https://elpais.com/elpais/2019/02/28/opinion/1551365375_397621.html?fbclid=IwAR0dT-K4tgtElumlYX6G_P9F0QWNSgzlt6i3boSc1CcyT7sU88n0-bcpLWw
Cada español que salió fuera tuvo que reinventarse
Cuando en febrero de 1939 las tropas del Ejército republicano se replegaron hacia Francia ante la imposibilidad de contener el avance franquista, hicieron el esfuerzo de cruzar la frontera de manera ordenada y con la cabeza alta. Los combatientes llevaban por dentro todo el dolor del mundo y estaban agotados y rotos, pero tenían también la profunda convicción de haber hecho cuanto estaba en sus manos para derrotar al enemigo y defender las libertades que la Repúblicatrajo a España y su proyecto de justicia social y modernización del país. Cada cual lo hizo a su manera. Y hubo seguramente de todo. Algunos lucharon más convencidos, otros con menos entusiasmo, y los hubo que lo hicieron obligados.
La situación era caótica, una inmensa cantidad de hombres y mujeres llenaba las carreteras, y corrían todos las mayores penalidades con tal de evitar las represalias que se avecinaban, la muerte y la cárcel, la pérdida de un mundo que se venía abajo. El caso es que se consiguió que una parte importante de las tropas republicanas pasara a Francia en perfecta formación. Ahí estaban, podían haber sido derrotados pero conservaban la dignidad intacta y vivos los valores por los que habían batallado. Algunos pocos pudieron regresar para seguir defendiendo lo que todavía quedaba de República, pero la gran mayoría terminó en los campos de concentración que se habilitaron de cualquier manera para hacer sitio a esa marea humana que consiguió escapar de la dictadura que se venía encima. Empezaba para todos ellos el exilio, los exilios, muy diferente el de cada uno. Cómo sobrevivir, cómo empezar de la nada y, en muchos casos, sin nada. Cómo tirar adelante, cómo inventarse de nuevo.
Se conoce mal y se ha contado muy poco lo que significó para tantos españoles esa enorme travesía que empezó durante aquellos días, hace ahora ochenta años. Ferran Planes fue uno de ellos. Durante la guerra llegó a ser teniente de la Comandancia de Artillería del IX Cuerpo de Ejército y terminó escribiendo sus peripecias en una reveladora crónica que tituló El desbarajuste. “Yo seguía en mis trece: democracia de tipo occidental, antifascismo, y me oponía al marxismo, porque no admitía la falta de libertad ni clase alguna de dogmatismo”, apunta allí cuando narra el momento en que muchos soldados republicanos formaron una Compañía de Trabajadores Extranjeros que colaboró en la construcción de una suerte de “segunda línea Maginot” para frenar el avance del nazismo en tierras francesas. Le tocó vigilar el trabajo de su sección junto a un tipo que procedía de Bretaña. “Y el caso es que yo”, escribe, “que no era francés, me interesaba apasionadamente por aquella guerra, con la que vinculaba el porvenir del mundo (...), mientras él sólo soñaba con el regreso al hogar”.
Fue precisamente eso, el hogar, lo que perdieron los españoles que no tuvieron más remedio que partir. Muchos de ellos no consiguieron nunca irse del todo. Tenían siempre la maleta lista para volver. Así que vivieron en el filo de una navaja. A un lado, el mundo que habían dejado atrás; al otro, aquél en el que les tocó salir adelante. Cuando por fin consiguieron regresar, quién sabe si con la esperanza de retomar el hilo donde lo habían dejado, descubrieron que su hogar ya no era el mismo, y que tampoco ellos mismos se reconocían. Si alguien les hubiera preguntado quiénes eran, seguramente habrían contestado como Ulises a Polifemo: “Mi nombre es nadie”.
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