Si en este país parece que el tiempo no pasa es porque, efectivamente, no pasa. Por eso de vez en cuando tenemos que escribir sobre Franco, porque Franco todavía no se ha ido, continúa tapándonos la luz como un eclipse de luna con perfil de peseta. Después de una agonía de meses, en la que intentaron prolongarle la vida al estilo de una película de terror, con cables y sondas y científicos locos, su cadáver sigue incrustado en el imaginario colectivo gracias a la desfachatez de millares de crímenes impunes, a la desvergüenza histórica, a la desmemoria popular y a los esfuerzos subvencionados de una fundación inmunda que lleva su nombre. Yo mismo imaginé en una novela la historia de Franconstein, donde el dictador consigue la vida eterna gracias a milagros médicos inverosímiles y a transfusiones de sangre que le permitían seguir gobernando en silla de ruedas, participando en fusilamientos de perdices, jabalíes, conejos y disidentes.
Los idólatras del franquismo siguen de juerga y gozan de una excelente salud. A Idi Amin lo echaron de patadas a Alemania por preguntar cómo no habían levantado una estatua a Hitler, pero le habría encantado venir a España y visitar el Valle de los Caídos. Viene aquí un genocida africano a alabar a Franco y lo nombran doctor honoris causa por la Universidad Rey Juan Carlos. Al género zombi, magnífico artificio del genial George A. Romero, España le ha añadido un toque documental. Tanto hablar del desprecio a las víctimas y a los familiares de las víctimas cuando vivimos en un país con docenas de miles de tumbas anónimas, millares de asesinatos sin investigar, de masacres sin castigo, de viudas desconsoladas, de huérfanos perdidos, de interrogantes vivos que se preguntan qué pasó con su padre, con su madre, con sus tíos, con esa media España que no era de charanga ni de pandereta, esa media España que salió por piernas hacia Francia, hacia México, hacia Argentina, la media España que aún está enterrada en las cunetas.
El franquismo, esa metástasis católica del fascismo, no sólo pervivió triunfalmente cuatro décadas en nuestro país, arrasándolo con cárceles, campos de concentración, robo sistemático de bebés y leyes hediondas, sino que sus efectos secundarios persisten hasta hoy en día. No hay más que escuchar los chistes de esos caricatos que dicen que ya está bien de hablar de franquismo, el mismo chiste que inventó Franco cuando aconsejaba a uno que hiciera como él y no se metiera en política.
No hay más que escuchar el testimonio de las víctimas torturadas en las comisarías, de los viejos apaleados, de los que entonces eran críos y fueron machacados a golpes en los sótanos de la Puerta del Sol hasta ayer mismo. Símbolo perfecto de esa ignominia, Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, aún disfruta de la pensión y la medalla de plata al Mérito Policial que le concedió Rodolfo Martín Villa, aún pasea tranquilamente por las calles sin que lo molesten los espectros de todos los inocentes que mató ni las denuncias de las víctimas que torturó y violó. Si en vez de trabajar en la Brigada Central de Información, hubiera hecho esas mismas salvajadas en la Gestapo, hace tiempo que lo hubieran juzgado y condenado. Eso sí, en Israel, porque Spain is different.
Sabemos por experiencia que no conviene echar las campanas al vuelo con las jugadas de apertura de un nuevo gobierno del PSOE, pero tanto el rescate del Aquarius como el anuncio del traslado de los restos del Caudillo fuera del Valle de los Caídos son grandes noticias que deseamos que vayan más allá del titular, más allá del escaparate. Al fin y al cabo, en el PSOE han tenido más de veinte años en el poder para pasar esa página, pero siempre tenían otra cosa qué hacer. Nunca es buen momento para enterrar a Franco.
Antes era demasiado pronto para hablar de exhumar a las víctimas del franquismo, ahora ya es demasiado tarde, igual que en aquella toma de posesión de Groucho Marx en que primero hablaban de los temas viejos, un ministro decía algo de los impuestos, Groucho le respondía que era un tema nuevo; pasaban a los temas nuevos, el ministro volvía a soltar el tema de los impuestos y le decían que ya era un tema viejo. No se puede olvidar algo hasta que se recuerda, no se puede pasar página hasta que se lee la página. La página está escrita con ríos de sangre seca, con miles de huesos humanos, con llantos sin consuelo, pero también con las miasmas de un dictador inmundo. Habrá que leerla de una vez, entenderla, enterrarla y olvidarla. Es la única forma de que el futuro no siga escribiéndose en pretérito imperfecto.
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