Luis Díez
La sublevación militar franquista con la ayuda de Hitler y de Mussolini, el 18 de julio de 1936, representó la quiebra de la convivencia y la pluralidad informativa en España. Las relaciones cordiales entre los periodistas de izquierda y de derecha que habían presidido el panorama informativo durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera y la II República se vieron truncadas por el golpe y no se recuperaron hasta cuarenta años después. Los periodistas de uno y otro signo se convirtieron en piezas codiciadas y sufrieron persecuciones sin cuento. Más de cuatrocientos profesionales demócratas y republicanos tuvieron que abandonar España para siempre. Auque no hay cifras exactas, más de un centenar fueron asesinados.
Desde la mañana del 18 de julio de 1936, cuando Indalecio Prieto, un periodista al fin y al cabo, dio la noticia a los corresponsales parlamentarios de que el general Franco había sublevado las guarniciones de Melilla, comenzó el asalto a los medios de comunicación (emisoras y diarios) y la persecución de los periodistas de uno y otro signo.
En las regiones y ciudades donde triunfó la sublevación –Galicia, Castilla, León, Zaragoza, Sevilla y Cádiz…–, la primera acción de los sublevados consistió en incautarse de los principales diarios. En las ciudades donde se mantuvo la autoridad republicana, los comités sindicales se adueñaron de las empresas periodísticas más importantes.
Los profesionales de la información habían comenzado a sufrir las presiones de los militares golpistas antes de que éstos resolvieran alzarse en armas. El testimonio del redactor jefe del diario El Liberal de Madrid y directivo de la Asociación de la Prensa, Arturo Mori, es revelador. Unas fechas antes de la sublevación, se presentaron en la redacción del diario tres militares de alta graduación que pertenecían a la clandestina Unión Militar Española (UME), encabezada por el general Emilio Mola, conocido como El director de los golpistas, y reclamaron el derecho de rectificación de un comentario jocoso que se había publicado sobre el primer manifiesto de la UME en contra del Gobierno. “Se les contestó que no podía hacerse eso en ningún periódico decente, y algo más se les dijo: Ustedes han ofendido a la opinión democrática y no les han pedido rectificación. ¿Cómo quieren ustedes que ahora ella rectifique?”. Aquella respuesta les selló la boca. Pero en Sevilla, lo primero que hizo el general Gonzalo Queipo de Llano fue asaltar la redacción de El Liberal, filial del rotativo madrileño, que se había convertido en el diario más popular de la ciudad, en una dura competencia con el ABC.
Militares y falangistas detuvieron a los redactores de El Liberal, los encarcelaron, se apropiaron del edificio, se adueñaron de las máquinas y se incautaron de las grandes existencias de papel almacenado para hacer frente a las crecientes exigencias del periódico. Las máquinas y las materias primas quedaron al servicio de la propaganda de guerra. La situación se repitió en otras ciudades andaluzas y extremeñas, a medida que las tropas mercenarias y los sublevados fueron avanzando hacia Madrid.
El testimonio del director del diario madrileño Ahora, Manuel Chaves Nogales, otro notable periodista que, igual que Mori, murió en el exilio, ilustra perfectamente el clima de presión, intimidación y amenaza en el que tuvieron que desenvolverse los profesionales de la información para realizar su trabajo. “De mi pequeña experiencia personal puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la Guerra Civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable”.
El diario que dirigía llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa madrileña en 1936. A raíz de la sublevación militar, los propietarios de la empresa periodística fueron desposeídos por un consejo obrero compuesto por los delegados de los talleres. Chaves Nogales se mantuvo al frente del periódico hasta los primeros días de noviembre de 1936, cuando el Gobierno que presidía Francisco Largo Caballero decidió trasladar su sede a Valencia para evitar caer prisionero de las tropas de Franco, Mola, Yagüe, Varela, y Orgaz que avanzaban sobre Madrid. Entonces Chaves Nogales abandonó el periódico, Madrid y España.
En los arrabales de París, donde fijó su residencia temporal, escribió lo siguiente acerca de aquella sustitución de los propietarios del diario por un comité de obreros: “Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo (…) Me convertí en el “camarada director” y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental, nadie me molestó ni por mi falta de espíritu revolucionario ni por mi condición de pequeño burgués liberal, de la que no renegué jamás”.
El curso de la contienda fue paralelo a la supresión y limpieza de periódicos y periodistas considerados enemigos. En el verano de 1937, un año después de la sublevación, no quedaba un solo periodista leal a la II República que pudiera ejercer su oficio en Cádiz, Sevilla, Málaga, Granada, Extremadura, Cantabria, Asturias, Navarra y el País Vasco. Los que no habían logrado salir hacia la zona republicana, se hallaban escondidos o muertos. La persecución fue implacable.
El diario Avance de Oviedo se consideraba abiertamente socialista y fue literalmente arrasado por las tropas franquistas. Algunos de sus redactores fueron fusilados. Su director, Javier Bueno Bueno, logró escapar, pero su familia fue tomada como rehén. Bueno pertenecía a la Asociación de la Prensa de Madrid y a la Agrupación Profesional de Periodistas que se incautó de la misma al producirse el alzamiento militar. Le nombraron presidente, pero nunca ejerció como tal. Al terminar la contienda fue detenido en Madrid, donde había estado al frente del diario de la UGT, Claridad, le condenaron a muerte y lo mataron en el patio de la cárcel. Contaba 48 años. Posteriormente fue amnistiado a título póstumo.
La persecución de los periodistas que se mantuvieron fieles a las instituciones republicanas también costó la vida a todos los redactores del único diario liberal de Granada y asimismo, al eminente periodista de historia limpia y privilegiada, Cijés Aparicio, que había sido nombrado gobernador civil de Ávila y fue fusilado el 19 de julio de 1936 por las tropas sublevadas.
La violencia contra los profesionales de la información se registró en todas partes. No fue privativa de los sublevados ni se circunscribió a las zonas donde ocuparon a sangre y fuego las instituciones. En el territorio republicano se produjeron excesos tan execrables como el fusilamiento del redactor jefe del diario ABC de Madrid, Alfonso Rodríguez Santamaría, que era bien conocido por haber ocupado la presidencia de la Asociación de la Prensa de Madrid desde el año 1935. Unos “incontrolados” le detuvieron en agosto de 1936, le acusaron de haber incurrido en “traición” por poseer “documentos comprometedores” que eran valiosos para los golpistas y le fusilaron.
También perdieron la vida por parecidas razones el redactor del rotativo germanófilo y monárquico Santiago Vinardell y el veterano reportero gráfico Campua, seudónimo de José L. Demaría López, quien fue acusado de reaccionario y monárquico, y asesinado por unos “incontrolados” a la puerta de su casa el 21 de septiembre de 1936.
La filiación política, real o supuesta, costó la vida a los periodistas Antonio de Hoyos y Vinent, que era marqués y pertenecía al cogollo de la aristocracia, y a su colega Álvaro de Retana, cronista de la vida frívola y autor de canciones ligeras. Para protegerse de las amenazas, ambos se afiliaron al Partido Sindicalista que dirigía Ángel Pestaña. Sin embargo, ese mismo hecho significó su muerte. Fueron detenidos por los enemigos de Pestaña, juzgados en una hora y fusilados a continuación.
El clima bélico desbordó los odios partidistas y sindicales contra muchos editores y titulares visibles de periódicos de gran difusión, y propició represalias e innumerables persecuciones. Algunos de ellos fueron perseguidos por ambos bandos. Entre los casos extraordinarios figura Sigfrido Blasco. El hijo del escritor y político Vicente Blasco Ibáñez era propietario y director del diario El Pueblo de Valencia y se vio obligado a huir precipitadamente al extranjero porque los sublevados habían puesto precio a su cabeza y los republicanos habían hecho lo propio, en dramática coincidencia. El ya mencionado dirigente del Partido Sindicalista, Pestaña, se apropio del periódico de Blasco y lo convirtió en su principal instrumento político.
Del mismo modo, los periodistas considerados amigos del dirigente del Partido Radical, Alejandro Lerroux, sufrieron el acoso y las amenazas de ambos bandos sin que él, que había sido periodista y se había dado a conocer como director del diario republicano El País, les avisara del riesgo que corrían cuando, debidamente informado sobre los preparativos de la sublevación militar, decidió abandonar el país antes de se produjera el golpe, diciéndoles que se iba a descansar y a tomar las aguas en Portugal.
El caso del reportero Francisco Madrid fue revelador de la persecución por parte de uno y otro bando. Pese a ser republicano y hallarse amenazado por los falangistas, fueron los anarcosindicalistas catalanes los que pusieron precio a su cabeza. En él cristalizaron los odios embalsados. Madrid era subdirector del popular diario madrileño de la noche La Voz. Al estallar la guerra se hallaba en Francia cubriendo y cuando cruzó la frontera se iniciaron sus problemas con los anarquistas barceloneses, que estimaron algunas crónicas suyas demasiado críticas con ellos y, a raíz de la sublevación militar, se propusieron eliminarle.
Madrid, alarmado, pidió ayuda al presidente Lluís Companys, quien le escondió en el palacio de la Generalitat –el mismo edificio por el que transitaban los dirigentes anarcosindicalistas que querían detenerle–, y días después le acompañó personalmente hasta un lugar donde le facilitaron una salida segura hacia Francia.
Si la sublevación canceló “toda una época memorable del periodismo” que, según escribió Arturo Mori, se caracterizó por el “buen ambiente de compañerismo y convivencia entre los profesionales, por encima de las diferencias políticas, ideológicas y religiosas”, el final de la Guerra Civil significó la cárcel y la eliminación física de cuantos periodistas demócratas habían sobrevivido y permanecieron en el país.
Javier Bueno –ya lo he dicho– fue uno de ellos. Augusto Vivero, de ABC de Madrid, fue otro condenado y fusilado. El viejo periodista de tendencia anarquista Mauro Bajatierra se apostó en la puerta de su casa con un fusil para defenderse de los que iban a detenerle, pero cayó acribillado sin realizar ningún disparo. La persecución se prolongó más allá de la frontera con Francia. La detención por orden de Serrano Suñer, cuñado de Franco y puente con los nazis, y el fusilamiento de Julián Zugazagoitia y de Francisco Cruz Salido, fueron la miserable expresión del régimen criminal del dictador.
En la capital de México, donde el gran presidente Lázaro Cárdenas acogió a cuántos intelectuales, políticos, sindicalistas y trabajadores cualificados pudieron llegar y les concedió la nacionalidad automáticamente, había un salón que se llamaba Casa Gayoso. Lo había fundado un exiliado español. Allí se encontraron más de lo deseable alguno de los hermanos Mayo, Adrián Vilalta, Antonio Robles, Alardo Prats, Ricardo del Río Albero, Joaquín Sanchís Nadal, Ovidio Gondi (González Díaz), Juan Bautista Climent Beltrán, Víctor Alba, Roberto Castrovido, Fabián Vidal –seudónimo de Enrique Fajardo–, Francisco Villanueva, Ceferino Ruiz Avecilla, Manuel Domínguez Benavides, Gonzalo de Reparaz, Eulalio y su hijo el joven Lalio Ferrer, el también joven y fornido Progreso Vergara, Luis Suárez López, Emilio Criado Romero, Jose Gómis Soler, Juan Rejano, Alfonso Ayensa… y el mayor de todos, Antonio Zozaya.
“¡Hombre, don Francisco! ¿Cómo le va?”, saludaba Antonio Robles a su antiguo director de El Liberal, Villanueva. “Ya lo ve, sólo nos vemos en el Gayoso”, contestaba éste con aflicción, pues el Gayoso era el salón de la funeraria al que acudían a despedir al compañero fallecido. Por el Gayoso fueron desfilando los grandes periodistas veteranos que en España protagonizaron el salto de la prensa ideológica y de opinión a la comercial y de información. Los más viejos fueron al destierro y al entierro, pero los de menor edad encendieron en México las luces que los sublevados apagaron aquel 18 de julio de 1936 por espacio de cuarenta años en España. ¡Qué pena tan honda!
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