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Yo tenía veinte años cuando supe por primera vez de los maquis, los guerrilleros antifranquistas que prolongaron la guerra durante una década en los montes. Como tantos de mi generación, en los años noventa ese conocimiento del pasado reciente no te llegaba por la escuela o el instituto, ni por la inexistente memoria institucional, y a menudo tampoco en la familia, incluso si contaba con represaliados. Así que te alcanzaba por otras vías. De pronto caía en tus manos un libro, ni siquiera de historia: una novela. En mi caso fue La agonía del búho chico, del extremeño Justo Vila, mi primer contacto con lo que entonces todavía no se llamaba memoria histórica.
Recuerdo el impacto que me produjeron aquellas historias de hombres en el monte y mujeres en los pueblos, supervivientes todos: perseguidos y cazados como conejos ellos, aterrorizadas y humilladas con enorme crueldad ellas y sus hijos. Tan fascinantes como horribles, me provocaron el mismo asombro que otros personajes inverosímiles de aquella feroz posguerra: los topos, esos republicanos escondidos en sus casas, en un desván, tras un armario o una falsa pared, algunos más de veinte años recibiendo alimento por un hueco y viendo crecer a sus hijos como muertos en vida. Unos y otros, los guerrilleros pasando más de diez inviernos en la montaña, y los topos enterrados en sus casas, eran personajes increíbles, legendarios. Novelescos. A falta de otra memoria más que la ficticia, los veíamos con distancia, remotos: como si no hubiesen pasado cuarenta o cincuenta años sino varios siglos, personajes de un pasado mítico, alimento de cuentos y leyendas en los pueblos, carne de ficción, pura épica. La guerra civil era “nuestro western”, dijo un novelista, muy ingenioso él.
Se lo comentaba hace unos días a mi admirado Alfons Cervera, escritor valenciano que acaba de ver reeditada Maquis, una novela enorme que cumple veinticinco años. Le decía que, releída su novela en este 2022, las historias de esos hombres en el monte y mujeres en el pueblo me resultan hoy mucho más cercanas que cuando las leí por primera vez a finales del siglo pasado. Entonces estaban más cerca en el tiempo, incluso quedaban supervivientes, mientras que hoy apenas quedan hijos vivos. Y sin embargo en los años noventa, tras dos décadas de democracia, los maquis, topos y en general las víctimas del franquismo nos resultaban totalmente ajenas, no tenían que ver con nosotros, eran de otro tiempo, remoto, oscuro, inaccesible. Un western. Mientras que hoy, veinticinco años después, pese a estar cronológicamente más alejadas, las sentimos emocionalmente más cercanas, más vivas y dolorosas. Más nuestras.
Lo comentaba con Alfons hace unos días, mientras visitábamos los trabajos de exhumación en la fosa de Pico Reja, en el cementerio de Sevilla. Allí fuimos en compañía de dos imprescindibles: la activista y familia de represaliados Paqui Maqueda y la novelista Rosario Izquierdo. Escuchamos de boca del director de la excavación, Juan Manuel Guijo, cómo Pico Reja es ya la mayor fosa común abierta en Europa occidental. Esperaban encontrar varios centenares de asesinados, y ya han aparecido más de 1.600. Ha habido que rescatarlos uno a uno, pues en su afán por ocultar los crímenes, durante años les arrojaron encima otros miles de cadáveres posteriores, tumbas vaciadas, osarios, restos de actividad funeraria. El equipo de arqueólogos y antropólogos que trabaja con la Sociedad de Ciencias Aranzadi llevan varios años desenterrando con paciencia, rigor y compromiso, para conseguir que “la tierra hable”, en expresión que repite Guijo.
Y vaya si ha hablado la tierra. A gritos, atronadora. Gritos de dolor, se oyen con solo ver las fotos que han ido tomando. Cuerpos amontonados con desprecio, boca abajo para negarles hasta el enterramiento digno, profanados a mayor ensañamiento. Hombres con las manos atadas a la espalda con grilletes, con alambres, formando cuerdas de presos. Mujeres, muchas más mujeres de las que estimaban encontrar. Señales de tortura, cráneos con varios disparos. Series de cadáveres todos con el agujero en el mismo punto del hueso parietal: los alineaban y el verdugo iba pasando y disparando. Un extermino industrial, mecánico, no por ello menos sádico.
En algunos casos han tenido que unir fragmentos óseos como un imposible puzzle. No basta con sacar una caja llena de huesos: hay que recomponer en lo posible el esqueleto completo, y poder fotografiarlo así, para que las familias recuperen a su desaparecido en toda su humanidad, no un montón de costillas y tibias. Y todos aquellos objetos personales que transmiten más emoción que los huesos: gafas, botones, medallas, monedas. Y proyectiles, muchos alojados todavía en cerebros momificados. Rascando, cepillando la tierra, con extremo cuidado porque están recogiendo pruebas de crímenes contra la humanidad, pero también por respeto: porque, cumpliendo todos los protocolos forenses, la prioridad han sido siempre las familias.
Familias para las que la exhumación de Pico Reja -como la que comenzará en los próximos días en el Valle de Cuelgamuros, después de mil triquiñuelas para frenarla- ofrece una mínima reparación. Que llega tarde, cuarenta democráticos años tarde para muchos hijos que murieron sin encontrar a sus padres. El hijo del alcalde republicano de Sevilla, por ejemplo: Horacio Hermoso, que acaba de morir sin llegar a encontrarlo, pero al menos se ha ido sabiendo que su esfuerzo de años por recuperar la memoria de su padre culminaron en una exhumación histórica como la de Pico Reja. Histórica y ejemplar, por su rigor y transparencia, y por su pedagogía democrática, presentando periódicamente el avance de los trabajos en los centros cívicos de los barrios. Hay que reconocer el compromiso del Ayuntamiento de Sevilla, que además de colaborar y financiar, acaba de presentar un proyecto monumental en el mismo emplazamiento, para cuando terminen los trabajos.
Al ver aquellos huesos, cráneos reventados, fémures y caderas que no solo cuentan el sexo y edad, también la vida de penurias que llevaron, obreros la mayoría -los mineros fueron reconocidos por los restos de metales en su osamenta-; al ver aquellos huesos, sentí lo mismo que al releer Maquis: qué cercanos hoy, qué nuestros. Si hubiese visto esos mismos esqueletos veinticinco años atrás, en aquella España desmemoriada, me habrían parecido antiquísimos. Pompeyanos. Prehistóricos. Y sin embargo hoy, sobrecogido ante las cientos de cajas con fémures y vértebras que llenan el almacén del cementerio, siento propios todos esos hombres y mujeres. Son también nuestras abuelas y abuelos, nuestros compañeros. “Son mis muertos, aunque no tengan mi sangre ni mi apellido”, como dice Lucía Sócam en el documental Pico Reja, la verdad que la tierra esconde.
“Hay otra memoria que es la memoria maltrecha de los vencidos, la que ha ido creciendo frente a los paredones inmensos del silencio”, escribe Alfons en su novela. Esa memoria maltrecha es la que cuenta la tierra en Pico Reja, la que seguirá contando cuando hablen las otras fosas por abrir en el mismo cementerio -incluida la de los guerrilleros, que habrá que buscar en la zona conocida como de “los disidentes”-, y las que seguirán hablando en otros lugares. “Pico Reja es solo una de las setecientas fosas de Andalucía”, recuerda en el mismo documental Cecilio Gordillo, otro imprescindible.
Al volver del cementerio para recoger a mi hija, en la puerta del colegio, me encuentro a una madre amiga, Inés. Le hablo de Pico Reja, y me cuenta que ella acaba de descubrir, por un primo lejano, que su bisabuela fue asesinada por las tropas de Queipo. Lo descubre ahora, tantos años después, silenciado en su familia. No es la única: Lourdes, otra madre del colegio, lleva años luchando por la memoria de su abuelo Joaquín Farratell, director de un periódico y también asesinado. Porque antes mencioné al alcalde republicano, y hay que recordar que en Sevilla, del alcalde hacia abajo, los golpistas aplicaron un plan de exterminio absoluto: dirigentes políticos y sindicales, obreros, maestros, intelectuales, militares leales al gobierno legítimo. Y sus mujeres y madres en muchos casos, como Isabel Atencia, que fue llevada noche tras noche al paredón, y cuando ya se creía a salvo, al bajar del camión cerca de su casa, la asesinaron en mitad de la plaza y allí quedó su cadáver tres días, para luego ser arrojado a la fosa. Su bisnieta lo cuenta en el documental. Asesinados todos sin guerra. No piensen en combates, bombardeos, milicianos capturados, represalias de retaguardia. En Sevilla no dio tiempo, no hubo guerra. Fue un exterminio pacífico.
No sé si a ustedes también les pasa que todos esos muertos, los de Pico Reja, los republicanos de Cuelgamuros -llevados contra la voluntad de sus familias-, los maquis y topos que creíamos legendarios, los miles de desaparecidos por toda España, les resultan como a mí tan cercanos, tan propios, tan nuestros. Y el paso de los años no los aleja, no nos los vuelve extraños ni los deja atrás, sino que al contrario los acerca más. Esa distancia menguante, ese tiempo plegado sobre sí mismo para volverse inmediato, esa cercanía emocional, se la debemos a tantas mujeres y hombres que llevan más de dos décadas construyendo memoria democrática en España. Gracias.
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