dijous, 12 de febrer del 2015

Las libertarias manos de Lucía en las manos de Juan


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miércoles, 11 de febrero de 2015


El concierto comenzaba, el Festival de San Juan, que cada año, desde principios de los 80, se celebraba en la Plaza de Santa Ana, esta vez con Carlos Cano como actuación estelar, allí se encontraron por casualidad junto a la vendedora de turrones. En un principio Juan Herrera no se lo creía, parecía una visión, pero era ella, aquella mujer que tanto amó, mucho más vieja, con un vestido negro, pero manteniendo esa belleza que se lleva en algo que va más allá de la piel.

Se miraron cuando sonaba “María la portuguesa”, la voz de la Andalucía más obrera amenizaba un encuentro mágico, algo que no pensaban jamás que podría suceder, pero allí se vieron cerquita de la casa del obispo, donde el remanso dejaba colar las oraciones de un pueblo destruido por el terror.

Lucía Rivero lo miró leve, casi esbozó apenas una sonrisa, los ojos de una vejez prematura lo invitaron al sueño pasado, a descubrir que seguían en la tierra, que a pesar de tanto dolor y muerte no habían partido hacia el otro lado. Juan la abrazó, las palomas revoloteaban asustadas entre los muros de la catedral de Las Palmas.

La mujer no entendía como había sobrevivido, el resto de compañeros del sindicato habían muerto ahogados, con las manos y los pies atados dentro del saco. Los falangistas y la guardia civil no perdonaban, tiraron a la Mar Fea a cientos de comunistas y anarquistas entre julio del 36 y marzo del 39.

Aquellas madrugadas de “Brigadas del amanecer", de persecución, detenciones, movimiento de camiones cargados de miles de hombres torturados, siempre camino de la muerte, hacia la Sima de Jinámar, los pozos de Tenoya y Arucas, el agujero volcánico de Los Giles, lugares del dolor, del masivo genocidio franquista en las Islas Canarias.

Una ola de muerte que Lucía había vivido desde su puesto de maestra en la Aldea de San Nicolás, el pueblito donde conoció en las fiestas patronales al joven jornalero anarquista Juan Herrera, donde pasaron hermosos momentos de amor y ternura, perdiéndose por el sendero de Tamadaba, las excursiones por el barranco de Guguy, pasando la noche en aquella playa solitaria, el silencio, los labios salados, unos cuerpos entregados a la inconmensurable tarea de la pasión.

Los dos se apartaron tomados de la mano, por unos instantes el mundo alrededor no existía, solo el sonido lejano de aquella música, la gente inundando las calles de Vegueta, pero ellos se fueron deprisa, caminaron hacia el Paseo de San José, se sentaron junto a la ermita, en aquel banco de piedra. Lucía lo miraba alucinada, Juan lloraba emocionado, entre sollozos le dijo que se había soltado, que antes de tirarlo por el acantilado ya se había desamarrado los pies, que rompió las ataduras bajo el oscuro mar, el agua fría del Atlántico, saliendo a la superficie y viendo los tricornios sobre el risco, los falangistas dando palos, los gritos de aquellos asesinos fascistas tirando al mar a sus compañeros.

Lucía escuchaba atenta: “¿Qué hiciste luego Juanillo?” El viejo le habló de cómo nadó entre la fuerte corriente hasta la playa de San Cristóbal, que se fue directo a la casa de Carmelo Sosa, el pescador del Partido Republicano arrojado a la Sima de Jinámar, que su mujer lo acogió asombrada, de cómo lo escondió varias semanas en la habitación de la azotea, lejos de las miradas de vecinos curiosos, de los cientos de confidentes de los golpistas, del espanto de los crímenes, de las razias indiscriminadas en las casas de todo hombre o mujer que defendiera la libertad.

El hombre relataba en baja voz la salida hacia el muelle, de cómo logró meterse en aquel barco hacia Venezuela, de los años en aquel país, del exilio, de su meditada decisión de volver a finales de los 70, del tiempo que pasó encarcelado en Barranco Seco, detenido por la policía armada nada más llegar al Puerto de la Luz.

Había tanto que contarse, tantos nombres casi olvidados, que casi no había tiempo antes de la despedida, ya era entrada la noche, creyeron que no era seguro seguir juntos, alguien los podía conocer, pasaron varios coches de la policía, había “democracia” decían los voceros del régimen monárquico, ellos no se lo creían, ambos pensaban que todo había sido un montaje para que los mismos criminales siguieran gobernando, que hasta el Partido Comunista había entrado en ese juego siniestro, que todo se había construido sobre los restos de cientos de miles de personas asesinadas en todo el estado español.

Juan agarró las manos de Lucía: “¡Salud y libertad!”, le dijo, mirándola, sonriendo cómplice, antes de partir camino de la calle Reyes Católicos, quedaron en volver a verse, pero el cáncer de pulmón no dio tiempo de nada, el viejo murió solo dos semanas después en el hospital de La Garita, ella se enteró por un compañero de la CNT, esa noche salió a la azotea de su casa de Pedro Hidalgo, se quedó mucho rato sentada, sola, mirando el inmenso mar, lejos del bullicio de sus nietos, recordando, sintiendo el olor, el sabor de los besos furtivos, los entrañables ojos verdes del amor de su vida.

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