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Su voz se calló para siempre en el frente o ante un pelotón de fusilamiento, pero también hubo una muerte metafórica: la de los silenciados y exiliados. Además de los artistas, muchos payos, los gitanos de a pie combatieron durante la guerra civil
El quejío ya era queja antes de que la república fuese bandera. Cantaba el flamenco contra el abuso, la tropelía frente a la clase obrera. Quien dice obrero dice campesino, o sea, jornalero. O el que ni obra ni jornal vea. Ya Riego fue objeto de chanza. Luego la tricolor y el viva España, aquella. Llegó la guerra, la espantá, la muerte: ven y ve, beribén.
“Pasaron de estrellas a casi parias, cantando para los señoritos en los reservados de los prostíbulos sevillanos de la Alameda de Hércules, donde ellos también se prostituyen artísticamente porque tienen que adaptarse a las veleidades de quienes mandan, no sólo aristócratas, sino también militares y empresarios que se han enriquecido”, explica Juan Vergillos, autor de Las rutas del flamenco en Andalucía.
El estudioso jondo salta de la Segunda República a la posguerra, un brinco sobre la trinchera en la que perdieron su cante el Corruco de Algeciras, Chaconcito o el Carbonerillo, maldito sea el dinero. Muertes físicas o metafóricas, separaciones del cuerpo y la voz. El Chato de Ventas, por ejemplo, fue encarcelado en Cáceres cuando regresaba de una gira y condenado a la pena capital, aunque falleciese en provincias.
“Tras el juicio sumarísimo, murió en prisión a causa del miedo y el estrés”, afirma el flamencólogo Francisco Zambrano, quien lo colma de adjetivos. “Republicano declarado, cantaor jocoso y graciosísimo”. Un infarto, detalla el médico pacense, pese a que la nieta de Pedro Martín sostiene que lo fusilaron, tal y como apuntan José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz en el Diccionario Enciclopédico Ilustrado del Flamenco. La insuficiencia cardíaca como eufemismo del balazo, si bien lo único cierto y acertado son sus fandangos republicanos.
Vallejito, afiliado al Sindicato de Artistas Flamencos, desapareció o lo desaparecieron. Chaconcito cayó en la defensa de la capital, aunque alguien vio su precoz cabeza sangrar por las calles de Barcelona antes de exiliarse en Le Péage-de-Roussillon, donde fallecería en 1985. “Rita la Cantaora pereció durante un bombardeo en el Madrid del no pasarán, a pesar de que sus biógrafos escribieron que murió por avatares de la guerra civil”, asegura el cantaor Juan Pinilla, mientras que otras fuentes señalan que fue evacuada a Zorita del Maestrazgo, donde una insuficiencia cardiaca se la llevó en 1937.
Lo que queda claro es que todos padecieron del corazón, como Angelillo, “símbolo del exilio concienzudamente republicano, borrado hasta de los créditos de las películas”, añade Pinilla. El antimonárquico Manuel Vallejo caería en el ostracismo y los ataques de epilepsia, fruto de los padecimientos durante la contienda, forzaron a retirarse a Guerrita años después de ser apaleado por unos tipos que lo confundieron con el torero falangista de idéntico nombre.
Una paradoja de la que también fue víctima, con fatal resultado, el Corruco de Algeciras, reclutado a la fuerza por las tropas nacionales a su paso por Cádiz. “Un amigo consiguió que no lo encarcelasen porque carecía de delitos de sangre, pero el cantaor republicano por antonomasia tuvo que alistarse en el bando franquista y fue abatido en la batalla del Ebro por fuego amigo”, recuerda el autor del libro-disco Las voces que no callaron: flamenco y revolución.
Lo mataron quienes escuchaban su Lleva una Franja Morá / ¡Ay! Un Grito de Libertad, que homenajeaba a los capitanes Galán y García Hernández, fusilados en 1930 por sublevarse contra la monarquía: “Un grito de libertad / tembló el trono y la corona / y con dolor hizo triunfar / la República española”. Faltaban cuatro meses para que se exiliase Alfonso XIII y ocho para que amortajasen al Corruco con el uniforme franquista, que también vistió obligado el Chaqueta, aunque él pudo contarlo.
“Quienes se significaron políticamente durante la Segunda República, pagaron las consecuencias. Unos murieron en combate y otros fueron detenidos o ejecutados”, explica Sara Pineda Giraldo. Luego están las voces silenciadas, muertas en vida. “Anularon su carrera profesional al vetarlos. A José Cepero no lo llamaba nadie, mientras que algunos dijeron adiós a sus letras comprometidas y adoptaron un perfil más bajo”, añade la autora de La II República a compases flamencos (Universidad de Sevilla).
La Niña de los Peines, por ejemplo, tuvo que colgar del puente de Triana “banderitas gitanas” en vez de “banderas republicanas”, aunque saboreó el éxito durante una década. Tampoco le fue mal a Juanito Valderrama, quien había cavado trincheras en el bando republicano antes de cantarlas. Escribió de él Antonio Burgos: “Para los copleros era usted un cantaor y para los flamencos, un cancionero. Como para los progresistas era un símbolo del franquismo, sin saber su pasado de soldado de la II República, y para los franquistas era usted un flamenco que había estado con los rojos”.
Una figura controvertida, como tantas moldeadas por las circunstancias. “No creo que Manolo Caracol, quien tomó parte por la República, formase parte de la cuadrilla de falangistas que obligó a Antonio Mairena a cantar el Cara al sol”, afirma Pinilla. En cambio, se arrodilló ante Franco para pedirle que le permitiese abrir el tablao Los Canasteros, Teatro Real de los Gitanos, “donde se daban cita artistas, intelectuales y toreros”, como reza la placa instalada por el Ayuntamiento de Madrid en la fachada de la calle Barbieri, 10.
Sobre Mairena escribe en Historia Social del Flamenco Alfredo Grimaldos: "Era republicano, gitano y cantaor. Mala carta de presentación para sobrevivir en el horror de la posguerra en Sevilla". Peor lo pasaron el Sevillano en el campo de concentración murciano de Las Agustinas y Canalejas de Puerto Real entre rejas, recuerda Sara Pineda, la misma suerte que corrieron Luis Caballero Polo —de padre fusilado— y el Niño de Cazalla —boicoteado y hambriento, por si no bastase que le destrozasen sus discos originales de pizarra—.
La alternativa a la cárcel, destino del letrista rojo Ramón Perelló, fue el exilio forzado y el destierro por si acaso. Angelillo, actor como el Niño de Utrera, huyó a Argentina, donde también recaló la bailaora Carmen Amaya y el tocaor Sabicas, quienes pondrían rumbo a México. También atracó en Buenos Aires Miguel de Molina, víctima de una paliza por su pasado tricolor y su presente homosexual. Entre los matones del coplero, José Finat y Escrivá de Romaní, director general de Seguridad, alcalde y gobernador civil de Madrid.
“No sólo fueron a por las figuras, porque en las fosas comunes también yacen humoristas, palmeros y otros trabajadores de la Ópera Flamenca, detenidos cuando estaban de gira y condenados a muerte por auxilio a la rebelión”, explica Juan Pinilla en referencia a las troupes que actuaban en plazas de toros y teatros entre 1920 y 1955, un subterfugio de los promotores para pagar un 3% de impuestos en vez del 10% que tributaban otros espectáculos.
Tampoco todos los caídos y represaliados fueron artistas. “Hubo una especial intención de reprimir no tanto el flamenco, como lo flamenco. La guardia civil acosó a los gitanos por cualquier aspecto de su vida cotidiana y su cultura, desde la gastronomía hasta la vestimenta, pasando por el cante. Pero conviene recordar que la ley de vagos y maleantes, que implicaba su hostigamiento explícito, había sido aprobada durante la República”, matiza el historiador Rafael Buhigas Jiménez.
La división entre lo gitano y los gitanos. Buenos y malos. Los del café cantante y los de la cueva. “Hay una bifurcación en el mundo de la representación. Por una parte, se crea una aristocracia del flamenco, en la que abundan los payos y cuyo escenario son los teatros. Un producto exportable que beneficia a la industria del turismo. Por otra, la vertiente social, escondida y al margen de esa élite, protagonizada por gitanos que siguen cantando en su día a día, algo que no gusta al régimen”, critica Buhigas.
“Al final se extrae lo flamenco, se exotiza y se capitaliza. La tradición popular sigue existiendo, sin embargo no interesa”, añade el historiador, quien considera procedente una autocrítica. “Se habla de la represión y el exilio que sufrieron los flamencos, pero suelen ser payos o gitanos dentro de un mundo aceptado y normalizado. Sin embargo, el romaní de a pie fue reprimido no sólo por las letras de sus cantes, sino por otras variadas razones, incluso antes del franquismo”.
Pasarían muchos años para que el nacionalflamenquismo diese paso al flamenco protesta, que también sería objeto de persecución por parte de la dictadura. Manuel Gerena, José Menese o el Cabrero, quien heredaría los fandangos republicanos del Chato de Ventas, surgen como las voces del compromiso. Sin embargo, la peor parte se la llevaría el Piki, cuyo cuerpo apareció en 1980 en la cuneta de la carretera que lleva a Barajas, y Luis Marín, militante de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), atropellado por un militar ultraderechista que nunca pisó la cárcel, según Pinilla.
Curro Albayzín se libró de un tiro que salió de la pistola de un militante de Fuerza Nueva por cantar a Lorca, mientras que Paco Moyano sufrió torturas y prisión, hasta el punto de que cuando los GRAPO secuestraron a Antonio María de Oriol fue detenido por la Guardia Civil por supuesta relación con la banda terrorista. En el momento de su arresto, en diciembre de 1976, se encontraba en libertad provisional bajo fianza tras ser acusado de pertenecer al PCE (r), el brazo político de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre.
“Tanto el Piki como Marín estaban muy significados políticamente. Eran abiertamente de izquierdas y fueron sacudidos por los últimos coletazos de la dictadura, porque Franco murió, pero los franquistas no”, explica Sara Pineda. “Otros habrían corrido un gran riesgo si prosperase el golpe de Estado de 1981, como el bailaor Antonio Gades, presente en la lista negra de los fusilables de Tejero”, añade Pinilla, cuyo bisabuelo yace en la misma fosa común de las Trece Rosas. “A él no le pegaron un tiro, sino que le practicaron una lobotomía”. Rafael Molina era el alcalde socialista de Huétor Tájar.
No todos los cantaores fueron republicanos, como tampoco gitanos. Juan Vergillos deja claro que el arte se ha nutrido de las clases populares, con excepciones. Antonio Ranchal, conocido como el aristócrata del cante, pertenecía a una familia de terratenientes. “El flamenco no es de izquierdas, porque también los hay de derechas, como la vida misma”, deja claro el periodista e investigador, quien recuerda su “impacto social” durante la República, cuando “su sostén era el pueblo”, que llenaba plazas de toros.
Pinilla matiza que puede ser apartidista, pero no apolítico. Una protesta frente a la injusticia con ramalazos ácratas, lo que acercaría al género más a la izquierda que a la derecha. “El flamenco nace de la clase trabajadora y sus letras, aunque también hablasen del amor y la muerte, criticaban al poderoso”. Lo cual no impide que, sobre todo a partir de 1939, haya gozado de la “aceptación de una minoría elitista de la sociedad”, recuerda Vergillos.
Francisco Zambrano no encuentra voces de protesta política en Extremadura. “Tiene más de queja que de reivindicación”, afirma el biógrafo de Porrina de Badajoz, quien tampoco conoce a ningún cantaor de su región que guerrease contra Franco. “A Pepe el Molinero, de Campanario, y a Pepe Palanca, de Marchena, la guerra los pilló en el bando republicano, pero no está claro si combatieron en sus filas. En todo caso, no había reivindicación en su cante”. José Lebrón Pérez estaba en Madrid, "pasando, como pudo, a la [zona] nacional", escribe Daniel Pineda en Pepe Palanca y el flamenco de su época, publicado en la Revista de Flamencología.
Tampoco cree Zambrano que lo hiciesen los gitanos, quienes evitarían la masacre de Badajoz cruzando la Raya. “Antes de la batalla, casi todos se pasaron a Portugal y, cuando ya no había peligro, regresaron y se instalaron en la Casa de Todos”, asegura. Allí también fueron a parar el niño Porrina y su madre, quienes habían permanecido durante la toma de ciudad, donde encontró la muerte su padre.
“A Juan Salazar Molina, tratante de ganado, lo mató el bando nacional porque, según decían, era un piante. O sea, largaba mucho en los bares a favor de la República. Aunque, más que por una cuestión política, lo hacía porque le venía bien, pues se identificaba a favor de quien le compraba el ganado. Es la única connotación ideológica republicana en la región”, concluye el autor de El flamenco extremeño en acrósticos. Francisco Espinosa documenta la muerte de Juan Salazar Molina, de 47 años y esquilador de profesión, en La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz (Crítica).
Rafael Buhigas afirma que en los expedientes del Archivo de Salamanca consta la represión que sufrieron comunistas, anarquistas y gitanos. “Estos combatieron junto a los guardias civiles que no se sublevaron en el frente de Extremadura, aunque tradicionalmente se ha venido diciendo que el romaní es un sujeto pasivo, cuando no un objeto, en las contiendas, sobre todo en la guerra civil. Sin embargo, hubo una participación consciente y una lucha política, fuese de un signo u otro, como refleja la presencia de gitanos de extrema derecha entre los Legionarios de Albiñana”, apunta el historiador.
Ya en octubre de 1936 rechazaba los estereotipos el pintor vanguardista Helios Gómez en la revista Crónica, donde los definía como “parte activa de ese pueblo español que se está jugando épicamente la vida y el futuro en la guerra civil”, escribe María Sierra en Helios Gómez: la invisibilidad de la revolución gitana. La catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla recuerda que el también sindicalista y poeta gitano, conocido como el artista de corbata roja, defiende que “el triunfo de la causa obrera será también el alba de su nacimiento a la ciudadanía de pleno derecho”.
Primero anarquista y después comunista, el pintor negaba que fuesen “uno de los componentes de lo que hemos dado en llamar la pandereta española”, como le planteaba el periodista. Al contrario, “lo pícaro y lo pintoresco con que especulaban el señoritismo y los intelectualoides se han transformado, sorprendiéndolos, en un formidable dramatismo, en una heroica epopeya popular”, añadía Helios Gómez. “Con los gitanos ha ocurrido lo mismo. Esta guerra es su justificación y su reivindicación”.
Y, a continuación, enumeraba sus hazañas en el bando republicano: “En Sevilla, los gitanos de la Cava, de Pagés del Corro y del Puerto Camaronero estuvieron diez días batiendo desesperadamente contra Queipo de Llano. En Barcelona, los gitanos de Sans, la barriada de mayor significación proletaria, fueron los primeros que se movilizaron, y con escopetas de caza, con viejos pistolones, con navajas, cortaron el paso, en la plaza de España, a las fuerzas del Cuartel de Pedralbes”. Él mismo participó en la defensa de la capital catalana.
No termina aquí la retahíla del pintor vanguardista: “Luego he visto a los gitanos batirse como héroes en el frente de Aragón, en Bujaraloz y en Pina. Gitanos vinieron con la columna Bayo a Mallorca y desembarcaron en Puerto Cristo, y allí, en una centuria del Partido Socialista Unificado de Cataluña, había gitanos que pelearon como leones en un parapeto que se llamó de la Muerte. Y ahora mismo, en una columna de Caballería que se está formando, los primeros inscritos son gitanos”. En su caso, Helios Gómez no cita a flamencos con nombres y apellidos, muchos de ellos payos, sino a ciudadanos de a pie que dieron su vida por la Segunda República.
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