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Demasiado bello para ser posible: por primera vez en la Transición interminable, Julio Pacheco Yepes, una de las numerosas víctimas de las sistemáticas torturas que sufrían los activistas políticos antifranquistas detenidos por la ominosa Brigada Político-Social (en realidad, Brigada de Investigación Social, BSI), iba a ser oído ante un tribunal español.
La juez Ana María Iguacel, titular del Juzgado de Instrucción nº 50 de Madrid, admitió a trámite el pasado 12 de mayo la querella presentada por Pacheco contra el comisario José Manuel Villarejo y tres inspectores de la BPS –Álvaro Valdemoro, José Luis Montero Muñoz y José María González Reglero– por “torturas en un contexto de crímenes de lesa humanidad”. Antes de la de suya, un centenar de denuncias habían sido desestimadas en base a la Ley de Amnistía de 1977, la prescripción de los delitos, el principio de legalidad –el poder público ha de ejercitarse conforme a la ley vigente y su jurisdicción– y los pronunciamientos de los tribunales superiores. Pero el crimen de lesa humanidad es un delito imprescriptible, lo que permitió a Pacheco hacer la denuncia y a la juez darle curso.
Lo que también parece inextinguible es la lentitud de la justicia española. Estamos hablando de crímenes cometidos hace más de medio siglo. Y para una vez que una víctima había logrado audiencia en un juzgado, el juez Fernando Muñoz Leal, nombrado como refuerzo del Juzgado de Instrucción nº 50, suspendió la declaración del denunciante y de la testigo que aportaba, su esposa, Rosa María García.
Ambos, militantes de la FUDE (Federación Universitaria Democrática Española)-FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), fueron detenidos en Madrid en agosto de 1975. Acusaban a Pacheco de dirigir el comando que asesinó al teniente de la Guardia Civil Antonio Pose Rodríguez, en el barrio madrileño de Carabanchel, el 16 de agosto de 1975. Detenidos durante siete días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, en lo que hoy son dependencias de la Presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid, según ha denunciado, Villarejo y sus 'muchachos' lo torturaron a fin de que se autoincriminase en el asesinato.
Pacheco resistió: “Eso no lo firmé porque era mentira”, declaró a elDiario.es. Y, en efecto, días después, el 18 de septiembre, fueron detenidos otros seis miembros del FRAP acusados del crimen y sometidos a un consejo de guerra sumarísimo que condenó a muerte a cinco de ellos; tres fueron indultados –de ellos, dos mujeres embarazadas– y otros tres, Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo, fueron fusilados el 27 de septiembre, junto a dos militantes de ETA, Juan Paredes (Txiki) y Ángel Otaegi (Azpeiti), en los que fueron los últimos “asesinatos legales”, así calificados por los historiadores, de la dictadura.
Esas alegaciones de Pacheco y el amparo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, hecho en Roma el 17 de julio de 1998, ratificado por el Reino de España el 19 de octubre de 2000 –que define la tortura como crimen de lesa humanidad, entre otros, entendida como “causar intencionalmente dolor o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, a una persona que el acusado tenga bajo su custodia o control”–, no han sido obstáculos para que el Juzgado de Instrucción nº 50 suspenda las declaraciones de denunciante y testigo, así como la indagatoria correspondiente a la admisión a trámite y ello a pesar de ser autos firmes.
Jacinto Lara, abogado de Pacheco, no duda en calificar las explicaciones del juez de refuerzo, Muñoz Leal, de “peregrinas e improcedentes”, pues se limitó a comunicarles que “el caso tiene muchas aristas desde el punto de vista estrictamente jurídico y debo reconsiderarlo”... Afirmación contradictoria con que acababa de llegarle el sumario y no había tenido tiempo de examinarlo. Lo que abogado y denunciantes interpretaron como aviso de que el magistrado evaluaba si seguir adelante con la querella o archivarla: “nos suena muy mal –dijo Lara–; es una música que ya conocemos y tiene que ver con la aplicación directa de las políticas de impunidad que el Estado español mantiene respecto a los crímenes del franquismo”.
La querella Argentina
Lara es letrado de la Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina contra los Crímenes del Franquismo (CeAQUA). La llamada querella Argentina era la única, hasta la de Pacheco, abierta en todo el mundo por las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante la guerra civil y la dictadura. Fue presentada en un juzgado penal argentino, el de Maria Romilda Servini, por dos ciudadanos argentinos descendientes de españoles: Inés García Holgado, sobrina del alcalde de Salamanca, y Darío Rivas, hijo del alcalde socialista de Castro de Rey, Lugo, ambos asesinados en 1937. Los acompañaban el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez-Esquivel y los representaba los abogados Carlos Slepoy y Ana Messuti. Era el 14 de abril de 2010, 79º aniversario de la proclamación de la II República Española. La juez las admitió a trámite bajo el marchamo de crímenes contra la humanidad imprescriptibles y la jurisdicción universal del derecho argentino para investigarlos.
No era la primera vez que se utilizaba ese argumento jurídico para tratar de obtener justicia. El juez Baltasar Garzón de la Audiencia Nacional lo intentó en 2008 ante las denuncias de diversas asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, pero fue peor que topar con la Iglesia: la Fiscalía General del Estado se opuso; también lo hizo la asociación Jueces para la Democracia –no digamos las de derechas– y el Tribunal Supremo admitió a trámite tres querellas contra el ya tildado de “juez estrella” presentadas por sendas organizaciones ultraderechistas y neonazis. La raigambre franquista tanto del Tribunal Supremo como del Consejo General del Poder Judicial se puso de relieve al suspenderlo de sus funciones, haciendo oídos sordos al escándalo internacional –The New York Times editorializó el hecho bajo el título ‘Una injusticia en España’– y finalmente procesarlo, aunque tuvo que absolverlo.
Garzón, que había procesado al capitán de corbeta argentino Adolfo Francisco Scilingo por su participación en los 'vuelos de la muerte' con los que la dictadura del general Videla y sus compinches asesinaban a los disidentes, arrojándolos vivos al océano desde aviones militares, no pudo investigar en España a sus congéneres criminales de la dictadura de Franco. A las víctimas españolas no les quedó otro camino que la Querella Argentina.
Al principio, la personación en la querella de víctimas de la dictadura fue un goteo, especialmente de familiares de asesinados en la guerra civil y la inmediata postguerra, pero cuando la iniciativa de la juez Servini cobró relevancia internacional, una oleada de denunciantes se sumaron a ella; asesinados en la Guerra Civil, represaliados en la larga postguerra incivil, torturados por los cuerpos policiales, víctimas de consejos de guerra irregulares padres de hijos robados, incluso mujeres que de niñas sufrieron las sevicias de la Sección Femenina de Falange por ser “hijas de rojos”... Cuando se registraron más de doscientas querellas, además de miles de adhesiones, la juez Servini dictó nueve imputaciones y órdenes internacionales de detención. La primera, la del exministro Rodolfo Martín Villa, que era ministro del Interior cuando las masacres de Vitoria de 1976 y los sanfermines del 78. También de otros dos exministros, Utrera Molina y Fernando Suárez, la de notorios torturadores, como Gómez Chaparro y el tristemente popular González Pacheco, alias ‘Billy el Niño’.
Pero como Garzón, la juez Servini se topó con los infranqueables –qué término tan apropiado– muros político-jurídicos españoles que no hicieron otra cosa que entorpecer la causa, sin que las repetidas amonestaciones del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y de organizaciones como Amnesty International lograran hacerla progresar.
En una visita que la juez argentina hizo a España para recibir el Premio Abogados de Atocha 2015, expresó su confianza en que, a la larga, la justicia triunfaría y dejó una frase lapidaria: “Si los jueces españoles escucharan lo que yo escuché, abrirían las causas más rápido”. Podía referirse a cualquiera de los cientos de testimonios que ya obran en el sumario. Por ejemplo, al de Ascensión Mendieta, cuyo abuelo Timoteo, secretario de UGT de Sacedón, Guadalajara, fue fusilado en 1939 por serlo y cuyos restos pudo recuperar su nieta gracias a las órdenes internacionales de Servini, tras haberse visto defraudada por sus peticiones a los tribunales y gobiernos españoles ya democráticos. O el caso de Ángela Fernández, internada a los ocho años en el preventorio antituberculoso de Guadarrama, cuyo capellán, un tal Mauro, les dejaba clara su condición: “Todos los que tenéis familiares en la cárcel o muertos dudosos sois basura” y, como tal, carne de presidio, torturadas física y psicológicamente. “Juro por lo que haga falta que nos han hecho comer gusanos”, dijo. Ella y otras once compañeras de aquella pesadilla administrada por la Sección Femenina de Falange, se han personado en la Querella Argentina.
“La justicia española no ha estado a la altura de las circunstancias”, se quejó Servini en Madrid, así como la falta de la “decisión política” que en Argentina permitió juzgar a los criminales de la dictadura militar, pero, añadió, hay “más de un juez que tiene ganas de investigar en España”. Era el caso de la juez Ana María Iguacel, pero el parón impuesto por Muñoz Leal, el juez de refuerzo del Juzgado de Instrucción nº 50 de Madrid vuelve a sumir en la incertidumbre la esperanza de justicia de las víctimas del franquismo.
El caso del periodista José Luis Morales
Una de estas víctimas a la espera es el periodista José Luis Morales, uno de los grandes periodistas de investigación del semanario Interviú: sus reportajes comenzaron a desvelar la trama de los GAL, como antes lo habían hecho con los gal antes del GAL –Antiterrorismo ETA, Triple A, Batallón Vasco-Español...–; descubrió en el Paraguay del dictador Stroessner a Emilio Hellín, asesino de la estudiante Yolanda González, huido de la justicia con el beneplácito de las autoridades político-jurídicas españolas; sus reportajes sobre los hermanos Rosón (Juan José, ministro del Interior con UCD) supusieron el primer secuestro judicial de una publicación en democracia... Un trabajo comprometido que lo llevó más de 200 veces ante los tribunales, saliendo absuelto en la inmensa mayoría de las ocasiones.
Ya estaba acostumbrado: siendo estudiante de Sociología y Periodismo fue procesado por el ominoso Tribunal de Orden Público franquista por su militancia en la FUDE-FRAP y condenado a prisión. Había sido detenido por agentes de la BPS y puesto en manos del grupo González Pacheco, ‘Billy el Niño’ –condecorado por Martín Villa con la medalla de plata al Mérito Policial–, a quien Morales califica de “histriónico, provocador, sádico y altanero” en su denuncia a la juez Servini, con el propósito de, durante los siete interminables días que permitía la entonces ley vigente, arrancarle mediante interrogatorios y torturas, información de las células estudiantiles y obreras de la organización, tanto a él como a la docena de compañeros caídos en la redada e incluso a familiares y vecinos de su localidad natal, Agüimes, Gran Canaria.
José Luis Morales relata en su denuncia unida a la Querella Argentina que las sesiones eran casi continuas: “(…) Estaba en una celda del sótano, reventado, cuándo volvieron a subirme a la primera planta [despacho de interrogatorios]. Hacía poco menos de seis minutos antes me habían bajado. Eran las tres o tres y media de la mañana, según el reloj que había en la pared de aquel cuchitril, en el que operaba Billy el Niño con su banda. Estaba molido de los leñazos que me daban, ensañándose en el cuerpo, de vez en cuando en la cabeza. Los golpes y puñetazos hacía que me dolieran hasta los higadillos. Billy el Niño, nunca saciado, me repetía: «Esta vez sí vas a llorar, canario de mierda». Para aguantar las salvajadas de aquellos canallas que estaban torturándonos, habíamos aprendido los compañeros casi todos que había que centrar los pensamientos en cualquier objeto inanimado, sin salirnos nunca de lo que cada uno hubiese decidido decir cuando el torturador (en ocasiones, varios) iniciase la criminal sesión correspondiente”.
En una de ellas, esposado, se lanzó contra el pico de una mesa de metal si no con ánimo suicida sí para terminar con las insoportables torturas. Así se lo relata a la juez Servini: “Me lancé de cabeza en picado contra una de las mesas de aquella planta de interrogatorios. Uno de los policías me zancadilleó, cayendo de plano en medio del cuartucho. Quedé boca abajo, creyendo que me asfixiaba. Nadie se movería para levantarme o darme la vuelta. Tengo grabado, aunque vagamente, aquel cruel e imborrable episodio. Noté cómo saltaban sobre mi espalda, cómo me pateaban una y otra vez y me tiraban del pelo. Oí que hablaban del médico, pero no entendía a qué se referían”. Despertó en la cárcel de Carabanchel, con graves lesiones renales y fracturas vertebrales, que requirieron tres operaciones de vejiga y cuello vesical, tratamientos de por vida por las secuelas y hoy, cerca de cumplir 80 años, necesita andador y silla de ruedas: “Eso sí, motorizada”, dice con optimismo.
José Luis Morales espera, como los miles de víctimas del inicuo régimen dictatorial del generalEnésimo, justicia en su propio país. Mientras han de confiar en que se la hagan al otro lado del Atlántico, en el juzgado de Maria Romilda Servini. Aquí, de momento, el juez Muñoz Leal, de refuerzo en el Juzgado de Instrucción nº 50 de Madrid, tiene la palabra.
El reencuentro de Morales con Billy el Niño, con motivo de una entrevista que le hice para Interviú, da para otro Memorando. Ya lo contaremos.
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