https://conversacionsobrehistoria.info/2024/04/01/ni-una-ni-grande-ni-libre-la-dictadura-franquista/
Se reproducen a continuación las páginas iniciales de los capítulos 2 y 11 junto con el epílogo e índice. Presentación de Ricardo Robledo
«No ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la Victoria» recordaba don Luis a su hijo en Las bicicletas son para el verano. Sin voluntad reconciliadora alguna por parte de las autoridades franquistas, la represión adquirió “un carácter verdaderamente constituyente” con la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, al mismo tiempo que Inglaterra y Francia reconocían el Estado franquista. Además de la represión – a la que se pone rostro en los personajes de Julián Besteiro, Miguel Hernández, J. Zugazagoitia y LL. Companys- las procesiones y desfiles de abril-mayo de 1939 fueron destruyendo el capital simbólico del 14 de abril saludado por casi todos como la fiesta popular de la democracia. En las páginas iniciales del Capítulo 2 se nos cuenta cómo se hizo el borrado de la Segunda República que se atuvo al conocido veredicto de Kundera: para liquidar a las naciones: “lo primero que se hace es quitarles la memoria, se destruyen sus libros, su cultura, su historia…”.
Ahora bien, la legitimación del Estado franquista se ajustó a una senda de líneas quebradas pero con la brújula orientada a la supervivencia del régimen en vida de Franco. Si esto se logró fue debido a factores diversos que van desde la confianza en el personal político hasta el azar como pondera adecuadamente el autor. Probablemente la “fabricación del consentimiento” -a la que se refirió Walter Lippmann al acabar la Primera Guerra Mundial- tuvo un papel destacado. Las razones del consentimiento variaron según dictaba la coyuntura económica o la política internacional y eso obligó al gattopardismo hasta que llegó un momento en que las opciones políticas desembocaron en callejones sin salida: la dictadura no respetaba ni las reglas de juego que había impuesto.
Un cuarto de siglo después de la celebración del “Año de la Victoria” (se cumplen hoy 85 años) el tiempo parecía congelado cuando llegó “El otoño del patriarca” (1974-1977), último capítulo del libro, los sectores inmovilistas se recluyeron, a la manera de Hitler, en un búnker donde intentar resistir a los cambios que «presionaban por imponerse». Si el Informe de la CIA en 1948 calificó el régimen de “totalitario” -“España [es un] estado policial, donde hay represión política y donde casi todo es considerado un crimen contra el Estado y, por tanto, sujeto a juicio en consejo de guerra” había confesado Culbertson a Martín Artajo- la evolución de los acontecimientos en 1974/1975 demostró que pese a tantos camaleonismos no se había renunciado a las señas de identidad: el origen fascista del régimen. Los juristas del primer franquismo, como ha expuesto Sebastián Martín, habían sido plenamente conscientes de la ilegitimidad originaria de la dictadura que, tras la guerra y la derrota de los fascismos, no había hecho sino incrementarse. Esto lastró el reconocimiento internacional del régimen franquista hasta los primeros años 50 y favoreció la orientación de la ley de amnistía de 1977 que tuvo mucho de ley de ‘punto final’.
En el epílogo, el profesor Sesma rebaja el personalismo como factor explicativo: “desde fecha muy temprana y considerado en su conjunto, el régimen franquista no fue la dictadura de una sola persona”. Por otra parte, se inclina por la definición de la dictadura franquista como «fascismo asimétrico». Fascismo porque nació de la misma crisis de los Estados democráticos liberales del período de entreguerras con la ayuda imprescindible tanto de Italia como de Alemania. Asimétrico porque la guerra con su radicalización permitió avanzar rápidamente hacia la conquista del Estado, y por el mayor peso del control social tradicional en detrimento de los propios de la modernidad fascista. No es el momento de reseñar las aportaciones de Ni una, ni grande, ni libre, pero si indicaré al menos que resulta imprescindible para comprender mejor cómo se forjó la intransigencia de la derecha, una de las variables que la distingue del comportamiento de otras derechas europeas. El autor no cae por eso en el pozo del excepcionalismo hispano. Su inteligente relato le permite evitar el embrollo de los falsos dilemas. La España franquista no era un país tan diferente en la toma de decisiones de los años 40 ó 60 lo cual no le otorgaba la condición de un país normal como ilustra el fracaso de los reformistas en conseguir normalidades como la libertad de expresión o una reforma fiscal.
El libro de Nicolás Sesma no tiene la pretensión de ser un manual sobre la Dictadura franquista. Esta opción le ha dado más libertad al autor, y el lector agradece la originalidad de una obra sólida en historia política que acude a la literatura o al cine para darle consistencia. Se ha evitado el escollo de compartimentar la historia en hechos, ideas o cultura. Mi opinión es que este libro marcará una época por la forma de narrar -no todos tienen este don- y por el modo de articular el relato.
Nicolás Sesma
Universidad Grenoble Alpes
1. El año de la victoria (1939-1940)
«¡Ya hemos pasao! / Decimos los facciosos […] ¡Ya hemos pasao! / Y estamos en el Prado / Mirando frente a frente a la señá Cibeles / ¡Ya hemos pasao! […] Ja, ja, ja, ja / ¡Ya hemos pasao!»
Celia Gámez, ¡Ya hemos pasao! (1939)
«Quiero ser considerado como un soldado de Franco»
Alfonso XIII, declaraciones a Charles Mahuzies, corresponsal en Roma de Le Jour- L’Écho de Paris, 9 de marzo de 1939[i]
«… ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? […] ¡Ay señor!, dijo la sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás»
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605)
Fue la dictadura franquista quien robó el mes de abril a la Segunda República. Si la proclamación de la democracia republicana había sido una fiesta —una reacción «casi unánime de alegría», como reconocía en su momento José Antonio Primo de Rivera, poco sospechoso de simpatizar con el 14 de abril—,[ii] los responsables del nuevo régimen tuvieron claro que su advenimiento definitivo debía ser igualmente «sonriente, alegre y juvenil […] sin signos de flaqueza, cual nuevo Abril». De esta forma, tras la lectura del célebre parte de guerra en el que Franco anunciaba que «cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares», el camino para conseguir sus objetivos políticos arrancó con un estallido de celebraciones a lo largo y ancho del país.[iii]
Junto a las liturgias falangistas, organizadas según los ritos de la nueva religión fascista, festividades tradicionales y devociones populares habían sido ya objeto de especial atención durante la guerra civil, al ser utilizadas como símbolo de la restauración del orden social y del restablecimiento, tras las disputas secularizadoras de los años republicanos, de la hegemonía católica en el espacio público. Pero la feliz coincidencia de la victoria y la Semana Santa marcó, sin duda, el punto culminante de esta estrategia de legitimación, al ser interpretada como una señal de la Providencia, que equiparaba la resurrección de Cristo con el renacimiento de la nación española gracias a la «cruzada por la religión, la patria y la civilización».[iv]
Con distintos grados de intensidad, autoridades estatales, eclesiásticas, castrenses y del partido único compartieron protagonismo en las ceremonias. De hecho, quisieron aprovecharlas para poner en escena la unidad de la coalición franquista y la disciplinada armonía de su modelo de sociedad. En algunas localidades, dicha pretensión era coherente con el panorama político de preguerra o la propia dinámica interna de las festividades, caso de la muy corporativa Semana Santa castellana. Así, en la ciudad de Valladolid, figuras históricas del falangismo, como Onésimo Redondo, habían ya figurado entre los miembros de congregaciones que tomaban parte de los actos religiosos. Amparados en este sustrato previo, no es de extrañar que Dionisio Ridruejo, antiguo responsable de Falange para la provincia y jefe nacional de propaganda, y Antonio Tovar, a cargo de la sección de radiodifusión, seleccionaran su emblemático Sermón de la Siete Palabras para ser emitido por Radio Nacional (RNE) ese Viernes Santo, 7 de abril.[v]
En otras regiones, por el contrario, como sucedía en la mayor parte de Andalucía, codificar las fiestas y acomodarlas a los intereses del nuevo Estado resultaba más laborioso, dadas las rivalidades internas, el peso de las identidades locales y la heterodoxia de algunas prácticas derivadas de la religiosidad popular, aunque terminaron por ofrecer algunos momentos icónicos de la comunión entre los distintos actores de la dictadura. De esta forma, presidida por el propio Franco, que entraba y salía bajo palio, y por su esposa, Carmen Polo, acompañados por el cardenal arzobispo Pedro Segura, tenía lugar en Sevilla el 16 de abril una procesión extraordinaria de la Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad, engalanada con fajín de general y encabezada por el pendón de San Fernando, cuya espada era portada por Ramón Serrano Suñer, ministro del Interior y hombre fuerte del partido único, que contaba también con la presencia de Raimundo Fernández-Cuesta. Por su parte, los militares estaban representados por el ministro de Defensa, Fidel Dávila, y el general del Ejército del Sur, Queipo de Llano.[vi] Ninguno de ellos se mostraba especialmente incómodo por compartir escenario. La victoria y el país parecían lo suficientemente grandes como para recompensarlos a todos.
Muy pronto, esta simbiosis se hizo omnipresente en cualquier esfera de actividad de la población. En las aulas, donde a la restitución del crucifijo vinieron a sumarse los retratos de Franco y de José Antonio, así como el yugo y las flechas de Falange. En las plazas, tradicional epicentro de la vida social y administrativa, que fueron resignificadas mediante la erección de cruces y conjuntos escultóricos dedicados al recuerdo de los combatientes nacionalistas, bajo cuya sombra tenían periódicamente lugar conmemoraciones destinadas a recordar a vencedores y vencidos sus respectivos lugares en la sociedad. En las catedrales, iglesias y parroquias, finalmente, en cuyos muros fueron grabados los nombres de los «Caídos por Dios y por España» de cada localidad. Siempre encabezados por el citado José Antonio Primo de Rivera, objeto oficial de culto a la personalidad desde que, en noviembre de 1938 —dos años después de su fusilamiento en la cárcel provincial de Alicante—, Franco dedicara un decreto gubernativo y un discurso en RNE a mayor gloria del «Ausente».[vii]
Las ceremonias no se limitaron al territorio nacionalista consolidado, sino que se extendieron a pueblos y ciudades de reciente conquista y consiguiente redención. La comisión gestora de la Diputación de Barcelona, que encabezaba José María Milá Camps, de manera destacada, aprovechó la particular relevancia del mes de abril en la Ciudad Condal para engancharse al «Año de la Victoria», denominación que «sustituirá a la de “III Año Triunfal” que actualmente se emplea […] en documentos y comunicaciones oficiales», como ordenaba desde el ministerio Serrano Suñer, deseoso de recalcar que el 18 de Julio y la llegada del régimen marcaban el inicio de una nueva era. Tal como hiciera en su momento, por cierto, el fascismo en Italia, cuyo calendario nacional se había reiniciado con la subida al poder de Mussolini y se contaba igualmente en números romanos.
De esta forma, desde el domingo día 23 y durante toda la semana siguiente, volvió a celebrarse en Barcelona la Fiesta de San Jorge, que no de Sant Jordi, pues guiados por la máxima de que «los buenos libros ahoguen el mal hecho por los malos», las obras en catalán y la «pobre literatura marxista» desaparecieron de los escaparates de las librerías, objeto de especial vigilancia por su capacidad para influir «directamente sobre el público medio». En su lugar, tras comprar una rosa y recibir dos postales que mostraban el antes y después de los destrozos revolucionarios en la capilla del santo, «recinto tan querido por los católicos barceloneses», los paseantes de las Ramblas podían adquirir nuevos títulos como José Antonio en Cataluña, publicada por la editorial Destino —fundada en Burgos por la intelectualidad falangista catalana—, y reediciones como la biografía de Cisneros de Luys Santa Marina, firmante estrella de aquellos días gracias a su doble condición de «camisa vieja» y valiente excautivo amotinado en las cárceles republicanas.[viii]
Y los libros fueron también protagonistas tras la entrada de las tropas franquistas en Madrid, la asediada capital sobre la que debían converger la totalidad de las «banderas victoriosas» y sobre cuyas posibilidades de redención, tras haberse convertido durante tres años en el símbolo mundial del antifascismo, existían incluso numerosas dudas. Tanto es así que llegó a plantearse seriamente el mantenimiento de los ministerios en el «Burgos salmantino» y la «Salamanca burgalesa», que habían servido como centros alternativos para la administración nacionalista durante el conflicto. Todavía años más tarde, y con ocasión precisamente de las festividades del 2 de Mayo, Serrano Suñer aún contraponía la «vieja España, entrañable» a «aquella otra de la capital, parasitaria, artificial e infecunda».[ix] Para tratar de borrar este estigma y mostrar que se había tratado, cual don Quijote, de una mera locura pasajera, atribuible exclusivamente a las malas lecturas e influencias, quintacolumnistas destacados como Antonio de Luna y los nuevos regidores de la villa, como Alberto Alcocer, se apresuraron a prescribirle el mismo tratamiento cervantino aplicado a todas las localidades caídas bajo control franquista. Así, después de algunos ensayos preparatorios en los establecimientos de la calle de los Libreros, el 30 de abril los estudiantes falangistas organizaron una Fiesta del Libro algo particular, pues consistió en una gran quema de ejemplares en el patio de la Universidad Central. Maestro de ceremonias, el citado Antonio de Luna justificaba el «auto de fe» como algo necesario:
Para edificar a España Una, Grande y Libre, condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx […] Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid.[x]
Este afán purificador no era indicativo de un odio hacia la cultura en sí misma ni hacia los intelectuales como tales, sino hacia la cultura del otro, hacia los que eran considerados como la «intelectualidad traidora» que había envenenado el «alma popular». No en vano, el propio Antonio de Luna era catedrático universitario. Y junto a los que habían gritado «¡Muera la inteligencia!» nunca faltaron escritores y poetas para cantar sus alabanzas, como José María Pemán, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza, el organismo puesto en marcha por los golpistas en octubre de 1936 y dedicado, hasta 1938, a la depuración de todos y cada uno de los niveles escolares. Una labor para la que contó con la colaboración entusiasta de varios rectorados universitarios y de las federaciones y asociaciones católicas de padres de alumnos.[xi] Ninguno de ellos tenía nada contra el «libro católico y españolísimo», de la misma manera que la Asociación de Estudiantes Alemana nada tenía contra la literatura que fuera «expresión pura de sus tradiciones», sino contra la que representaba el «espíritu antialemán», entregada al fuego el 10 de mayo de 1933 en la plaza de la Ópera de Berlín. Una acción que fue replicada a continuación en varias ciudades universitarias germanas, como Friburgo, con el rector Martin Heidegger a cargo de la consiguiente arenga a las masas.[xii]
A imagen y semejanza de sus admirados nazis, los inquisidores franquistas se centraron en los escritos de los revolucionarios —que, en el verano de 1936, habían también incendiado colecciones particulares y eclesiásticas, caso de la catedral de Cuenca—, en los intelectuales nacionalistas —con la destrucción de la biblioteca de Pompeu Fabra y la incautación de las de Antoni Rovira i Virgili y Alfonso Rodríguez Castelao—, pero especialmente en los que habían intentado construir una España democrática a través de la instrucción pública, lo que apuntaba a las iniciativas y autores vinculados a la ILE. No solo fue revocado como libro de aprendizaje escolar y lanzado a las llamas Platero y yo, sino que fueron saqueadas las bibliotecas tanto de su autor, Juan Ramón Jiménez, como de Manuel Bartolomé Cossío, el que fuera presidente del Patronato de las Misiones Pedagógicas. Para dichas misiones y su red de «Bibliotecas del pueblo» había elaborado María Moliner unas Instrucciones, con el fin de que fueran utilizadas como instrumento de alfabetización, pero ahora tuvo que asistir a su masiva destrucción y a su propia degradación en el escalafón del cuerpo de archiveros. Y todavía podía considerarse afortunada. Para entonces hacía ya tres años que su compañera Juana Capdevielle, bibliotecaria jefe de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, había sido asesinada en la provincia de Lugo.
Amputada de estos miembros gangrenados —la «yedra» tan «frondosa» que tenía «medio sofocada» a la «encina» española, hasta el punto de que había llegado a parecer que «el ser de España está en la trepadora y no en el árbol», en expresión de Ramiro de Maeztu que hizo amplia fortuna en estos años—, la nación española podía renacer bajo el caudillaje de Franco.[xiii] No por casualidad, también mutilada estaba la talla del Cristo de la Victoria que, junto a un enorme yugo y flechas de FET y de las JONS, había presidido el altar utilizado el 7 de abril anterior en una multitudinaria misa de campaña, oficiada por el obispo de la diócesis, Leopoldo Eijo y Garay. El acto había culminado un vía crucis de desagravio hasta la Puerta de Alcalá, mancillada durante la guerra con los retratos de Stalin, Litvínov y Voroshílov. Y nuevas misas de campaña y de reapropiación del espacio urbano de la capital tuvieron lugar en las semanas siguientes, en el obelisco de la plaza de la Lealtad, en la plaza Dos de Mayo y en las ruinas de Nuevos Ministerios, con protagonismo especial para el comandante del Primer Cuerpo de Ejército y nuevo gobernador militar, Eugenio Espinosa de los Monteros.[xiv]
Todas estas acciones de «recuperación de las emociones» sirvieron de preludio y preparación para el gran desfile de la Victoria, que se hizo esperar hasta el 19 de mayo de 1939. Ese día, a lo largo de los paseos del Prado, de Recoletos y de la Castellana —estos dos últimos rebautizados, como la práctica totalidad del callejero nacional, como paseo de Calvo Sotelo y avenida del Generalísimo, respectivamente—, se produjo uno de los mayores despliegues de fuerza militar terrestre de la Europa de entreguerras. Una Europa que, al menos en teoría, todavía se regía por el Tratado de Versalles.
Durante más de cinco horas, decenas de miles de combatientes, encuadrados en una selección de unidades representativas de la totalidad de componentes del bando nacionalista y de sus aliados extranjeros —encabezados por el general Saliquet y el Ejército del Centro, a los que siguieron formaciones falangistas, requetés y el Cuerpo de Ejército de Navarra, Regulares marroquíes e incluso una milicia de caballería formada por señoritos de la aristocracia andaluza—, desfilaron ante aproximadamente cuatrocientas mil personas, cuya asistencia fue favorecida por la declaración de festivo, pero que tenían en cualquier caso muchas ganas de participar y de dejarse ver en las celebraciones. Desde el palco de una tribuna especialmente construida para la ocasión, con forma de arco de triunfo y engalanada con simbología que llegaba para quedarse —el águila de San Juan, los lemas de «Victoria» y de «Franco, Franco, Franco», así como el vítor salmantino—, Franco asistió a la parada castrense tras haberle sido impuesta la Gran Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar española. Y de las calles de Madrid al cielo, donde sesenta aviones formaron en el aire el nombre del Generalísimo, que al día siguiente culminó la simbólica reconquista de la ciudad con un tedeum cargado de referencias historicistas, que iban desde Lepanto hasta la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, y que incluyeron la solemne entrega de su espada de la victoria al arzobispo de Toledo y cardenal primado de España, Isidro Gomá y Tomás. Todo ello en la céntrica iglesia de Santa Bárbara, convertida en el templo fetiche para el falangismo, por haber sido allí bautizado José Antonio Primo de Rivera.[xv]
Terminaba así lo que, en muchos sentidos, había sido una verdadera proeza económica y logística. Veinticinco kilómetros lineales sumaba el conjunto de las tropas concentradas en la ciudad, a las que hubo que procurar combustible, alojamiento y manutención, así como decorar el recorrido y repartir miles de banderas de preciado material textil. Una clase de alarde organizativo que, si bien servía para encubrir las crecientes dificultades en materia de abastos —el Ministerio de Industria y Comercio acababa de introducir el «racionamiento en todo el territorio nacional»—, también viene a desacreditar los posteriores lamentos franquistas sobre las insuperables dificultades afrontadas durante la posguerra, evocadas para justificar las paupérrimas condiciones de vida de segmentos importantes de la población. Lo cierto es que, como han señalado las investigaciones de historia económica, el sistema de transportes y comunicaciones interiores había sufrido graves daños, así como la flota mercante y la cabaña ganadera, pero «tanto las principales zonas agrícolas del país como las industriales se habían beneficiado de su alejamiento del frente durante la mayor parte de la guerra». La lentitud de la recuperación fue ante todo, como veremos, una consecuencia de las peligrosas amistades internacionales de la dictadura y de las opciones de asignación de recursos que marcaba su política económica.[xvi]
De la misma manera, la visión del desfile de la Victoria llevó a Franco a sobrestimar sus capacidades militares. Y probablemente también personales, pues la secuencia de sus inesperados éxitos hasta alcanzar la cima del Estado otorgaban credibilidad a la inspiradora propaganda autoritaria, que fiaba todo al Triunfo de la voluntad, como quería Leni Riefenstahl (1935). El mensaje que se trasladaba, en todo caso, no era precisamente el de un país exhausto, deseoso de tranquilidad para poder reconstruirse. Antes al contrario, en perfecta coherencia con la decisión, anunciada apenas diez días antes del desfile, el 8 de mayo, de abandonar oficialmente la Sociedad de Naciones (SdN), era una España que se quería desafiante y agresiva ante:
…los ojos confusos y sagaces del Cuerpo diplomático extranjero […] tan moderna, rítmica y ordenada como el más exigente Estado Mayor haya podido soñar, este espectáculo dice lo que puede ser España, lo que será España si cada español se hace digno […] de la épica manifestación que acaban de ofrecer […] los Ejércitos de Franco.[xvii]
El otoño del patriarca (1974-1977)
«Decirte… ¡tantas cosas! Y qué decirte? […] no dejes de mirar, allí, a lo lejos […] T’estima»
Carta de Salvador Puig Antich a su hermana Merçona, Cárcel Modelo de Barcelona, diciembre de 1973
«El día que la inmensa mayoría rompa a hablar / la escasa minoría es posible que se vaya a asustar […] y aquellas tímidas peticiones / serían entonces reclamaciones / reclamaciones para elegir / la nueva forma de convivir»
Elisa Serna, «La mayoría silenciosa» (Este tiempo ha de acabar, 1974)
«Fue —tenía que ser— un 20 de noviembre […] Así no mueren, viejo continente, los dictadores. Así solo mueren, Europa, los grandes hombres de la civilización»
Fernando Onega, Arriba, 21 de noviembre de 1975
«Si alguna vez regreso a España,
no dejaré de tomar una taza de café en Huesca»
George Orwell, Homenaje a Cataluña, 1938[i]
Desde que desembarcara en Barcelona, en las navidades de 1936, hasta su apresurada huida del país, en junio de 1937, para Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell, prácticamente nada transcurrió según lo previsto. Cautivado como vimos por el ambiente revolucionario de la Ciudad Condal, el escritor británico, por entonces todavía un semidesconocido, terminó alistado en la milicia del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Poco parecían importar las siglas, convencido como estaba de participar en una «guerra en la que […] la cuestión del bien y del mal me había parecido bellamente simple». Sin embargo, cuando sus compañeros de armas fueron acusados de traición y perseguidos en nombre de la ortodoxia estalinista —con el tácito asentimiento de algunos colegas de profesión, como el propio Ernest Hemingway—, su interpretación del «juego gigantesco que se desarrollaba en toda la superficie de la tierra» cambió para siempre, y con ella nuestra actual percepción de lo sucedido durante los años treinta y cuarenta. Al echar la vista atrás, no obstante, sus convicciones socialistas y su antifascismo continuaban intactos, y él mismo reconocía que «por mucho que protestara en esa época, más tarde me resultó evidente que había participado en un acontecimiento único y valioso».
Curiosamente, algo parecido llegó a sucederle con respecto a los propios escenarios en los que había combatido. Inicialmente, Orwell no ocultaba la tremenda decepción que sentía al encontrarse en un paisaje muy diferente al de los campos de Flandes, con sus floridas praderas evocadoras del recuerdo de la Gran Guerra. Sin embargo, finalmente, pocos autores como él supieron capturar en sus descripciones la torturada y roturada belleza de Aragón:
Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza […] Por la mañana, con frecuencia el valle se hallaba oculto por mareas de nubes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules, dando al paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca había aún más colinas de formación idéntica, recorridas por estrías de nieve cuyo dibujo se alteraba día a día […] Frente al parapeto había un sistema de trincheras angostas, cavadas en la roca, con troneras muy primitivas hechas con pilas de piedra caliza […] Delante de la trinchera había alambradas, y luego la ladera descendía hacia un precipicio aparentemente sin fondo […] en la cima de la colina opuesta […] se veía el diminuto borde de un parapeto y una bandera roja y amarilla. ¡La posición fascista![ii]
Si treinta y siete años más tarde, en 1974, casi veinticinco después de su propia muerte, Orwell hubiera podido volver a asomarse a una de esas colinas controladas en su día por los fascistas, probablemente se habría quedado del color de la piedra caliza al ver el espectáculo que allí tenía lugar. Miles de personas lanzaban consignas de otro tiempo y abarrotaban la llamada posición San Simón, en la confluencia entre los términos municipales de Alcubierre, Robres y Leciñena, al pie de una cruz monumental que recordaba cómo «sesenta falangistas se dejaron matar heroicamente» el 8 de abril de 1937 —apenas unas semanas después de que Orwell fuera trasladado a otro sector del frente— al defenderla del ataque de un batallón republicano de la división Maciá-Companys. La gesta de Alcubierre se conmemoraba desde entonces anualmente, en especial desde que, a principios de los años cuarenta, se erigiera el citado conjunto escultórico a los caídos y se oficializara así como lugar de memoria falangista, si bien su repercusión solía limitarse a la esfera local y provincial.
De nuevo en un mes de abril, el Movimiento realizaba una exhibición de fuerza. Otra vez aparecían reunidas jerarquías del Estado y del partido, como los exministros Antonio de Oriol y Julio Salvador y los consejeros nacionales Gonzalo Cerezo y Blas Piñar, generales del Ejército como Carlos Iniesta Cano, García Rebull y Ángel Campano y un capellán castrense, Vicente Roy, que ofició la misa de campaña antes del discurso del gobernador civil de Zaragoza, Federico Trillo-Figueroa. Todos arropaban con su presencia al orador estrella, José Utrera Molina, principal estandarte de Falange en el gobierno presidido por Carlos Arias Navarro, el elegido por Franco para ocupar la vacante dejada por Carrero Blanco. Era la primera vez que un secretario general acudía a Alcubierre, pero es que, como había recordado con «orgullo» en su toma de posesión, Utrera era también «el primer secretario general que había entrado en el Movimiento como “flecha” juvenil y había pasado casi su vida entera en él».[iii] A esas alturas, para el renacido Orwell la sorpresa inicial habría ya dado paso a las evidencias: España seguía siendo fascista, o al menos todo lo fascista que se podía ser en 1974, pasadas casi tres décadas de su derrota en la segunda guerra mundial.
Y ese parecía ser exactamente el problema. Como veremos, en su primera intervención ante las Cortes, realizada unas semanas atrás, el presidente Arias había dejado entrever la necesidad de realizar algunos ajustes para adaptarse a los tiempos. Trataba así de preparar los espíritus para otra reforma lampedusiana, centrada en «promover la ordenada concurrencia de criterios», pero siempre conforme «a los principios y normas de nuestras leyes fundamentales». Pues bien, tras la muerte de Carrero, ni tan siquiera esas mínimas concesiones estaban dispuestos a permitir los congregados aquella mañana, que lejos de imprimir un carácter festivo a la concentración advertían que su presencia no servía «para rendir culto a la nostalgia, sino para enfrentarse, desde las altas claridades de esta cumbre aragonesa, con temas y problemas cuya actualidad exige soluciones amasadas en la historia y la sangre, garantizadora de una paz difícilmente ganada».[iv] Una postura ratificada por Utrera Molina, que al tomar la palabra, y como si no formara él mismo parte del gobierno, insistía en que «existen en nuestro tiempo otros Alcubierres que defender contra la agresión y la amenaza de quienes sueñan, inútilmente, con la fácil desintegración del sistema político nacido el 18 de julio de 1936».[v]
Utrera tenía sus razones para mostrar tanta combatividad. Dentro de esa carrera hacia ninguna parte que llevaba a los sectores inmovilistas a recluirse, a la manera de Hitler, en un búnker donde intentar resistir a esos «cambios» que «presionaban por imponerse», no se toleraban las señales de debilidad. Justamente el mismo día del acto en Alcubierre, José Antonio Girón de Velasco, que había también acariciado la posibilidad de encabezar el gobierno, publicaba en el diario Arriba unas declaraciones en las que denunciaba la existencia de una conjuración para que «los españoles pierdan la fe en Franco y la fe en su Revolución Nacional». El exministro arremetía contra los «falsos liberales» infiltrados en el gabinete y rechazaba seguir buscando «homologaciones o sistemas comparativos entre situaciones políticas que nos son resueltamente ajenas».[vi] Apenas una semana más tarde, a este «gironazo» se le sumaba un «berenguerazo», de la mano de Gonzalo Fernández de la Mora. Aquel «decretador del crespúsculo de todas las ideologías menos de la suya»,[vii] igualmente excluido del ejecutivo, se despachaba a gusto en una tercera de ABC en la que evocaba a partes iguales a Ortega y Gasset y a Carl Schmitt. Así, conociendo la obsesión de Franco por no repetir las equivocaciones de la dictadura de Primo de Rivera, advertía de que estaba reproduciéndose «El error Berenguer». A su juicio, era indudable la integridad ideológica de Arias. Sin embargo, no estaba «a la altura de las desafiantes circunstancias», ya que
No todos los gobernantes han de poseer una idea del Estado; pero es necesario que la tengan los llamados a decidir en momentos de crisis porque, en caso contrario, el Estado se lo harán los otros, o sea, los enemigos.[viii]
Epílogo
«The motherfuckers do learn»
Lester Freamon, «Hamsterdam», The Wire (2002-2008)
Nadie gobierna solo. Y todavía menos durante casi cuarenta años. Por su propia naturaleza, las dictaduras tienden a hacer desaparecer las limitaciones jurídicas e institucionales al ejercicio del poder personal, lo que conlleva un peligroso incremento de la arbitrariedad en el proceso de toma de decisiones. Con todo, ningún dictador es capaz de atender en solitario a las innumerables facetas de la realidad que comporta la gestión de un Estado moderno. La creación de un entramado de intereses y fidelidades, de distinta tipología, así como la articulación de un núcleo de colaboradores y de toda una serie de organismos de asesoramiento, planificación y preparación burocrática resultan imprescindibles. Así pues, la cuestión es determinar si el régimen franquista fue particularmente personalista en comparación con otros autoritarismos, dictaduras militares o sistemas de signo fascista.
Franco concentró en sus manos la práctica totalidad de las prerrogativas políticas y militares, lo que le confería un poder ejecutivo absoluto. A diferencia de Hitler y de Mussolini, nunca tuvo que cohabitar con un jefe del Estado que pudiera actuar como contrapoder y fuente alternativa de legitimidad. Las instituciones de la Segunda República en el exilio y el pretendiente borbónico, Juan de Borbón, carentes de reconocimiento internacional y faltos de toda clase de recursos, jamás consiguieron alcanzar dicho estatus y comprometer su estabilidad. Sin embargo, al contrario de los dos dictadores que le ayudaron a conquistar el poder, Franco tuvo siempre a su lado a un «valido». Una «eminencia gris» a la que confiarse y solicitar consejo, en mayor o menor medida, pues fue también variable el grado de influencia que ejercieron, consecutivamente, el leal pero limitado en sus competencias Nicolás Franco, el demasiado ambicioso Serrano Suñer y, finalmente, el incondicional Carrero Blanco, convertido en un auténtico doble político del dictador.[i] De la misma forma, Franco no descuidó en ningún momento la importancia del Consejo de Ministros. Nunca jugó a acumular la titularidad de los principales ministerios, como solía hacer Mussolini, mientras que Hitler directamente dejó de convocarlo desde 1938. Por el contrario, desde la formación de su primer gobierno en enero de 1938, Franco mantuvo la periodicidad de las reuniones del gabinete y llegó contar con dos presidentes, el propio Carrero Blanco y Carlos Arias Navarro.
Pese a la existencia de estos mecanismos de gobierno colegiado, Franco actuó inicialmente de manera bastante personalista, haciendo caso omiso de cualquier información que contradijera su visión estratégica y su creciente sentimiento de ser un elegido de la providencia. En muchos sentidos, se trataba de un comportamiento coherente con su manera de conducir la guerra civil, ignorando habitualmente el asesoramiento militar de sus aliados y considerando como mérito propio numerosos factores económicos que le favorecieron debido a la situación internacional. Al fin y al cabo, había conseguido una victoria total.
Su decisión de hacer intervenir a España en la segunda guerra mundial se inspiraba en ese mismo patrón de conducta. Veteranos diplomáticos y altos mandos militares advirtieron en contra de la alianza con las potencias del Eje y la participación en un conflicto para el que «no estamos en modo alguno preparados».[ii] Sin embargo, tal y como sucedió en la Italia fascista, donde Mussolini afrontaba dudas similares por parte del establishment tradicional y la cúpula militar, la rápida derrota de Francia cambió el cálculo de riesgos y beneficios derivados de la beligerancia y Franco aprovechó para desoír las voces discrepantes. Con todo, ni siquiera entonces actuó completamente en solitario, sino amparado por otro sector significativo de las élites políticas y militares, marcadas por el desastre del 98 y que concebían la grandeza nacional exclusivamente en términos de conquista y expansión territorial. Después de la entrada en combate de Italia, tan solo la aprobación de la Alemania nazi separaba a España de la beligerancia, dada la necesidad de contar con su ayuda material y logística. Sin embargo, Hitler no aceptó el ofrecimiento franquista de finales de junio de 1940, en octubre en Hendaya no se consiguió un acuerdo satisfactorio para fijar una fecha definitiva y, por añadidura, Stalin tampoco declaró formalmente la guerra a España tras el envío de la División Azul en julio de 1941. En cualquiera de estas ocasiones, simple y llanamente, Franco tuvo suerte. Pocas trayectorias como la suya vienen a darle la razón a la escena inicial de Match Point (2005), de Woody Allen: «Aquel que dijo “más vale tener suerte que talento” conocía la esencia de la vida».
Ahora bien, una vez comprobó la magnitud de la catástrofe para la Italia fascista y fue consciente de lo que cerca que había estado del abismo, Franco aprendió la lección. Y la aprendió para siempre. Desde entonces y hasta el final de sus días, estuvo mucho más dispuesto a escuchar a su cuerpo diplomático, a sus generales y asesores militares y a sus ministros, cuyas propuestas sobre las más variadas cuestiones venían prefiguradas por una Administración compuesta de técnicos y expertos cada vez más profesionalizada. Un factor imprescindible para poder ejercer esta nueva forma de liderazgo fue la confianza. Desde el período crítico situado entre el otoño de 1943 y el verano de 1947, Franco pudo estar seguro de que los integrantes de su clase dirigente, tanto heredados como de nueva formación, trabajaban en su dirección.[iii] En esos años decisivos, antes de que la Guerra Fría completara la ecuación para la supervivencia de la dictadura, quedó demostrado que los distintos electorados franquistas no habían olvidado la guerra civil, que obtenían suficientes beneficios del sistema y que, por último pero no menos importante, querían eludir las responsabilidades por su comportamiento durante la inmediata posguerra. Por consiguiente, consideraban cualquier posibilidad de un cambio de régimen como un salto en el vacío de inciertas consecuencias.
Tal y como hemos tratado de mostrar en este libro, la confianza de Franco en su personal político es una de las claves explicativas para comprender algunas medidas trascendentales adoptadas con posterioridad. Sin ánimo de exhaustividad, entre ellas pueden incluirse la aceptación incruenta de la independencia de Marruecos, lo que evitó embarcarse en una guerra colonial de resultados impredecibles, y el abandono de la autarquía en favor del modelo económico desarrollista, lo que terminó convertido en el fundamento de una renovada legitimidad, así como la modulación de la represión sobre los distintos sectores de oposición, siempre según un cálculo colegiado de los costes para la imagen internacional y las ventajas derivadas de la disuasión y la autoafirmación. El hecho de que el monopolio de la decisión última, así como la propia esencia del sistema político, residieran en Franco se encuentra fuera de toda discusión. Sin embargo, tampoco resulta posible comprender su funcionamiento y longevidad sin tener en cuenta todo ese universo de colaboradores e instrumentos institucionales, capaces de actuar más allá de lo que el propio Caudillo ordenara o fuera capaz de valorar como relevante para su mantenimiento en el poder. Desde fecha muy temprana y considerado en su conjunto, el régimen franquista no fue la dictadura de una sola persona.
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Permanecer, al menos oficialmente, al margen de la segunda guerra mundial constituyó el hecho diferencial de la dictadura de Franco respecto a la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. La razón fundamental de su separación del tronco general de los regímenes fascistas, ya que le permitió sobrevivir más allá de la derrota del Eje.
A este respecto, el historiador Robert O. Paxton, en su obra del año 2004 Anatomía del fascismo y basándose en la trayectoria de los regímenes italiano y alemán, formulaba su conocida teoría sobre las cinco etapas atravesadas sucesivamente por el fascismo, a saber, la creación de los movimientos, el momento del arraigo en el sistema político, su toma del poder, su ejercicio del mismo y, finalmente, la radicalización que conducía a su colapso.[iv] Haciendo nuestro este esquema, y sin ofrecer aquí una completa teorización, nos inclinamos por una definición de la dictadura franquista como «fascismo asimétrico».
Fascismo porque el régimen franquista, nacido de la misma crisis de los Estados democráticos liberales del período de entreguerras e impuesto en España con el concurso imprescindible tanto de Italia como de Alemania, se dotó de una estructuración jurídica e institucional propia de los sistemas fascistas. En especial, gracias a la creación de un partido único, convertido entre 1937 y 1977 en el canal exclusivo para la participación política legalmente autorizada, ya fuera bajo su denominación inicial, FET y de las JONS, como posteriormente bajo la rúbrica de Movimiento Nacional. Como en el resto de Estados fascistas, la dinámica en el seno de FET y en sus relaciones con otras instituciones tradicionales, como la Iglesia católica y las FF.AA, estuvo marcada por las tensiones entre los sectores más radicales y los elementos conservadores, sometidas en última instancia al arbitraje del Caudillo carismático. A imagen y semejanza de sus homólogos italiano y alemán, finalmente, el Movimiento Nacional siempre hizo gala, en sus Estatutos, en la actividad de sus organizaciones y en la inspiración que aportaron a las Leyes Fundamentales de la dictadura, de una ideología de «tercera vía» de carácter unificador y palingenésico.[v]
Asimétrico, porque la guerra civil supuso la particular etapa de radicalización del fascismo español. Una radicalización anticipada en el tiempo, que permitió a un pequeño movimiento, apenas arraigado en la arena política, avanzar rápidamente hacia la conquista del Estado y el ejercicio del poder. Por el camino, sin embargo, se quedaron sus fundadores, algo que fue aprovechado por el general Franco, hasta entonces ajeno al partido, para hacerlo suyo tras decretar su unificación con el resto de fuerzas políticas. El conflicto provocó una incorporación masiva de nuevos militantes, un acelerado proceso de encuadramiento de la población y un recurso masivo a la violencia contra los enemigos políticos. Único movimiento fascista convertido de esta manera en régimen, la guerra y su desenlace, paradójicamente, resolvieron gran parte de los desafíos que, de manera más progresiva, tuvieron que afrontar los fascismos llegados al poder por designación de un jefe del Estado. Esta circunstancia, así como las características culturales y el grado de desarrollo de la sociedad española, determinaron un mayor peso de los organismos de control social tradicionales en detrimento de los propios de la modernidad fascista. Movilización y violencia fueron desde entonces utilizadas de manera más selectiva, lo cual no significa que ambos recursos no se encontraran siempre disponibles. El régimen se sirvió de ellos en cada ocasión en la que convino a la defensa de sus intereses. De hecho, en los momentos finales de agonía de la dictadura, llegó incluso a reproducirse una cierta fase de radicalización.
Para entonces, sin embargo, el régimen había cumplido ya con su principal objetivo desde 1945: garantizar su supervivencia en vida de Franco. A dicho propósito quedó supeditada cualquier otra cuestión a lo largo de los siguientes treinta años, inclusive el intentar mantener alguna de las posesiones coloniales —algo que, en el Portugal del Estado Novo, se convirtió por el contrario en una obsesión, dando lugar a su propio callejón sin salida de radicalización— y aunque estuvieran en juego las obligaciones como metrópoli y el prestigio nacional, caso de la vergonzante retirada del Sáhara Occidental. No estaba mal para un régimen que había prometido volver a cabalgar por las rutas imperiales. Indudablemente, si tomamos la propia noción franquista de grandeza nacional como vara de medir, queda claro que la dictadura no hizo grande a España otra vez.
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La historia de la dictadura franquista es la historia de todas las personas que la hicieron posible y que la sostuvieron a lo largo de los años. También de las que lucharon, en la medida de sus respectivas posibilidades, contra ella y contra todo lo que representaba. Incluso aquellas que trataron de reducirla a la circunstancia que les tocó vivir son agentes activos de su historia, pues con la transmisión de sus recuerdos y vivencias en el ámbito privado contribuyeron, y siguen haciéndolo hoy en día, a la construcción de su imagen y de su memoria públicas.
Muy característica de esa anónima clase media baja de las ciudades intermedias del país, ligadas a la administración y con expectativas de ascenso social a través de la educación o la carrera militar, la familia del dictador era un buen reflejo de las realidades de su época, marcadas por la frustración por la pérdida del imperio, la persistencia de la religiosidad frente al empuje secular, el cambio tecnológico, el nacimiento de los nacionalismos periféricos y los problemas derivados de la colonización de Marruecos. A imagen y semejanza de los Franco, otras sagas familiares resultan representativas de cada uno de los períodos atravesados por la dictadura, así como de la evolución de la sociedad española.
Los compases finales de la guerra civil y la victoria franquista encuentran su mejor representación en los hermanos Machado. Con el corazón definitivamente helado, Antonio, José y la madre de ambos, Ana Ruiz, salieron al exilio en enero de 1939. Como es bien conocido, apenas unas semanas más tarde murieron tanto ella como el poeta, que fue sometido a un proceso de depuración después de muerto y desposeído de su cátedra, mientras José se reunía con otro de los hermanos, Joaquín, y conseguían alcanzar Chile gracias al programa de ayuda a los republicanos españoles puesto en marcha por Pablo Neruda. Entre tanto, adeptos al bando nacionalista desde el comienzo de la contienda, Manuel y Francisco Machado permanecían en España. Al saber por la prensa extranjera de la muerte de sus familiares, Manuel se desplazó en coche hasta Colliure. Sería, no obstante, un error extrapolar una iniciativa privada para convertirla en un gesto más amplio de reconciliación. Franco mantuvo siempre la diferenciación entre vencedores y vencidos. Y bien lo sabía Manuel Machado, que apenas unos días más tarde celebró la entrada en Madrid del ejército franquista con el poema Al sable del Caudillo, donde cantaba el resurgir de la «una, grande y libre España».
Y cualquier cosa menos privado pudo ser el duelo de Pilar y Miguel Primo de Rivera por sus hermanos, Fernando, asesinado en la Cárcel Modelo de Madrid, y José Antonio, ejecutado en la prisión de Alicante. Omnipresente en el espacio público, el fundador de Falange Española fue convertido en la encarnación de las víctimas de la represión republicana y revolucionaria, cuya rememoración fue una de las claves de la longevidad de la dictadura. Pilar y Miguel Primo de Rivera, sin embargo, fueron mucho más que los hermanísimos del Ausente. Lejos de sentirse utilizados o traicionados por un régimen que fue siempre también el suyo, ambos pusieron su capital simbólico al servicio de Franco y fueron recompensados por ello con importantes cargos en el Estado y el partido único. Según estas mismas premisas, el resto del falangismo tuvo la oportunidad de articular todo un entramado de intereses, organizaciones y voluntades, no exentas de convicción ideológica. La fortaleza de dicho entramado, de hecho, fue tal que llegó a sobrevivir brevemente al dictador, al tiempo que su personal terminó transferido a la Administración pública sin solución de continuidad. De esta forma, el aparato del Estado democrático quedó impregnado durante largos años de la verticalidad y los valores autoritarios del autodenominado Movimiento Nacional.
Más allá de las disposiciones oficiales, el falangismo y los falangistas quedaron perfectamente amalgamados con la clase dirigente del país. Y es que, si la Falange originaria contaba ya con un importante componente aristocrático, marqueses como eran tanto José Antonio como Francisco Moreno Herrera, sus dos únicos representantes en el Parlamento republicano, las diferencias entre sus sectores más populares y las élites tradicionales fueron limándose con el paso del tiempo. En especial porque, mediante toda una serie de «momentos privados con un propósito público»,[vi] los jerarcas falangistas tuvieron buen cuidado de emparentar a su descendencia con importantes apellidos de la alta sociedad española. La familia Primo de Rivera aprovechó incluso la dictadura para recomponer sus relaciones con la monarquía, al entrar Miguel Primo de Rivera y Urquijo en el círculo íntimo del príncipe Juan Carlos de Borbón.
Los azules nunca desaparecieron completamente del escenario, aunque en la recta final de la segunda guerra mundial tuvieron que pasar a un discreto segundo plano y, durante un tiempo prudencial, ceder la cabeza de cartel al catolicismo político. Los hermanos Herrera Oria representaban la doble vertiente que había seguido dicha fuerza durante la Segunda República. Reconocido como uno de los hombres más influyentes en la España del primer tercio de siglo, Ángel Herrera Oria había convertido la ACNP en la principal escuela de cuadros de la derecha conservadora, pero su estrategia para conquistar el poder legalmente no fue compartida por todos, entre los que se contaba Francisco Herrera Oria, consejero de Editorial Católica y favorable a la oposición frontal que planteaban los círculos nacionalistas de Acción Española. Este último contribuyó a mantener a flote al movimiento católico mientras aquel, ordenado entre tanto sacerdote, caía relativamente en desgracia, hasta que el régimen requirió de sus buenos oficios, de sus discípulos y sus contactos internacionales a la vista del inquietante curso del conflicto.
Ángel y los suyos diseñaron entonces una evolución institucional a la medida de la doctrina pontificia y para que las élites conservadoras de las potencias anglosajonas pudieran salvar la cara ante sus respectivas opiniones públicas. La «democracia orgánica» que planteaban resultaba más creíble sin la presencia del partido único, pero en absoluto hicieron de su desaparición una exigencia para colaborar. Cómo podrían hacerlo, si otro de los hermanos, Enrique Herrera Oria, andaba presumiendo de haber educado políticamente a Onésimo Redondo, fundador de las JONS, y había compartido cautiverio con otros falangistas durante la guerra civil. A imagen y semejanza de lo que sucedía en el seno de esta saga familiar, las relaciones entre los distintos electorados de la dictadura podían no ser las ideales, pero de allí a que sus tensiones se tradujeran en un abandono de la casa común iba un abismo que nunca llegó a atravesarse. No en vano, experiencias personales similares, como refugiados en las embajadas o en los frentes de combate, tenían figuras como Alberto Martín-Artajo, José Ibáñez Martín, Fernando María Castiella, José María de Areilza y Joaquín Ruiz-Giménez. Todos ellos actuaron con eficacia desde los ministerios y en el ámbito diplomático para lavar la cara del régimen en el exterior, mientras Franco y Carrero Blanco incumplían en el interior sus promesas de reforma y se aseguraban el control del proceso de sucesión en la Jefatura del Estado.
Unos y otros, falangistas y propagandistas, sufrieron el síndrome del príncipe destronado cuando subieron a escena los tecnócratas, presentes desde el comienzo de la función franquista, pero que hasta finales de los cincuenta habían maniobrado básicamente entre bambalinas. A diferencia del resto de sagas familiares, los tecnócratas eran todos ellos hijos únicos de un dios menor, Josemaría Escrivá de Balaguer, creador del Opus Dei y futuro santo de la Iglesia católica. Crecientemente oxidadas las apelaciones a la victoria, para renovar los votos de legitimidad del régimen y tratar de perpetuarlo, Mariano Navarro Rubio, Laureano López Rodó y Alberto Ullastres hicieron suyos los proyectos de estabilización y desarrollo económicos preparados por los técnicos y cuadros intermedios de los distintos ministerios, siempre con el imprescindible asesoramiento, crédito e inversión de los organismos financieros multilaterales. Una circunstancia esta última particularmente sangrante, después de que los medios católicos acusaran durante tantos años a la ILE de antiespañola por buscar en el extranjero las fórmulas para la modernización del país.
El gran mérito de los tecnócratas fue convencer a Franco de renunciar a la autarquía y ensayar un nuevo modelo de política económica. En coherencia con su renovado talante, Franco se dejó aconsejar. Pero nunca habría seguido sus indicaciones sin haber estado seguro de que «trabajaban en la dirección del Caudillo», como quedaba acreditado por su condición de excombatientes y su temprana militancia en alguno de los grupos del Movimiento Nacional. Un eslabón de sus trayectorias que conviene tener en cuenta, por mucho que haya desaparecido de los numerosos volúmenes de memorias y las hagiografías de estos personajes. Y es que aún más meritoria que la estabilización económica resultó ser la fantasía que construyeron desde su salida del poder, tras el asesinato de Carrero Blanco. Así, según una narrativa exclusivamente nacionalista del desarrollismo, ha llegado a calar en el imaginario colectivo el relato de que sus acciones estuvieron siempre orientadas hacia el aperturismo, el retorno de la monarquía y la confluencia con la Europa democrática, afirmaciones todas ellas que distan mucho de la realidad de los acontecimientos.
Hacer posible la incorporación de España al proceso de construcción europea, pero justificando que lo hiciera bajo la tutela de una dictadura, pues así lo dictaban la historia y el carácter nacionales. Esa fue la tarea que asumió Manuel Fraga Iribarne, prototipo ideal del dirigente formado ya íntegramente por el sistema educativo franquista, con un resultado final caracterizado por el sincretismo. Profesional, por un lado, pues combinaba los cargos en las delegaciones del partido con su pertenencia a los grandes cuerpos de la Administración estatal. Ideológico, por el otro, pues conforme a los usos del Movimiento se situaba a medio camino entre falangismo y propagandismo. Con estas armas, el político gallego se lanzó a renovar la imagen del régimen a fuerza de campañas institucionales, manipulación teñida de información y golpes de efecto comunicativos, donde alternaba una de cal y otra de arena de la playa de Palomares. Con todo su personalismo, no obstante, tampoco Fraga actuaba solo en la galaxia franquista, sino acompañado por un valioso equipo de colaboradores, cuya lealtad venía también garantizada por lazos de sangre. Uno de sus principales miembros, Carlos Robles Piquer, estaba casado con Elisa Fraga Iribarne.
Al mismo tiempo, sin embargo, la relativa unanimidad que hasta entonces había presidido el bloque de poder de la dictadura presentaba sus primeras fisuras. De este modo, cada vez más familias de ilustre abolengo franquista, inclusive en el ámbito castrense, contaban con alguna oveja descarriada o directamente roja entre sus filas. Tal era el caso de José Daniel Lacalle, Casilda Varela o, para la saga que nos ocupa, Ana Fraga Iribarne, destacada activista feminista, detenida en los años setenta por «propaganda ilegal» y vinculada con el movimiento de contestación estudiantil y con las Comisiones Obreras. Todo un catálogo de las nuevas corrientes de pensamiento que recorrían el occidente europeo y que llegaban puntualmente a España, que no era diferente, excepto por una razón: este cambio cultural, sociológico y generacional no tenía lugar en un marco institucional democrático, sino bajo el yugo impuesto por una interminable dictadura. La oposición antifranquista crecía, y lo hacía además desde el interior del país, ya no inspirada desde el exilio, cuya percepción de la situación había quedado bastante obsoleta con el paso de los años. Así pudo comprobarlo la escritora Ernestina de Champourcín a su regreso a la Península a comienzos de los setenta. Y eso que ella había podido contar con información privilegiada, pues su hermana María Luisa, casada con un importante jerarca falangista, Emilio Lamo de Espinosa, había permanecido en España durante todo este tiempo.
Fue precisamente un viaje en sentido contrario, concretamente hacia la Europa del Este, lo que terminó por costarle la carrera al general Manuel Díez-Alegría, primogénito de la saga familiar que mejor ejemplifica el panorama político y social durante la recta final de la dictadura. Así, aunque su punto de partida seguía siendo la victoria en la guerra civil, hacía ya varios años que Díez-Alegría reclamaba que las Fuerzas Armadas dejaran atrás los criterios puramente doctrinales y apostaran por la neutralidad y la profesionalización, en línea con lo que sucedía en los países de la Alianza Atlántica. Se trataba, sin duda, de un planteamiento muy extendido entre las clases medias urbanas, deseosas de una normalización política que pasaba necesariamente por realizar cambios en las instituciones, si bien las posiciones diferían sobremanera en cuanto al grado de profundidad de la reforma. Existían, por añadidura, poderosas fuerzas que se oponían a cualquier modificación del sistema. No había que buscar muy lejos. Su propio hermano, Luis Díez-Alegría, jefe de la Casa Militar de Franco hasta 1975, simbolizaba la persistencia de los valores del régimen y la voluntad de darles continuidad incluso más allá de la muerte del dictador.
Pero al otro lado de la balanza se situaba el benjamín de la saga, José María Díez-Alegría, representante del cambio de mentalidad de la Iglesia posconciliar, finalmente exclaustrado de los jesuitas y residente en uno de los epicentros de la oposición en la capital. De la confluencia entre el cristianismo de base, el sindicalismo obrero, las reivindicaciones de las nacionalidades, la oposición clandestina de la vieja y la nueva izquierda y las asociaciones vecinales vendrían las movilizaciones que empujaron el proceso de transición a la democracia. Estos movimientos sabían muy bien que los cambios no iban a producirse por arte de magia, sino que sería necesario conquistarlos entre todos, para que un día, al levantar la vista, vieran una tierra donde poder ser libres.
Notas
El año de la victoria (1939-1940)
[i] «S. M. Le Roi Alphonse XIII», Le Jour — L’Écho de Paris, 9 de marzo de 1939, «Je veux être considéré comme un soldat de Franco […] L’Avenir de l’Espagne et de tous les espagnols est entièrement entre ses mains», pp. 1-2. [https://www.retronews.fr/journal/le-jour/09-mar-1939/1125/2995447/1] (consultado el 1 de abril de 2023).
[ii] José Antonio Primo de Rivera, «La República de orden», en Escritos y discursos. Obras completas (1922-1936) (Recopilación y prólogo de Agustín del Río Cisneros), Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1976, tomo I, pp. 342-343.
[iii] Sobre la importancia y significados de estas celebraciones, véase Zira Box, España, año cero. La construcción simbólica del franquismo, Alianza, Madrid, 2010, pp. 93-118 y Giuliana Di Febo, Ritos de guerra y de victoria en la España franquista, Publicacions de la Universitat de València, Valencia, 2012, pp. 97-128.
[iv] Enrique Plá y Deniel, Las dos ciudades. Carta pastoral que dirige a sus diocesanos el Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Enrique Plá y Deniel, Obispo de Salamanca, en 30 de septiembre de 1936, Establecimiento Tipográfico de Calatrava, Salamanca, 1936.
[v] Mary Vincent, «La Semana Santa en el nacionalcatolicismo: espacio urbano, arte e historia. El caso de Valladolid (1939-1949)», Historia y Política, 38 (2017), pp. 91-127.
[vi] «Radiante de júbilo patriótico. En el atrio enjoyado de sus fiestas de la Victoria. Sevilla recibe enfervorizada al generalísimo Franco. Caudillo de todos los españoles», ABC, 16 de abril de 1939. Una panorámica completa en Claudio Hernández Burgos y César Rina Simón, «Nacionalización, recatolización y legitimidad sacro-popular en la Semana Santa de Andalucía durante la guerra civil y la posguerra», en Claudio Hernández Burgos y César Rina Simón (eds.), El franquismo se fue de fiesta. Ritos festivos y cultura popular durante la dictadura, Publicacions de la Universitat de València, Valencia, 2022, pp. 71-94.
[vii] Miguel Ángel del Arco Blanco, Cruces de memoria y olvida. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-2021), Crítica, Barcelona, 2022.
[viii] Jordi Amat, «Farenheit 1939», en Largo proceso, amargo sueño. Cultura y política en la Cataluña contemporánea, Tusquets, Barcelona, 2018, pp. 59-69. «Circular de la Jefatura Provincial de Propaganda de FET y de las JONS a la Cámara del Libro», 21 de abril de 1939. Juan Marqués, Vida y obra de Luys Santa Marina. El lugar de un nombre (1898-1980), Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2010.
[ix] La expresiones sobre ambas ciudades castellanas en Francisco Umbral, La leyenda del César Visionario, Seix Barral, Barcelona, 1991, p. 7. Sobre su papel durante la contienda, Luis Castro, Capital de la Cruzada. Burgos durante la Guerra Civil, Crítica, Barcelona, 2006. Para las palabras del cuñadísimo, «En la fiesta de la Independencia. Serrano Suñer pronuncia un importante discurso», Diario de Burgos, 3 de mayo de 1941.
[x] «Auto de fe en la Universidad Central. Los enemigos de España fueron condenados al fuego», Ya, 2 de mayo de 1939. Véase Ana Martínez Rus, La persecución del libro: hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951), Trea, Gijón, 2014 y Libros al fuego y lecturas prohibidas. El bibliocausto franquista (1936-1948), CSIC, Madrid, 2021.
[xi] Alicia Alted, Política del nuevo estado sobre el patrimonio cultural y la educación durante la guerra civil española, Ministerio de Cultura, Madrid, 1984.
[xii] Richard J. Evans, The coming of the Third Reich, Penguin Books, Nueva York, 2003, pp. 419-431.
[xiii] Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, en Obra de Ramiro de Maeztu (prólogo y selección de Vicente Marrero), Editora Nacional, Madrid, 1974 (orig. 1934), p. 857.
[xiv] Un detallado relato de estos «Días de Victoria», en Alejandro Pérez-Olivares, Madrid cautivo. Ocupación y control de una ciudad (1936-1948), Universitat de València, Valencia, 2020, pp. 181-191.
[xv] Paul Preston (1994), pp. 410-412; Pedro Montoliú Camps, Madrid en la posguerra, 1939-1946. Los años de la represión, Sílex, Madrid, 2005, pp. 66-71.
[xvi] Carlos Barciela López, María Inmaculada López Ortiz, Joaquín Melgarejo Moreno y José Antonio Miranda Encarnación, La España de Franco (1939-1975). Economía, Síntesis, Madrid, 2001, pp. 20-22. «Orden de 14 de mayo de 1939 estableciendo el régimen de racionamiento en todo el territorio nacional para los productos alimenticios que se designen por este Ministerio», BOE, 17 de mayo de 1939, pp. 2691-2692.
[xvii] «Un desfile para Europa», ABC, 20 de mayo de 1939, «Más numerosa que todas […] Ni el desfile interaliado de 1918 […] ni el celebrado hace semanas en Berlín, ni el que dos veces por año convoca la propaganda del Komitern (sic) en la Plaza Roja dan idea de la parada de ayer», p. 7.
El otoño del patriarca (1974-1977)
[i] George Orwell (2000), p. 66.
[ii] Ibid, pp. 36-39, 43, 66 y 104.
[iii] «Acto de tomas de posesión en la Secretaría General del Movimiento», La Vanguardia (española), 17 de enero de 1974; José Utrera Molina, Sin cambiar de bandera, Planeta, Barcelona, 1989, pp. 113-118.
[iv] Julio Trenas, «Discurso del señor Utrera Molina en la conmemoración de la gesta de Alcubierre», La Vanguardia (española), 30 de abril de 1974.
[v] José Utrera Molina, El Movimiento, vanguardia integradora. Alcubierre 1974, Ediciones del Movimiento, Madrid, 1974.
[vi] «Declaración política de José Antonio Girón», Arriba, 28 de abril de 1974. José Antonio Girón de Velasco, Si la memoria no me falla, Planeta, Barcelona, 1994.
[vii] La expresión es de Manuel Vázquez Montalbán, Crónica sentimental de la transición, Planeta, Barcelona, 1985, p. 63.
[viii] Gonzalo Fernández de la Mora, «El error Berenguer», ABC, 9 de mayo de 1974. Pedro Carlos González Cuevas (2015), pp. 302-303.
Epílogo
[i] Una tipología de «validos» en Charles Zorgbibe, Les éminences grises … dans l’ombre des princes qui nous gouvernent, Fallois, París, 2020, pp. 9-13.
[ii] Palabras del general Alfredo Kindelán en un informe de marzo de 1940 citado por Enrique Moradiellos (2000), p. 243.
[iii] Una brillante reflexión sobre el proceso de toma de decisiones en los distintos modelos de regímenes políticos, particularmente en las dictaduras, en Ian Kershaw (2008), pp. 611-627.
[iv] Robert O. Paxton (2005), p. 33. Anticipado en Robert O. Paxton, «The Five Stages of Fascism», The Journal of Modern History, vol. 70, 1 (1998), pp. 1-23.
[v] Sobre el fascismo como «tercera vía», Roger Eatwell, Fascism. A History, Pimlico, Londres, 2023. Su carácter palingenésico en Roger Griffin, Fascismo, Alianza, Madrid, 2019.
[vi] Victoria de Grazia (2020), p. 1.
Índice de la obra
Introducción: No solo Franco
1. Ni paz, ni piedad, ni perdón
2. El año de la victoria (1939-1940)
3. Imposible el alemán (1940-1943)
4. El fin de la esperanza (1943-1945)
5. Aislamiento, ma non troppo (1946-1950)
6. Los Pactos de Letrán del Estado franquista (1951-1955)
7. La mayoría de edad (1956-1959)
8. La hora de los gatopardos (1959-1963)
9. ¡Viva la clase media! (1964-1969)
10. Almirante en tierra (1969-1973)
11. El otoño del patriarca (1974-1977)
Epílogo
Fuente: Conversación sobe la historia
Portada: Retirada de la estatua ecuestre de Franco de la plaza del Ayuntamiento de Valencia, el 9 de septiembre de 1983 (foto: Efe)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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