divendres, 29 d’octubre del 2021

Cuando los pelotones de fusilamiento de Franco tiraban a no dar: los hitos de la Zaragoza pacifista

 



La desgana con la que los soldados participaban en las ejecuciones que ordenaban los sublevados y los jueces de la dictadura en la tapia trasera del cementerio de Torrero supone otro jalón en la historia de una ciudadanía zaragozana que para entonces llevaba más de un siglo dando muestras de su rechazo al militarismo y a la violencia y que seguiría dándolas tras la dictadura

Homenaje a las víctimas del franquismo en la tapia del cementerio de Torrero. Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)

Explica Gumersindo de Estella, cura de la cárcel de Torrero de Zaragoza durante la guerra civil: "Casi siempre los reos quedaban, después de la descarga cerrada, con heridas leves, ¡y los soldados se colocaban siempre a ocho pasos de los reos! Pero se veía que tiraban sin apuntar o apuntando a la pared, o a partes del cuerpo cuya herida no pudiera ser mortal”. Lo cuenta en sus memorias, en las que narra, rotundo, cómo “los soldados disparaban mal, de mala gana”.

Eso, según recoge el decreto por el que Gobierno de Aragón declara Lugar de Memoria la tapia del cementerio de Torrero, convertía los fusilamientos ordenados por los sublevados en “un drama cruel” con “repeticiones que prolongaban de manera escalofriante la agonía de los condenados” y con los oficiales que mandaban el pelotón rematando “a las víctimas con tiros de gracia, hechos que quedaron grabados para siempre en la memoria del religioso y de los soldados participantes en los fusilamientos, de todo lo cual dejó constancia escrita”.

La decidida mala puntería de los pelotones de fusilamiento militares, integrados por jóvenes movilizados conforme avanzaba la sublevación, durante la guerra civil y los primeros años de la dictadura no fue algo exclusivo de la capital aragonesa, donde, no obstante, tuvo unos rasgos de constancia que llegaron a sacar de sus casillas a los dirigentes de los sublevados.

”El disparar a no dar ocurría en muchas partes. Mucha gente desviaba el tiro para no ser culpable de una muerte, y a menudo los fusilados salían ilesos o resultaban heridos”, explica el historiador Antonio Peiró, especializado en el periodo de la Ilustración al siglo XX y autor de varios trabajos sobre la guerra civil como "Eva en los infiernos", en el que recoge y analiza las biografías de 781 mujeres asesinadas durante la contienda en Aragón.

Esa actitud, que también se daba entre los republicanos, tal y como narró Javier Cercas en “Soldados de Salamina”sobre el fusilamiento fallido del dirigente falangista Rafael Sánchez Maza en Girona, era especialmente frecuente y peculiar en Zaragoza.

La decidida desidia no impidió la matanza

Esa decidida desidia de los pelotones de fusilamiento no impidió, sin embargo, que los sublevados desataran una sangrienta y despiadada represión con “3.543 personas asesinadas en Zaragoza desde los primeros días del golpe de Estado hasta agosto de 1946. Las víctimas, de entre 13 y 84 años de edad, procedían de 322 municipios españoles. Muchas de ellas fueron asesinadas en la tapia trasera del cementerio”, recoge el decreto.

La resolución, que anota cómo “en la ciudad de Zaragoza se asesinó al 32% de las víctimas habidas en todo Aragón, muchas de ellas en las tapias del cementerio de Torrero”, documenta la procedencia de 665 de ellas (126 del partido judicial de Zaragoza, 113 de L'Almunia, 82 de Borja, 80 de Pina, 60 de Cariñena, 57 de Caspe, 43 de Belchite, 40 de Calatayud, 30 de Exeya, 15 de Daroca, 11 de Ateca y 8 de Tarazona), aunque para “un elevado número de víctimas no consta en el registro su procedencia”, lo que impide establecer una cifra concreta.

¿Y por qué allí? La cárcel de Torrero, inaugurada el 5 de octubre de 1928, “desde bien pronto se utilizó como lugar de detención, previo a las ejecuciones”, tras las que en una primera fase, en la segunda mitad de 1936, “tras ser asesinados, sus cadáveres quedaban abandonados a orillas del Canal Imperial, en los descampados de Valdespartera o en los barrios rurales dependientes de la ciudad de Zaragoza”.

La muerte tardaría años en cesar. A partir de 1940, según recogen Pilar Cifuentes y Julia Maluenda en “El asalto a la República". Los orígenes del franquismo en Zaragoza (1936-1939)”, “la capital centralizó prácticamente todas las ejecuciones” perpetradas en territorio aragonés. “Hay que tener presente -añaden- que, en la ciudad de Zaragoza, a la altura de ese año de 1940, había 20 juzgados militares dictando, de forma sistemática, sentencias condenatorias sobre los vencidos”.

“Los soldados tiraban muy mal”

“Más de una vez hemos oído repetir la descarga por falta de puntería de la tropa”, recuerda Ramón Rufat Llop, preso en Torrero entre noviembre de 1939 y mayo de 1942, en el libro “En las prisiones de España”, editado por la Fundación Bernardo Aladrén, en el que recoge cómo “durante los años de la guerra iba casi siempre la Legión Extranjera a formar el piquete; después se turnaban las fuerzas: una vez el Ejército, otra la Guardia Civil y otra la Guardia de Asalto por rigurosa rotación. Y cuando le tocaba al Ejército aquello era un verdadero desastre. Había tiros hasta para los gorriones y las palomas de la plaza del Pilar. Pero los reos tenían que morir y muertos quedaban”.

Ese hábito de tirar a fallar entre los miembros de los pelotones de fusilamiento de Zaragoza llegó a provocar situaciones tan surrealistas como escalofriantes, caso de la protagonizada el 17 de marzo de 1938 por el gobernador militar de la provincia, el general Francisco Raño y Carvajal, que se disponía a presidir las ejecuciones de dos mandos del ejército leal, el general José María Enciso y el coronel José María González Tablas. “le habían dicho que los soldados tiraban muy mal y no quería que esos dos señores fueran víctimas de la torpeza e incomprensión de los soldados”. “Deseaba evitar el espectáculo lamentable que se había repetido varias veces de permanecer buen rato los reos caídos en tierra con heridas leves y clamando que los rematasen”, cuenta Estella en sus memorias.

Año y medio después, y para evitar que las balas la derribaran en la larga y sangrienta represión que planeaba la recién estrenada dictadura, cuyos fusilamientos en ese paredón se prolongaron hasta mayo de 1950, la tapia trasera del cementerio fue reforzada.

A partir del 6 de noviembre de 1939, más de medio año después de haber acabado la guerra, fue revestida con “una larga tapia de tablones de más de dos metros de altura” que dejaba un espacio de un metro entre ambas y que fue “rellenado de tierra, para evitar que las balas rompieran los ladrillos”, ya que, en ocasiones, “alcanzaban a los ataúdes de los nichos”, narra Rufat, que llama la atención acerca de cómo “para sarcasmo de la ciudad, y del país entero, esta cuadrícula tétrica con alambrada estaba presidida a pocos metros por el busto de Joaquín Costa, monumento elevado sobre su tumba en la parte del cementerio reservada a los hombres laicos que morían sin confesión”.

El amago de motín del sorteo de quintas de abril de 1818

La actitud de los pelotones de fusilamiento de Torrero entronca con la tradición pacífica, pacifista y antimilitarista de una ciudad que, paradójicamente, incluye entre sus títulos oficiales los de “muy heroica” y “siempre heroica”, en referencia a los enfrentamientos ciudadanos con el ejército francés durante la guerra de la Independencia y con el carlista en una de las guerras sucesorias (el 5 de marzo de 1838 tras el asalto de las tropas de Juan Cabañero), pero cuya narrativa oficial obvia esa otra, contraria al uso de las armas, cuya primera manifestación documentada se encuentra, precisamente, entre esas dos fechas.

Ocurrió el 29 de abril de 1818, cuando se estaba realizando en las antiguas ‘escalericas’ de la plaza del Pilar, situadas entre las actuales calles Alfonso I y Damián Forment hasta la última remodelación de la zona en los años 80, un sorteo de quintas para el servicio militar, según cuenta Faustino Casamayor en su serie de 49 manuscritos titulada “Los años políticos e históricos de las cosas particulares ocurridas en la Imperial y Augusta Ciudad de Zaragoza”, una monumental crónica que abarca el periodo de 1782 a 1833 y en la que Peiró ha localizado este pasaje.

"Los mozos [cuyo destino militar iba a ser sorteado] estaban en lo bajo de la plaza”, la cual, como sus bocacalles, “estaban guarnecidas de tropa de infantería y dragones en mucho número”. Desde allí eran llamados “luego que salía su cédula” de identificación, y si no respondían al tercer llamamiento “sacaba la suerte uno de los chicos del hospitalico de niños huérfanos”. También lo hacían “sino la quería sacar el interesado, como sucedió muchas veces”.

Sin embargo, uno de los jóvenes que sí subió “a sacar su voleta” o bola con el destino, intentó antes de extraerla “revolver con la mano dentro de la cántara” (recipiente que se utiliza en sorteos), a lo que se negaron los responsables: “se le mandó no lo hiciera, sino que en su caso lo hiciera con la dicha cantara, y no con la mano dentro”, cuenta Casamayor.

¿Y por qué no iba a poder remover las ‘voletas’ si se trataba de un sorteo, en principio, limpio? ¿Ya se utilizaban las ‘bolas calientes’ para dirigirlos de las que se habla en las competiciones deportivas?

A los compañeros del joven les extrañó la reacción. Al insistir en que le dejaran remover las bolas, “se alborotaron los mozos de abajo gritando [que] tenía razón, y que debía resolverlas por lo que precisó que la tropa se mediase”. La mediación consistió en la llegada del “oficial de Dragones con su piquete”, cuya intervención aumentó el alboroto al haber “tirado algunos a tierra”.

El amago de motín duró “pocos instantes”, relata el cronista, que recoge cómo “sucedieron algunas desgracias especialmente en las señoras que fueron batidas y perdieron sus ropas, y aun algunos eclesiásticos que estaban junto a la puerta del Pilar adonde por refugiarse acudieron de tropel mucha gente, pero vuelto al sosiego se prosiguió el sorteo".

El arraigo del antimilitarismo y el pacifismo en una ciudad calificada de “heroica”

Todavía deberían transcurrir 90 años hasta la Semana Trágica de Barcelona, cuya crónica se escribió con la sangre derramada en la represión del primer gran plante insumiso del país, entonces contra la movilización para una guerra de África motivada por los negocios coloniales y en la que los muertos los ponían solo las clases populares.

La movilización se produjo “cuando se iba a enviar a jóvenes a África, pero pasaba lo mismo con la guerra de Cuba. El alistamiento se podía evitar si alguien sustituía a la persona que había sido destinada. Eso se hacía pagando, pero solo podía pagar quien podía”, explica Peiró, que ve “una componente de clase muy clara” en la oposición a las guerras coloniales.

“Era muy intenso el rechazo al trato de favor”, apunta, ya que permitía, si se disponía de una situación económica holgada, eludir la presencia en unos conflictos con una mortalidad muy elevada, ya no solo por las acciones de guerra sino por las condiciones sanitarias en las que se desarrollaban las campañas.

Años después comenzaron a convivir dos posicionamientos, uno de rechazo a las movilizaciones para intervenir en guerras y otro partidario del servicio militar obligatorio sin excepciones. Y siguieron haciéndolo hasta la desaparición de este último en el Estado español el 31 de diciembre de 2001.

Entre 1984, cuando comenzó a aplicarse la fallida regulación de la objeción de conciencia al servicio militar, y 2002, cuando este dejó de ser obligatorio, Zaragoza fue, junto con Iruñea, una de las capitales de la insumisión, un movimiento de rechazo a la mili cuyos miembros sufrieron en trece años, entre 1989 y 2002, más de 50.000 condenas, 1.600 de ellas con encarcelamiento.

Decenas de esos insumisos, que organizaron colectivos como CAMPI o COA-MOC, que sigue funcionando como Mambrú -ahora desarrollando tareas de apoyo a las personas refugiadas de oriente medio-, pasaron por la cárcel de Torrero, donde muchos de ellos participaron, en unos trabajos que prosiguieron en el penal de Zuera, en la recuperación y el archivo de la documentación sobre los represaliados por los sublevados en Aragón durante la guerra civil y los primeros años de la dictadura.

Las bases, las refractarias y las protestas contra las ejecuciones

Esos planteamientos pacifistas y de rechazo a la violencia, que convivieron con los que generaban el rechazo a la base militar aérea de EEUU en Zaragoza, a la presencia militar en San Gregorio y al uso de sus terrenos como campo de tiro, una actividad que ha provocado numerosos incendios forestales, y a la ubicación de un campo de tiro militar en el corazón de la reserva de la biosfera de Bardenas, habían tenido otros dos antecedentes sobre los que tampoco abundan las reseñas históricas: el movimiento de las refractarias, las mujeres que intentaron evitar la guerra civil, liderado por la zaragozana Amparo Poch, y las movilizaciones que a finales del siglo XIX dieron lugar a una infrecuente alianza de los movimientos libertarios y obreros con la burguesía liberal en el rechazo a la pena de muerte y a las ejecuciones.

Sucedió el 20 de septiembre de 1892, la víspera de la fecha fijada para la ejecución del encargado de la sombrerería Conesa y del sicario contratado por este y por la ya viuda, que había sido indultada unos días antes junto con un cuarto implicado, para acabar con la vida del comerciante.

El juicio, ampliamente cubierto por la prensa local, había dejado la sensación de que alguien de buena posición, o bien relacionado con el poder, había eludido el banquillo, lo que había ido generando una sensación de malestar que terminó estallando en forma de protesta masiva.

Ese día, una multitudinaria manifestación, a cuyo paso iban cerrando comercios y negocios, recorrió zaragoza para acabar en el Gobierno Civil, cuyo titular, abrumado por la confluencia de vecinos de todas las extracciones sociales y la participación en la protesta de concejales, diputados, representantes de las asociaciones de comerciantes y de las hermandades de labradores y miembros de las cámaras Agraria, de Comercio y de la Propiedad, además de responsables de la universidad, acabó tramitando al Gobierno una petición de indulto.

El perdón seguía sin llegar a la mañana siguiente, aunque eso tampoco significaba que la ejecución fuera a tener lugar, ya que la Audiencia no pudo "contratar bajo ningún precio a ningún operario" para levantar el patíbulo, según recoge el historiador Víctor Lucea en “Reos, verdugos y muchedumbres”. El indulto acabó llegando dos días después de la manifestación, la tarde del 22, con la ciudad en estado de tensión y el comercio cerrado desde el paso de la marcha de protesta.

Tampoco el papel de Amparo Poch y de la Liga Española de Refractarios a la Guerra, una entidad afiliada a la Internacional de Resistencia a la Guerra que lideró a partir de 1936 y que se empleó a fondo (aunque sin éxito) en intentar aplacar el ambiente de tensión y violencia previo al comienzo de la sublevación franquista, ocupa grandes espacios en los libros de historia

Con estrechos vínculos con el feminismo, fueron el primer movimiento organizado de orientación antimilitarista que funcionó en el Estado español, surgido en los últimos años de una Segunda República que, influida por la eclosión del pacifismo tras la Primera Guerra Mundial, llegaba a declarar en el artículo sexto de su Constitución su "renuncia a la guerra como instrumento de política nacional". No estaban en ningún bando, sino frente a todos ellos.