de la presa que no había oído hablar de política.
O’Neill fue juzgada tres veces por un tribunal militar y finalmente condenada a seis años de cárcel, de los que cumplió cinco. En la primera causa la acusan de ser “rara”, “en extremo peligrosa” y “comunista de ideología” (declaración del falangista Requena). En la segunda, la condenan por injurias al Ejército por unas cuartillas que había escrito aquel 17 de julio de 1936 describiendo lo sucedido. La última causa dice: “Fomenta la situación anárquica y desastrosa que hizo necesaria la iniciación del glorioso movimiento nacional”.También la culpan de "influjo predominante sobre su esposo".
En la cárcel, O’Neill teme por su vida cuando, para celebrar la toma de Toledo, un grupo de falangistas entra en la prisión y pide un grupo de presas para matarlas. Ella se esconde toda la noche en un tanque de agua - "El agua me llegaba a la boca, pero tenía dos alternativas: ahogarme o dejarme matar, y prefería lo primero", escribió en sus memorias-. Desde su escondite, escucha al director del penal: “Es una barbaridad acabar con todas en montón. Cuando quieran matar mujeres, vengan a buscarlas, ¡pero una a una!”. Los falangistas "se fueron llevándose las que les cabían en las manos”, añade O’Neill.
Pero aquella no fue la peor noche de su estancia en prisión. La peor fue la primera que pasó después de que le comunicaran que le habían retirado la custodia de sus hijas. Según le dijo su abogado franquista, había sido un familiar de su marido quien la había denunciado. El padre de Virgilio, un cubano que había luchado en 1898 con los españoles, contra la independencia de su país, y amigo del general Mola, nunca aprobó su relación. “Mi madre había nacido 100 años antes de tiempo”, explica Carlota. “Era feminista, progresista... Creía en la igualdad de hombres y mujeres, en la eutanasia, en el derecho al aborto... Se casó con mi padre después de que nosotras naciéramos y solo porque él se lo pidió para que no sufriéramos consecuencias y para agradar a su padre”.
Carlos Leret arrebató a su nuera la custodia de las niñas, pero no para quedárselas, sino para enviarlas a un terrible orfanato donde solo les permitían ducharse una vez al año y con una bata porque “tocarse era pecado”.
En 1941, O’Neill quedó libre y fue a la casa donde durante casi cinco años, bajo una loseta, habían estado escondidos los planos del turbocompresor junto al texto con el que Leret acompañaba su invento: “Extiéndese [sic] en torno al globo el tentáculo enorme del paro forzoso convertido en hambre. Ansias de mejoramiento social lo invaden todo. Pero este mejoramiento ha de venir unido forzosamente a progresos materiales, y el más importante, el eje de todas las relaciones humanas en el porvenir, el único que logrará formar un bloque sólido con la humanidad, es el transporte aéreo”... Leret, explica su hija, quería que su motor agilizara la comunicación entre distintas sociedades, "es decir, que sirviera para la paz, no la guerra", añade.
O’Neill pensó entonces que el invento podría ayudar a los ingleses a ganar a Hitler. Y con su madre, envueltos al cuerpo, bajo la ropa, llevó los planos de su marido a la embajada británica para dárselos a James Dickson, agregado de aviación, quien murió al poco tiempo en un accidente.
La mexicana nunca supo qué pasó después con aquella copia de los planos. Pero jamás volvió a separarse de las otras dos. Cuando viajaba a cualquier sitio desde Caracas —donde se instaló, exiliada, tras recuperar la custodia de sus hijas— los llevaba siempre con ella. A su muerte, en 2000, con 90 años, su hija Carlota empezó a enseñarlos aquí y allá, buscando el reconocimiento para su padre. AENA financió un documental con su historia (El caballero del azul), en 2011, y el Museo de Aeronáutica y Astronáutica, en Madrid, expone ahora su invento. Pero no ha sido fácil.
“En el museo se entusiasmaron, pero me dijeron que no tenían dinero”. Carlota no quiere decir cuánto ha invertido en encargar la maqueta del turbocompresor, de 2.674 piezas y en cuya fabricación se emplearon 2.500 horas. “No quiero que piensen que soy una loca”. Una pequeña parte de la réplica se ha financiado con los derechos de las memorias de O’Neill: 391 páginas de cárcel, exilio y penurias que son, sobre todo, una larga declaración de amor a su marido, probablemente, el primer fusilado de la Guerra Civil.
"Verdaderamente ingenioso"
El ingeniero aeronáutico Martín Cuesta, que examinó en 2002 el motor de Leret para la revista Aeroplano, del Ministerio de Defensa, asegura que el invento era "verdaderamente ingenioso" y, tras analizar en 17 páginas todos sus cálculos, "viable".
El capitán Leret, piloto e ingeniero, presenta la solicitud de la patente el 28 de marzo de 1935. Los primeros planos los había hecho casi diez años antes. Tras un estudio de 99 días por parte del Ministerio de Industria, según la documentación oficial, se le concede la patente del "mototurbocompresor de reacción continua". La firma el jefe de la sección de patentes y el jefe del registro. El motor iba a empezar a fabricarse en septiembre de 1936 en los talleres aeronáuticos de la Hispano Suiza, pero Leret es fusilado la noche del 17 al 18 de julio de ese año en la primera batalla de la Guerra Civil.
Leret nunca lo supo, pero su invento era coetáneo con dos motores similares inventados por un inglés, Frank Whittle, y un alemán, Hans Von O`Hain.
Whittle patentó su motor en 1930, aunque no se utilizó por primera vez hasta el 15 de mayo de 1941. Hans Von O'Hain patentó el suyo en abril de 1935 y realizó su primer vuelo con él el 27 de agosto de 1939, cinco días antes de que comenzara la II Guerra Mundial.
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