«Los españoles eran los más difíciles de matar», es una frase de Franz Ziereis, comandante de Mauthausen. Un psicópata semianalfabeto, pero que estuvo a cargo del campo rodeado de su familia. Es la frase que más me llama la atención del cómic El fotógrafo de Mauthausen (Norma, 2018) dibujado por Pedro J. Colombo y Aintzane Landa con guion de Salva Rubio. Me encuentro con el propio guionista en un bar y es lo primero que le pregunto. A qué se debe esa sentencia. Y es la clave de toda la obra que acaba de publicar.
Los españoles que huyeron a Francia tras el fin de la guerra civil (aunque Salva se niega a denominarla así, considera que desde el momento en que alemanes e italianos combatieron con sus uniformes nacionales para derribar la República no era simplemente un conflicto civil) ingresaron en campos de concentración en 1939, me explica. Tras años de guerra y después de ese confinamiento, fueron a los campos nazis. Estaban ya curtidos.
«A los refugiados españoles les metieron en campos de concentración en Francia, y cuando llegaron los nazis le preguntaron a Franco y Serrano Suñer qué hacer con ellos. Estos contestaron la famosa frase, histórica, de “si no están en España no son españoles”. Eran apátridas desde entonces. Y no tenían patria, pero los nazis les pusieron un distintivo que es un triángulo azul con una “S” específico para españoles. Fue irónico», detalla Salva.
En 2004, este guionista leyó el libro de Benito Bermejo Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen y ahí descubrió un dato que desconocía: hubo 9328 españoles en campos de concentración nazis, 7532 solamente en uno. «No me lo creía cuando lo leí, si España no había participado en la guerra», reconoce. A partir de ahí siempre tuvo en mente escribir su historia. Primero, porque no se había contado; segundo, porque eran héroes. «Ellos no perdieron su guerra, aguantaron, resistieron, sobrevivieron y se vieron con sus guardianes y verdugos en Núremberg».
Fueron cinco años enteros de cautiverio en los campos, hasta 1945, cuando el III Reich se desintegró ante los avances aliados. Para esa fecha habían muerto unos 5000 solo en Mauthausen. «Estuvieron entre los primeros en llegar a los campos de concentración —la Conferencia de Wannsee donde se aprueba la «solución final» fue en 1942, Francisco Boix llegó en 1941, pero en agosto del 40 es cuando llegan los primeros españoles, los famosos del Convoy de los 927—, venían de pasar hambrunas en la guerra, cuatro años de conflicto, la dura huida de España, el tiempo en los campos franceses, luego los stalags de la Wehrmacht, hasta que llegaron a Mauthausen. Ahí ya estaban muy endurecidos y sobre todo habían creado redes de compañerismo muy sólidas, podían confiar los unos en los otros y se ayudaban mutuamente de forma constante. Eran ladrones, sobornaban, creaban mentiras para alarmar a los nazis… actuaban de forma coordinada».
De esta manera, al llegar al campo consiguieron hacerse con los mejores puestos de trabajo. Con trucos, sobornos, mentiras, como fuera, no se sabe, pero lo lograron. Al menos esto pudieron hacerlo una minoría, porque la mayoría se quedaron en la cantera. «Inicialmente todos pasaban por ahí, era como su bienvenida. Los que lograron colocarse fueron los prominenten, en el lenguaje de los presos, los enchufados, que tuvieron acceso a posiciones que garantizaban su supervivencia, pero desde ahí siguieron combatiendo en la medida en que les fue posible».
Su situación no era equivalente a los europeos de territorios ocupados que habían sido detenidos en sus casas y llevados a los campos de repente. Según explica Salva: «Cuando entraba un francés o un holandés en el campo estaba asustado, si recibía una paliza experimentaba un estrés tremendo, y como no tenía amigos en el campo moriría pronto, eso a los españoles no les pasaba, les pegaban y les humillaban pero habían aprendido a resistirlo, les daba igual. Un caso muy ilustrativo, por ejemplo, es que una vez a uno de ellos que tenía una fiebre tremenda en lugar de ir a trabajar le ocultaron sus compañeros en una pila de cadáveres como un muerto más hasta que se recuperó y sobrevivió, este apoyo de grupo no lo tenían los presos de otras nacionalidades».
Su adaptación llegó a niveles un tanto grotescos. Los españoles estuvieron entre los pocos a los que los que los nazis les permitían tener una rondalla, una orquesta. «A los nazis les hacía gracia», explica Rubio, «también está el caso de Carlos Greykey, ecuatoguineano, que era un prisionero español, pero sobrevivió porque era negro y entonces le pusieron de camarero, también porque les hacía gracia, les gustaba tener un sirviente negro, es horrible, pero gracias a eso sobrevivió».
La lucha que mantuvieron desde sus puestos se tradujo a algo tan trivial como tirar una copia más de las fotografías que se sacaban en el campo. Los nazis querían tener pruebas de que la gente que moría en Mauthausen lo había hecho por intentar escapar o porque se habían suicidado. Además, hay que tener en cuenta que el hecho de que los guardias tuvieran un fin de semana de permiso por cada preso abatido tratando de huir no hizo más que aumentar la mortalidad en el campo y la necesidad de disfrazar esos crímenes, algo que se hacía mediante un informe de supuesta investigación y unas fotos del caso. Para los diferentes archivos del Reich les exigían que sacasen cinco copias de esas fotos. Cuando un español, Francisco Boix, llegó a este puesto en el campo, se encontró con que un polaco, Stefan Grabowski, que lo ocupaba antes, ya había tirado una sexta copia de cada negativo y las había escondido. El español siguió haciendo lo mismo.
No sabían para qué podía servirles, pero entendían que en el futuro igual sería útil. Las escondieron en los puntos ciegos del campo, lugares como la lavandería a la que solo accedían los prisioneros. «Lugares que olían tan mal que los nazis ni entraban», apunta Rubio. A día de hoy existe la teoría de que solo se ha rescatado un diez por ciento de las fotografías que se robaron, pero al menos las que aparecieron se proyectaron en los juicios de Núremberg y, explicadas, sirvieron para imponer condenas con las que se ejecutó a responsables de la política racial del Reich. Pese a todo, recalca el guionista, «Boix solo pudo mostrar dieciocho, no le dejaron enseñar más por falta de tiempo o desinterés».
Francisco Boix, que se jugó la vida junto a tantos otros para que esas fotos llegasen a los juicios, está enterrado en el cementerio de Père Lachaise. Sus restos fueron trasladados ahí el año pasado, ahora descansan entre los de los miembros de las Brigadas Internacionales franceses y los luchadores de la resistencia. En España no es tan popular ni ha recibido muchos honores.
Para reconstruir su historia, Salva tuvo que viajar hasta Austria: «Su figura me resultó apasionante desde que la conocí; sabía los hechos, pero no cómo ocurrieron, así que para relatar todo lo que le pasó me fui a Austria y allí contacté con historiadores expertos de los archivos del Ministerio del Interior que me decían al menos cómo no pudieron ocurrir las cosas».
Otra circunstancia con la que tuvieron que lidiar los internos era con los delincuentes comunes alemanes, que eran ingresados en los campos en calidad de Kapos, un estatus superior, y cometían tantas abusos como los guardias o más. «No eran presos políticos, sino asesinos, violadores y ladrones, y eran los jefes, podían abusar de los otros presos. Le decían a algunos: “tienes diez minutos para colgarte con tu propio cinturón o te matamos a golpes, tú eliges”. Se sabe por los testimonios de los supervivientes del campo que a veces querían violar a algún chaval joven y hubo casos en que lo españoles lo impidieron enfrentándose a ellos».
Pero la historia no se queda solo en un caso de heroísmo. «De sufrimiento y resistencia», en palabras de Rubio. Aunque el cómic sea una reproducción de los hechos históricos, hay un personaje, el SS Paul Ricken, que parece sacado de una película de Jörg Buttgereit. Un individuo que se recreaba fotografiando a los cadáveres, los movía para que tuviesen posiciones sugerentes, calculaba la luz para que fuese perfecta. Hacía verdaderas composiciones artísticas, para lo que contaba con la asistencia de Francisco Boix. Precisamente por eso se conocen las parafilias de este SS. Había fotografías en las que aparecía el propio Ricken tumbado en el suelo fingiéndose muerto. Francisco dejó escrito en el reverso que el SS solía hacerse este tipo de fotos con el disparador automático.
Al final del cómic hay un apéndice que amplía la información histórica. De Ricken se cuenta que era un estudiante apasionado por los mitos germánicos, lo que le llevó a militar en el NSDAP el 1 de febrero de 1932. Un año antes de la toma del poder. Se enroló en una unidad motorizada, pero hasta que estalló la guerra daba clases en un instituto, en Essen. Sus funciones, en sus palabras, fueron: «Mis tareas en el servicio de identificación consistían entre otras cosas en completar los formularios de identificación de los prisioneros y fotografiar a los prisioneros fallecidos de muerte no natural o la intervenciones médicas y sus resultados para el médico de la SS local».
Las muertes no naturales, los suicidios o «ejecuciones durante tentativas de fuga» estaban infladas por falsificaciones de las verdaderas causas del fallecimiento. Ricken se dedicaba a eso, a lograr que las fotos quedasen bien. La mayoría de los muertos no había intentado huir, por lo que se dedicaba a escenificar la imagen para que así lo pareciera. Pero en esta prosaica tarea parece que puso excelso de celo. Cuenta el artículo de George Holzinger que recoge la obra: «En efecto, se mostraba particularmente atento a la composición de la imagen y la perspectiva, y hacía de cada instantánea una pequeña obra de arte, como si inmortalizara la belleza de la naturaleza en lugar de cadáveres».
Luego Ricken pasó al campo de Ebensee, donde había industria de guerra en la que trabajaban los internos bajo penosas condiciones. Cuando el Ejército Rojo se estaba aproximando, las instalaciones se trasladaron a Leibnitz. Los prisioneros fueron andando en una marcha de la muerte. Todo el que no era capaz de caminar era ejecutado in situ. Ricken supervisó todas estas operaciones. Después de la guerra fue detenido en diciembre de 1945 en Alemania, en Bielefeld, la zona de ocupación británica a la que había conseguido llegar. Para su fortuna, porque eludió la pena de muerte, fue condenado a cadena perpetua y logró ser liberado en noviembre de 1959. Terminó sus días trabajando de asesor de marketing en Düsseldorf, donde murió en 1964.
Mayor desilusión fue para muchos de los internos que, en la Europa comunista, fueran también perseguidos. A las purgas que hubo a todos los que habían combatido en España, se unió el anatema de Stalin a las víctimas del III Reich. Muchos supervivientes de campos de prisioneros fueron considerados traidores o posibles espías.
Del mismo modo, en España ha persistido durante décadas el olvido de la experiencia de estos españoles. En la dictadura, obviamente, pero también en la democracia. Para Rubio es un derecho conocer el pasado. Por eso sentencia: «Tenemos el deber de recordar, hay gente que se enerva y dice que es revanchista, se adscribe una intencionalidad a la tardea del historiador y mientras se le ponen dificultades, como todos los archivos que siguen inaccesibles en España ¿Por qué? ¿Quién no quiere que se abran?».
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