Un libro revisa la falta de testimonios sobre los asesinatos de la guerra. El aristócrata y escritor José Luis de Vilallonga rompió el pacto de silencio de la Transición al admitir su rol de verdugo
El escritor José Luis de Vilallonga. (Gtres)
Nunca una carta de recomendación fue tan inquietante. En 1936, el padre de José Luis de Vilallonga —marqués de Castellbell— escribió a un antiguo amigo de la familia —el coronel Joaquín Gual de Torella— para que su hijo de 16 años se enrolara con los franquistas en el frente vasco: “Este chico sale del colegio y no se le puede mandar al frente sin experiencia previa de la guerra. ¿Por qué no me lo metes en un pelotón de ejecución para que se vaya acostumbrando al ruido de los disparos?”, escribió el marqués. Pues dicho y hecho, que para eso están los amigos. “Me metieron en ese pelotón de ejecución donde estuve matando gente durante ocho o nueve días”, confesó Vilallonga. Y dijo más...
“Acabamos fusilando como quien va a la oficina (…) Entonces se tenía un enorme respeto a lo que un padre decía, y el hecho de que el mío me hubiese recomendado para un pelotón de ejecución era algo que no cabía discutir (…) He comprendido mucho más tarde lo de los alemanes. Aquellas burradas se hicieron por falta de responsabilidad. Si te quitan la responsabilidad te convierten en una bestia. Haces lo que te mandan y se acabó el asunto. Y a lo que te mandan te acostumbras… Lo terrible no es matar sino convertirse en oficinista de la muerte. Al convertirse en rutina, el matar a un judío o a un millón es lo mismo”.
Al convertirse en rutina, el matar a un judío o a un millón es lo mismo
“En aquella época se mataba a bastante gente, a muchos nacionalistas vascos, curas vascos, por ejemplo… A los que estaban en pelotones de ejecución les daban por la mañana un enorme tazón de coñac. Los tíos se presentaban voluntarios por el coñac. Porque el primer día, sí, es terrible, el segundo también, el tercero un poco menos y a los ocho días haces eso igual que si mataras conejos o mataras gallinas”, resumió Vilallonga.
Mirar hacia otro lado
José Luis de Vilallonga —escritor, aristócrata, 'bon vivant', biógrafo del Rey emérito y actor de Berlanga en la monumental trilogía ‘Nacional’— soltó varias bombas de relojería durante la Transición —en documentales (‘La vieja memoria’, Jaime Camino, 1977) y ensayos autobiográficos (‘La nostalgia es un error’, 1980)— que pasaron desapercibidas debido al contexto: el pacto de silencio de la Transición. “Es uno de los pocos verdugos españoles que confesó espontánea y públicamente, y sin ninguna obligación institucional de hacerlo… En otro país, una confesión tan chocante podría haber creado una conmoción. Pero no en España… No logró remover los relatos ni escandalizar al público. Apenas hubo reacciones ni eco en los medios de comunicación”, cuentan las catedráticas Paloma Aguilar y Leigh A. Payne en ‘El resurgir del pasado en España’ (Taurus, 2018), ensayo histórico sobre el manto de silencio que cubrió la Transición.
Escriben las autoras:
1) “España fue vista como un modelo de transición de la dictadura a la democracia… No obstante, en el contexto mundial actual, que insiste en que lasviolaciones de derechos humanos no quedan impunes, algunas voces han comenzado a pensar en ese modelo de cambio como una reliquia, de una época en la que se creía que la paz y la estabilidad democrática dependían de la amnistía y el olvido, no de la justicia y la verdad”.
2) “Se conformó un entorno en el que el olvido deliberado de los acontecimientos más trágicos del pasado bloqueaba cualquier cuestionamiento de un relato basado en la reconciliación nacional y el reparto simétrico de culpas por las barbaridades cometidas”.
Los franquistas se beneficiaron mucho más de un relato nacional que dictaba que "todos somos culpables"
3) “El mito de la Transición española, en cuanto que tránsito pacífico y ejemplar, choca frontalmente con las elevadas cifras de violencia política y represión estatal que encontramos durante ese periodo. Por otra parte, el énfasis en la moderación y las cesiones mutuas desde el inicio de la Transición suele dejar de lado las asimetrías de poder existentes en el proceso negociador entre la fortaleza de los franquistas moderados y la debilidad de la oposición democrática... El consenso tan amplio que suscitó la política de reconciliación nacional, cimentada en el pacto de olvido, contribuye a la interpretación de que la Transición se basó en la paz, la moderación y la cesión mutua entre iguales”.
En efecto, lo de la “cesión mutua entre iguales”, mito fundacional de la democracia española reivindicado a diario por nuestros políticos, tiene algo de fantasía construida 'a posteriori'. Las valoraciones retrospectivas del consenso suelen pasar por alto la correlación de fuerzas de la época. “La capacidad de negociación y presión de la oposición democrática era mucho menor que la de los moderados del régimen (…) Esa asimetría de poder pone en cuestión la idea del consenso: antes de las primeras elecciones, la oposición democrática, más que negociar, aceptó y toleró el ritmo y las condiciones de una Transición dictada por los moderados del régimen franquista... Los franquistas se beneficiaron mucho más de un relato nacional que dictaba que ‘todos somos culpables’, fusionando, de forma interesada, los crímenes cometidos por ambos bandos en la Guerra Civil”, se lee en el libro.
Sacar los pies del tiesto
El estudio del caso Vilallonga, por tanto, funciona en el libro a modo de excepción que confirma la regla: el hombre que sacó los pies del tiesto durante la Transición y solo logró que todo el mundo mirara hacia otro lado por si se desplomaba el frágil chiringuito democrático.
Vilallonga oscureció el tono del relato de sus días de verdugo según se fue acercando su muerte (2007). Del desparpajo rozando la frivolidad de la Transición —cuando hablaba con honestidad brutal, pero también con la ligereza del que recrea un episodio tan brutal como costumbrista— al tono crepuscular no exento de crítica y arrepentimiento de sus últimos días...
“No me siento en absoluto orgulloso de haber participado en una guerra (…) durante la cual se cometieron salvajadas. Tampoco creo que haya sido motivo de orgullo haber servido, sin rebelarme, a las órdenes de despreciables individuos cuyo único oficio era matar (…) Siento todavía vergüenza por haber intervenido (…) Siento como algo ultrajante el haber cooperado en aupar hasta la cúspide de la pirámide a un ser deleznable y cruel… Tardé mucho en poder tratar este episodio tomando las distancias necesarias”, escribió en sus ‘Memorias no autorizadas’ (2000).
Conclusión de Aguilar y Leigh: “El carácter demoledor de su autocrítica, y la vergüenza y el remordimiento que en él suscitaba su pasado aportaban a la confesión de Vilallonga una dimensión totalmente nueva… Todo el abanico de actuaciones confesionales de Vilallonga conforma un relato perturbador: rompe el silencio sobre el pasado, reconoce las ejecuciones ilegales masivas del bando franquista y admite las atrocidades cometidas, asumiendo la responsabilidad de las fechorías y sacando a la luz pública su pasado”.
Un pueblo que pierde la memoria histórica es un pueblo enfermo
En un documental de 2003 —’Las fosas del silencio’—, Vilallonga dio un paso político más allá: “Un pueblo que pierde la memoria histórica es un pueblo enfermo… Me ha dado mucho miedo, durante mucho tiempo, pensar que en España habíamos hecho cruz y raya, que ya nos hemos olvidado… Yo creo que hay que saber, hay que saber que en tal pueblo hay una fosa común con 50 muertos, por qué murieron y quién los mató. Todo eso, cuanto más se sepa, mejor...”.
Resumiendo: José Luis de Vilallonga, grande de España, 'rara avis' y heterodoxo de leyenda.
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