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FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / MADRID
Día 03/03/2014 - 10.54h
Tras la atrocidad de la Guerra Civil, la palabra que aunaba en el destierro a los grandes autores era también España
«Estos días azules y este sol de la infancia». Antonio Machado dejó escrito este único verso en su destierro breve, cancelado por la muerte. Un cuarto de siglo antes, Ortega le había encargado un poema para abrir la revista «España», en la que los intelectuales de la generación de 1914 querían volcar sus esfuerzos de modernización nacional. Y allí anotó Machado la esperanza de quienes deseaban salir del ensimismamiento del desastre del 98 para afrontar una verdadera tarea de regeneración: «El hoy es malo, pero el mañana es mío». España como realidad, España como esperanza. Tras la atrocidad de la guerra civil, España no fue solo el país definido en los debates de historiadores y ensayistas del exilio, sino también la patria invocada en el destierro de los poetas, a la que daban aliento con sus versos.
Algunos tratan de envilecer su tarea. Nuestros pintorescos separatistas tratan de vejarles de nuevo, insultan su conciencia nacional convirtiendo las dolorosas razones de su nostalgia en el desequilibrio emocional de quien se entrega a una pasión farsante. Con sus palabras, esos poetas edificaron un sueño, pero nunca pronunciaron una ficción. España, la añorada, alimentó sus versos, mal que les pese a quienes desean convertirlos en indefensos notarios de una patria artificiosa o en cómplices literarios de una estrategia antinacional. ¿Cómo iba a ser de otra manera, cuando entre quienes marcharon se encontraban los que habían luchado resueltamente por afirmar su compromiso con una lengua, con una tradición cultural y con el ser histórico de España?
La entraña del paisaje
Unos pocos, como Machado y Juan Ramón, habían buscado en la entraña del paisaje la fuerza o la delicadeza en la que reposaba la forma del alma española. Otros, más jóvenes, como Alberti, Prados oAltolaguirre, hallaron en la recuperación de la poesía popular un soberbio recurso para poner nuestra lírica a la altura de las mejoresexperiencias literarias europeas. En plena guerra civil, quienes habían de perderla reunieron sus esfuerzos en una revista cuyo nombre desmiente ya cualquier intento de manipulación: «Hora de España».
Fue, desde el primer momento del exilio, cuando España existió porque fue vivida, porque alargó su sombra sobre el mundo y se pronunció su nombre con la avidez desolada de quienes sabían que iban a morir sin volver a verla. Los poetas más modestos, los menos ensalzados de lageneración del 27, escribieron los versos que mejor nos conmueven en estas horas de impugnación nacional. Pedro Garfias, aún navegando hacia México, suplicó: «España que perdimos, no nos pierdas,/guárdanos en tu frente derrumbada,/conserva a tu costado el hueco roto/de nuestra ausencia amarga». Hombres para los que España no era un azar, sino una necesidad. Hombres cuya existencia sólo quería entenderse a través de España, como lo escribía Juan José Domenchina: «Allí estarán, allí estarán, Dios mío,/estas cosas que evoco (ya sin nada/de lo que a mí me tuvo y fue tan mío)». Una España que habían de hacer cuerpo propio, carne en su carne, sangre en sus venas, espíritu en su frente: las cordilleras, las vegas, los eriales, los castillos «contemplo eternamente, España mía, sobre la palma de mí mano abierta», escribía Garfias.
España hasta los huesos
España respiraba en el aliento de quienes la decían, parte dispersa de la patria, voz escindida de una nación rota. José María Quiroga Pla, antes de una muerte temprana, adelantada por el exilio, pedía no sólo el regreso, sino la posibilidad de que España fuera de todos los que la amaban: «¡Y este ansia desgarrada que confía/volver a hacerte suyo en el futuro,/cara a cara y en paz, mi España, un día!». El tono fuerte, la cólera entristecida a punto, el ansia de volver y la penosa conciencia de un destierro quizás definitivo asomaron en palabras como las deJuan Rejano, en las que reprochaba a España su indiferencia: «Mírame aquí, lejana España mía,/devanando en tu imagen mi agonía,/madura la pasión, la sangre alerta». O la más tranquila, la más esperanzada evocación de Concha Zardoya, que habría de regresar en 1977 para vivir su extensa vejez en la patria a cuya literatura había dedicado magisterio y devoción: «¿Más cenizas que luz, en mi memoria?/¿Más tristeza que amor, en este pecho?/Sólo sé que el recuerdo es esperanza/que sobrevive en mí para salvarme».
Al ingenuo rencor de León Felipe, a la disciplinada fe de la militancia de Alberti, al encono contra una patria sentida en cautiverio de Max Aub, se sumó la que considero la mejor expresión del poeta desterrado.Luis Cernuda convirtió la recopilación de sus poemas, «La realidad y el deseo», en el contraste entre una vida desarraigada y la voluntad inflexible de recordar, de existir a la sombra de España, de «vivir sin estar viviendo», «como quien espera el alba», «con las horas contadas», siempre en un recuerdo que se vestía como desesperación y se desnudaba como esperanza. «Contigo solo estaba,/en ti sola creyendo;/pensar tu nombre ahora/envenena mis sueños».
La tierra imposible
En los primeros instantes del destierro, al recordar a quienes se reunían para hablar de la patria, Cernuda se vio a sí mismo en una calle de Londres, en la forma de un desconocido que se volvía hacia sus vanas ilusiones para destrozarlas: «¿España? –dijo– un nombre./ España ha muerto». El miedo y el dolor pudieron expresarse en el rechazo: «Es la tierra imposible, que a su imagen te hizo/ para de sí arrojarte». Pero España habría de acompañarle siempre, hasta un final no muy lejano, cuando el corazón se le rompió en una mañana de noviembre de 1963. Su presencia había de estar en lo mejor que escribió, para escarnio de quienes puedan invocar al exilio para negar a España en estos tiempos de mentira y falsificación: «Tú sola sobrevives/aunque venga la muerte;/sólo en ti está la fuerza/de hacernos esperar a ciegas el futuro».
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