dissabte, 4 de maig del 2024

Del campo andaluz a la cámara de gas: el asesinato de los hermanos Serrano como símbolo de la deportación a campos nazis.

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Antonio (izquierda) y Julio Serrano Hidalgo (derecha) fotografiados antes de exiliarse en Francia.

Carlos Hernández

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Peñaflor (Sevilla), diciembre de 1955. Isabel García Rosa lleva 15 años sin saber si su marido está vivo o muerto. La última carta que recibió de su Antonio fue en octubre de 1940. Para su sorpresa e intranquilidad, la misiva procedía de Alemania y llevaba varios sellos con la esvástica nazi: “Soy prisionero de guerra, y estoy con buena salud. En mi próxima carta te daré mi dirección; es inútil escribirme antes de saber mi nueva dirección. Mis más afectuosos recuerdos. Antonio Serrano Hidalgo (…)”. Nunca supo nada más de él. Isabel se ha ido haciendo a la idea de que jamás volverá a verle, pero no deja de albergar una pequeña esperanza.

La brutal represión de la dictadura se ha cebado con su familia y la han empujado a permanecer callada. De los cuatro hermanos varones de Antonio, solo queda uno con vida. Sebastián fue sacado a rastras por los franquistas de un hospital y fusilado. Dionisio murió en un accidente poco después de salir de prisión. Rafael pasó nueve años encerrado en penales y trabajando como esclavo en obras como la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir, más conocido como el Canal de los Presos. Julio se marchó con Antonio al exilio francés y también está en paradero desconocido.

El terror impera en España, pero tres lustros después de esa última carta, Isabel ha decidido cursar una petición a la Cruz Roja Internacional para que investiguen el paradero de su marido. El motivo por el que ha dado este paso lo explicita ante su familia con una rotunda frase: “Más vale una mala noticia segura que esta terrible incertidumbre”. Tres años después llegó la respuesta con la esperada mala noticia. Antonio había muerto en un lugar de Austria llamado Gusen. La incertidumbre se desvaneció, dando paso al infinito dolor que la acompañó el resto de sus días. Isabel falleció, mucho tiempo después, sin saber que ese “Gusen” en el que pereció su Antonio había sido un letal campo de concentración nazi conocido como El Matadero de Mauthausen.

9.300 historias ocultadas por el franquismo y olvidadas por la democracia

La historia completa de Antonio y Julio Serrano Hidalgo aún permaneció enterrada muchas décadas más. Bien entrado el siglo XXI, historiadores e investigadores como Benito Bermejo, Sandra Checa o Ángel del Río ya les incluyeron en sus listados de víctimas españolas de los campos nazis, pero fue su sobrina nieta, Mari Carmen González Serrano, la que decidió investigar a fondo: “Mi madre me había dicho que sus tíos habían muerto en Alemania. A mí siempre me extrañó, pero era pequeña y no preguntaba”. En conversación con elDiario.es, Mari Carmen explica que se enteró de la cruda realidad cuando encontró sus nombres en la placa que el municipio de Peñaflor colocó en homenaje a sus vecinos víctimas del nazismo: “Me propuse descubrir lo que les había ocurrido y empecé a investigar. Cuando encontré el primer documento original de Mauthausen en el que se les citaba… se me heló la sangre”. 

El periplo de los hermanos Serrano Hidalgo fue similar al que sufrieron los más de 9.300 españoles y españolas que fueron deportados a los campos de la muerte de Hitler, de los cuales 5.500 fueron asesinados. Antonio y Julio eran unos humildes agricultores que vieron en la II República la ocasión de mejorar sus precarias condiciones laborales y sus durísimas vidas. Afiliados a la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, no dudaron en tomar las armas para defender la democracia del golpe de Estado perpetrado en julio de 1936. Antonio solo llevaba dos años casado con Isabel. Tras luchar en diversos frentes, en febrero de 1939 tuvieron que huir a Francia junto a cerca de medio millón de republicanos. El gobierno galo les recibió como a delincuentes indeseables y les encerró en campos de concentración habilitados, mayoritariamente, en las frías playas del sureste francés. Los hermanos Serrano Hidalgo acabaron en el campo de Barcarès.

Ante la nueva guerra que se avecinaba contra el fascismo, esta vez en Europa, y también para escapar de las inhumanas condiciones de vida de los campos de la playa, Antonio y Julio se alistaron en una Compañía de Trabajadores Españoles (CTE) del ejército francés. Como el resto de compatriotas, en lugar de armas portaron picos y palas. Su unidad, la 29ª CTE, participó en diversas obras de construcción y fortificación cerca de la frontera con Alemania. Un año después, en mayo y junio de 1940, Hitler invadió Francia en una operación relámpago en la que capturó a centenares de miles de prisioneros franceses y a cerca de 15.000 españoles. Entre ellos estaban los hermanos de Peñaflor. Sus nombres aparecieron en un listado de prisioneros de guerra elaborado por la Francia colaboracionista. Antonio y Julio fueron enviados primero a un recinto de reclusión provisional, el Frontstalag de Belfort, y después a un campo estable de prisioneros de guerra: el Stalag XI-B, ubicado en la localidad alemana de Fallingbostel.

Unidos hasta la muerte

En ese lugar, junto a miles de militares franceses y de otras nacionalidades, cientos de españoles fueron tratados como prisioneros de guerra. Los soldados alemanes que les custodiaban respetaban, más o menos, los derechos establecidos en el Convenio de Ginebra. Así lo atestiguaron los republicanos supervivientes que relataron, años después, cómo recibían suficiente alimentación y un trato, en general, correcto por parte de sus guardianes. Todo cambió cuando Franco, a través de su cuñado y hombre fuerte del régimen, Ramón Serrano Suñer, pactó con Hitler la deportación de los prisioneros españoles a campos de concentración para ser exterminados. Agentes de la Gestapo se presentaron en Fallingbostel y en el resto de los stalags para identificar a los republicanos y separarlos de los prisioneros de otros países que permanecieron allí el resto de la guerra.  

El 25 de enero de 1941, Antonio y Julio fueron obligados a subir a un tren junto a otros 1.504 republicanos. Ninguno de ellos sabía que estaban formando parte del más numeroso de todos los convoyes de la historia de la deportación española. El viaje duró dos días completos que pasaron hacinados en vagones de ganado, sin apenas agua ni comida que llevarse a la boca. El día 27 el tren se detuvo en la estación de Mauthausen. Las puertas de los vagones se abrieron y, en lugar de soldados regulares alemanes, les recibió una unidad de las temibles SS. A golpes, culatazos de fusil y mordeduras de sus perros, los SS pastorearon a la asustada masa de prisioneros a lo largo de los cinco kilómetros que les separaban de la colina en la que se alzaba el campo de concentración. El gaditano Eduardo Escot formaba parte de su grupo y, años después, recordaba ese infernal trayecto que recorrió con su paisano Cristóbal Raya y lo que sintió al toparse con los primeros prisioneros esqueléticos que vestían el traje rayado: “Entonces fui consciente del sitio al que llegábamos y le dije a mi amigo: 'Raya, estamos jodidos'”.

Julio y Antonio lograron permanecer juntos durante esos interminables kilómetros. Prueba de ello es que al llegar a Mauthausen, los nazis les asignaron dos números correlativos: Antonio recibió el 6555 y Julio, el 6556. Los hermanos aún consiguieron permanecer cerca, el uno del otro, durante tres meses más. El 10 de abril de 1941 tuvieron que separarse para siempre. Antonio fue trasladado a Gusen, el subcampo situado a cinco kilómetros y que era conocido como El Matadero de Mauthausen.

Solo cuatro meses después, el 13 de agosto, muy probablemente porque ya no estaba en condiciones físicas para trabajar y, por tanto, había dejado de ser útil para los SS, fue enviado al Castillo de Hartheim. En ese lugar había funcionado durante años uno de los seis “Centros de Eutanasia” en los que el III Reich gaseó a decenas de miles de discapacitados, principalmente alemanes y austriacos. Desde comienzos del verano del 41 empezó a utilizarse para eliminar prisioneros de Mauthausen y, más tarde, también de Dachau. Aunque en el certificado de defunción que redactaron los médicos SS se afirmaba que Antonio murió el 10 de septiembre, todo apunta a que fue asesinado en la cámara de gas el mismo día de su llegada a Hartheim. Al menos 449 españoles fueron exterminados en ese monumental pero siniestro castillo.

Ajeno al fatal destino de su hermano, Julio siguió intentando sobrevivir en Mauthausen hasta que, el 9 de octubre, también fue enviado al Matadero de Gusen. Allí solo duró dos meses y medio. En el registro de muertes de ese subcampo se constató su defunción en las primeras horas del día de Navidad de 1941. La causa oficial fue una “miocarditis”. La causa real nunca la sabremos porque los nazis siempre registraban como muertes naturales lo que en realidad eran asesinatos violentos o fallecimientos provocados por el duro trabajo, la nula atención sanitaria y la insuficiente alimentación.

Unos años después de la derrota de Hitler, en 1950, el gobierno francés envió a Franco los partes de defunción de las víctimas españolas de Mauthausen para que se las hiciera llegar a sus familias. Entre esos documentos estaban los de Julio y Antonio. El dictador los guardó en un cajón. A miles de madres, hijas, hermanas o esposas como Isabel, Franco les negó incluso el derecho a saber que sus seres queridos estaban muertos.

“Siento que he puesto luz en su último recorrido, que los he sacado de un olvido que no merecían. Siento que los conozco un poco más —afirma Mari Carmen—. Me da rabia no haber podido hablar de ellos con mi abuelo, su hermano, por el maldito miedo represor de la dictadura”. En vísperas del 5 de mayo, 79º aniversario de la liberación de Mauthausen y Día de homenaje a los españoles deportados y fallecidos en campos de concentración nazis, la sobrina nieta de Antonio y de Julio cree que nuestra democracia sigue sin reconocerles como se merecen: “Se ha silenciado durante demasiado tiempo todo lo relativo a ese periodo de nuestra historia. Creo que nunca se saldará la deuda de tantas personas que perecieron por sus ideales, por pensar de manera diferente. Aun hoy en día muchos sectores de la población española no conocen estos hechos o los desvirtúan y banalizan”.