Hace setenta y cinco años, Alicante fue la última ciudad «conquistada» por las tropas de Franco y en los días previos su puerto fue el último refugio y esperanza, finalmente truncada, para muchos miles de militares y civiles de la causa republicana.
JUAN MARTÍNEZ LEAL 30.03.2014 | 10:56
Fue aquí, en Alicante, donde alcanzó mayor intensidad dramática y simbólica el naufragio definitivo de la República derrotada por las armas.
Al comienzo del mes de marzo de 1939 la guerra se sabía irremisiblemente perdida para el bando republicano. Tras el desastre de Cataluña, la mayor parte de sus instituciones estaban desarboladas o en el exilio y la población, exhausta tras largas privaciones, sólo anhelaba la paz. Llegada la hora de asumir y gestionar políticamente la derrota –siempre huérfana–, el Frente Popular se dividió más que nunca.
En los días finales de febrero, el presidente del gobierno, Juan Negrín, que había vuelto a España, estableció oficiosamente su sede de Gobierno en Elda-Petrer, en la finca El Poblet, conocida como Posición Yuste. Apoyado únicamente por los comunistas, Negrín trataba de resistir a ultranza hasta por lo menos conseguir en última instancia una paz sin represalias, pero prácticamente el resto de las fuerzas lo consideraban una rémora para negociar la paz con Franco y poner fin al conflicto. Todo era y se demostró vano. En aquellas condiciones de extrema debilidad, con Negrín o sin él, Franco exigió la rendición incondicional sin ninguna garantía de tipo político.
Los hechos del 5 y 6 de marzo precipitaron el final. En pocas horas, la Flota Republicana huyó de Cartagena a Bizerta privando a la República de vitales medios de evacuación; y en Madrid, una sublevación del Jefe del Ejército Centro –que provocó centenares de víctimas–, llevó a la formación de un Consejo Nacional de Defensa encabezado por socialistas y republicanos moderados y a la dimisión forzada de Negrín, que salió de España desde el improvisado aeródromo de Monóvar, junto a otros altos cargos y dirigentes comunistas.
Sólo quedaba ya el final. Por eso, cuando Franco ordena la ofensiva final, a partir del 26 de marzo, los frentes se deshacen y una inmensa riada de combatientes y militantes republicanos que temen con fundamento la terrible represión que se avecina, huyen en masa hacia los puertos levantinos buscando la salvación en la expatriación.
En la hora final, Alicante fue el más destacado puerto o puerta hacia el exilio. Desde mediados de marzo el proceso se aceleró con la salida desde la ciudad de los vapores Marionga (destino Marsella), Ronwyn (destino Tenès, Argelia), African Trader (destino Orán), en los que se exiliarían cerca de 2.000 personas. Poco antes de la medianoche del 28 de marzo partió el mítico Stanbrook, un barco carbonero inglés, que había sido fletado por la Federación Provincial Socialista, en el que consiguieron embarcar unos 3.000 refugiados. El testimonio del capitán Archibald Dickson, inédito hasta su publicación en INFORMACIÓN, con motivo del setenta aniversario del final de la guerra, nos permite conocer mejor el atropellado embarque hasta llenar el último rincón del barco y su cubierta, su arriesgado periplo hasta Orán y su inhumana «cuarentena» durante casi un mes en los muelles oraneses.
Como contrapunto, en la madrugada del día 29 partió de Alicante el último barco, el Marítima, en el que ya sólo se pudieron embarcar algunas autoridades militares y civiles provinciales, únicamente treinta y dos pasajeros, para un barco que desplazaba 3.000 toneladas. Que esto se produjera, dejando en los muelles de Alicante a miles de refugiados desesperados, provocó un amargo debate entre los exiliados del Norte de África, y es asunto que aún hoy se nos antoja incomprensible por inaceptable.
La idea de que en Alicante habría barcos para los que quisieran exiliarse recorrió toda la retaguardia republicana, produciéndose un impresionante aluvión de refugiados sobre la ciudad, incluidos centenares de mujeres y niños, que acabaron apiñados y a la intemperie sobre el Muelle de Levante del Puerto, como supervivientes de un enorme naufragio, de aquella España republicana en trance agónico. Como agónicos y estremecedores son los testimonios que nos han legado los que allí estuvieron durante tres días. Sobre todo la desesperación de aquella muchedumbre, entre 12.000 y 15.000 según los datos más precisos, de aquellos hombres y mujeres, deshechos y vencidos, al ver que los barcos prometidos o que esperaban nunca llegaban. Es también difícil precisar por qué no llegaron los barcos, si bien puede decirse con bastante certeza que los barcos de la Cía. France Navigation –que había prestado importantes servicios al gobierno republicano– llegaron a estar en las proximidades de Alicante, pero el Gobierno francés no envió barcos de guerra de protección, sin lo cual era imposible intentar una aproximación a las costas, ya bloqueadas por la escuadra franquista. Con mayor certeza se puede afirmar que el mando franquista nunca aceptó la llegada de barcos de evacuación a Alicante.
En el puerto, sin embargo, entre los refugiados se creó una Junta de Evacuación para organizar la seguridad y embarque en caso de que llegaran los barcos y, sobre todo, tratar de que el recinto del puerto se convirtiera en zona neutral, que le garantizara un status de extraterritorialidad ante la inminente entrada de tropas de Franco. En esta tarea se implicaron los cónsules de Francia y Argentina en Alicante, pero, pese a las gestiones que se realizaron –y a todo lo que se ha escrito– ni el General Gambara que ocupó Alicante ni el Cuartel General de Burgos llegaron a aceptar estatuto de extraterritorialidad alguno.
Pronto se derrumbarían todas las esperanzas. Ya en la mañana del 29 de marzo –cuando miles de refugiados se apiñaban por las calles– la quinta columna alicantina elevaba sus banderas sobre los mástiles de algunos edificios públicos de Alicante y de otras ciudades de la provincia, designándose las primeras autoridades netamente franquistas. A media mañana del día 30 de marzo se informa desde Radio Alicante que la ciudad estaba ya «a las órdenes del Caudillo», si bien la ocupación militar no llegará hasta que al atardecer de ese día hagan su entrada las unidades italianas de la División Littorio. Tras discurrir por las calles alicantinas, las tropas italianas tomaron posiciones, cercando el muelle de Levante en el que se concentraban los miles de refugiados. Fue tal el abatimiento y la desesperación, que algunos decidieron quitarse la vida, añadiendo todavía más horror a la tragedia. La cuestión de los suicidios sigue generando controversias. Existen testimonios espeluznantes de algunos de estos suicidios, aunque no puedan precisar su frecuencia. También las propias fuentes nacionalistas dieron cifras dispares: desde los 68 suicidios que se citan en un primer informe del día 31 de marzo, a los 22 a los que se reducen en un informe del General Gambara del día 3 de abril. Consultando los registros de entrada del cementerio alicantino (con algún apunte dudoso) se puede llegar hasta la cifra máxima de 16 suicidios. Y respecto a posibles enfrentamientos, en el último informe citado, el jefe italiano– saliendo al paso de algunos rumores y noticias– negaba tajantemente que se hubiera actuado con violencia sobre los «milicianos» del puerto, lo que concuerda con los testimonios más fiables de parte de los propios refugiados.
La ocupación militar se completó con la entrada al puerto de los minadores Marte, Júpiter y Vulcano el día 31 de marzo, con tropas de los batallones 121 y 122 del Cuerpo de Ejército de Galicia. Fue entonces cuando, ante las órdenes y plazos conminatorios de rendición, los refugiados fueron saliendo del puerto sin oponer resistencia en la tarde del 31 de marzo, evitándose así una inútil matanza añadida a los horrores de aquella guerra. Las mujeres y los niños fueron conducidos a cines de la ciudad que les servirían de refugio y prisión. Al grueso de los que iban saliendo del puerto los llevaron a las faldas de la Serra Grossa en la Goteta, en un enorme e improvisado campo de concentración al aire libre evocado como «Campo de los Almendros». A las diez de la noche se suspendieron las operaciones, permitiendo que unos centenares de oficiales y jefes republicanos quedaran aún esa noche en el puerto, entregados a las cavilaciones de la derrota y de un destino sombrío. Algunos no vieron el amanecer. Con la claridad del nuevo día, los últimos refugiados del último trozo de la República se entregaban al Ejército vencedor, «cautivos y desarmados», como diría el último parte de guerra. La guerra había terminado, pero de ninguna manera vino «el paso alegre de la paz», al menos para los vencidos, para los que no hubo «piedad ni perdón».
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