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Julián Casanova
Muerto Sanjurjo, Franco, desde su privilegiada posición de mando de la guarnición de Marruecos, comenzó a labrar su carrera hacia el poder absoluto. Tenía a sus órdenes el mejor cuerpo del ejército, el de África, con unos 1.600 jefes y oficiales y cuarenta mil hombres, incluida su tropa más afamada y mejor adiestrada, el llamado Tercio de Extranjeros, la Legión, y las Fuerzas Regulares Indígenas. Pero el primer problema al que debió enfrentarse era cómo pasar esas tropas de África a la Península, dado que el estrecho de Gibraltar estaba controlado por las tripulaciones de la escuadra republicana que se habían amotinado contra los oficiales sublevados.
Franco pidió entonces ayuda a Adolf Hitler y a Benito Mussolini. Durante esos primeros días que siguieron a la sublevación los dirigentes de la Alemania nacionalsocialista no habían dedicado especial atención al conflicto armado que había estallado en España. Con la Italia fascista, sin embargo, algunos políticos y militares monárquicos ya negociaron suministros de aviones en la primavera de 1936 y los primeros contactos se habían producido nada más proclamarse la República.
Para llegar hasta el Führer, Franco utilizó a un hombre de negocios alemán residente en el Marruecos español, Johannes Bernhardt, miembro del partido nazi, amigo de Mola, Yagüe y el coronel Juan Beigbeder, buen conocedor de la cultura islámica y la lengua árabe. Bernhardt viajó el 23 de julio a Alemania con un avión de la compañía Lufthansa en el que le acompañaban Adolf Langenheim, jefe local del partido nazi en Marruecos y el capitán de aviación Francisco Arranz. Se entrevistó con Hitler en la noche del 25 de julio en la villa Wahnfried, propiedad de los herederos del músico Richard Wagner, le informó de los acontecimientos en España, del carácter derechista y antibolchevique de la rebelión militar y le entregó la carta de uno de los generales que se habían sublevado.

La carta de Franco estaba escrita en español y Bernhardt se la tradujo a Hitler. Según recordaría Bernhardt, pedía armas para «la lucha que hemos empezado contra el caos y la anarquía». Y el hombre de negocios le informó de que en Tetuán Franco disponía solo de doce millones de pesetas y de una pequeña cantidad de francos franceses. «¡Así no puede empezarse una guerra!», exclamó Hitler. No obstante, llamó a sus ministros de la Guerra y de Aviación, Werner von Blomberg y Hermann Göring, y les dijo que iba a poner en marcha la operación Fuego Mágico para enviar armas y aviones a Franco:
Si España llega realmente a hacerse comunista, Francia en su situación actual será bolchevizada […] y entonces Alemania está liquidada. Emparedados entre el poderoso bloque soviético por el este y un fuerte bloque francoespañol por el oeste, no podríamos hacer prácticamente nada si Moscú decidiese atacarnos.
La primera remesa incluyó veinte aviones de transporte Junker Ju 52, seis cazas Heinkel, veinte cañones antiaéreos, municiones y personal de vuelo y de tierra que comenzaron a llegar a Marruecos el 29 de julio, apenas diez días después del inicio de la sublevación. El envío del material militar se mantuvo en secreto y se camufló como importación de una empresa privada hispano-alemana en Marruecos. Göring mostró entusiasmo con esa idea, la primera vez en la historia que se transportaba un ejército por vía aérea de un continente a otro. «Convoy de la victoria», «primer puente aéreo de la historia militar», lo denominó la propaganda franquista. La decisión de Hitler de enviar material a Franco y no a Mola alteró la posición de liderazgo entre los generales rebeldes. El Führer ordenó enviar a Franco más armas y aviones de los que este había pedido originalmente.
Antes del viaje de Bernhardt a Alemania, Franco ya había tramitado reiteradas demandas de ayuda a Benito Mussolini a través del cónsul italiano en Tánger y de su agregado militar. El 28 de julio, Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores italiano, confirmó el envío de una escuadrilla de doce bombarderos Savoia SA-81 y de dos buques mercantes con cazas Fiat C.R. 32. El uso de esos aviones permitió a Franco eludir el bloqueo naval de la Marina republicana, pasar las tropas desde África hasta Andalucía y comenzar así el avance sobre Madrid. El 7 de agosto, Franco estaba ya instalado en Sevilla, en el palacio de los marqueses de Yanduri. En dos meses y medio, 868 vuelos transportaron 13.952 hombres, 44 cañones, 92 ametralladoras y 500 toneladas de pertrechos.

Los fascistas italianos, al contrario que los alemanes, conocían la conspiración militar y la trama civil. El 20 de julio, el general Franco ya era considerado capo movimento spagnolo, el líder sublevado que tenía las mejores tropas del ejército español y que necesitaba ayuda contra los enemigos del Frente Popular.
Franco jugó sus cartas con destreza y ambición. Se presentó ante periodistas y diplomáticos como el principal general de los militares rebeldes y así informó también a alemanes e italianos, de tal forma que pocos días después se referían a la sublevación como el «movimiento de Franco». Hitler eligió como enlace con Franco al almirante Wilhelm Canaris, jefe del servicio secreto alemán, quien conocía bien España y hablaba español desde que fue agente secreto durante la primera guerra mundial. Canaris contactó con el general Mario Roatta, jefe del servicio secreto italiano, y a finales de agosto ya habían acordado que la ayuda de los dos países se canalizaría exclusivamente hacia Franco. Con la solución rápida que Franco dio al transporte del Ejército de África a la Península se aseguró que la ayuda de las potencias fascistas pasara por sus manos. Y lo que había comenzado como un golpe de Estado con desarrollo incierto se convirtió en una guerra internacional en suelo español.
A la vez que la ayuda italo-germana permitía a los sublevados continuar en su empeño, el Gobierno de la República buscó de forma urgente el auxilio en las democracias. «Hemos sido sorprendidos por un peligroso golpe militar —le dijo José Giral a Léon Blum, presidente del Gobierno de Francia, en un telegrama enviado el 19 de julio—: solicitamos que se ponga en contacto con nosotros inmediatamente para suministrarnos armas y aviones.»
La reacción del Gobierno francés fue, en palabras de Blum, «poner en marcha un plan de ayuda, en la medida de nuestras posibilidades, para proporcionar material a la República española». Pero no fue posible. Un agregado militar en la embajada española en París, agente de los sublevados, filtró la información sobre esa decisión del Gobierno francés al diario derechista L’Écho de Paris, que inició «una campaña fortísima revelando al público todas las decisiones tomadas de la forma más precisa y generando una conmoción considerable, particularmente en los medios parlamentarios».
La opinión pública se dividió, como iba a pasar también en Gran Bretaña, entre quienes mostraban simpatía a la causa republicana, representados por la izquierda, y la derecha política, amplios sectores católicos y de la administración, que rechazaron ese plan de ayuda por miedo a la revolución y a que el conflicto de España se extendiera a Francia.

Las noticias que los representantes diplomáticos de Gran Bretaña en España transmitían a su Gobierno tampoco iban a ayudar a la República. Desde el primer momento describieron a quienes defendían la causa republicana como comunistas al servicio de la Unión Soviética. El cónsul del Reino Unido en Barcelona, Norman King, que creía que los españoles eran una «raza sanguinaria», transmitió el 29 de julio al Foreign Office que «si el gobierno triunfa y aplasta la rebelión militar, España se precipitará en el caos de alguna forma de bolchevismo».
Los conservadores británicos, en el poder desde 1931, temían que cualquier intervención en España obstaculizase su política de apaciguamiento con Alemania. El Gobierno francés siguió los consejos de su principal aliado en Europa y el 25 de julio anunció la decisión de «no intervención de ninguna manera en el conflicto interno de España».
Ese fue el punto de partida de la política de no intervención que se pondría en marcha desde el verano de 1936, aunque la extensión del conflicto español al escenario internacional no pudo evitarse porque Hitler y Mussolini ya habían comenzado a enviar ayuda militar a Franco y además la Alemania nazi y la Italia fascista nunca respetaron esa política. En consecuencia, la República, un régimen legítimo, se quedó inicialmente sin ayuda, hasta que la Unión Soviética comenzó a intervenir en el otoño de 1936, y los militares rebeldes carentes de legitimidad recibieron casi desde el principio el auxilio indispensable para continuar con su misión salvadora. Para lograr los apoyos exteriores, tanto el Gobierno republicano de Madrid como la Junta de Defensa Nacional de Burgos tu- vieron que reconstruir y crear sus respectivos cuerpos diplomáticos. La República lo hizo con prestigiosos intelectuales y profesores universitarios, procedentes casi todos del campo socialista: Fernando de los Ríos fue embajador en Washington; Luis Jiménez de Asúa, en Praga; Marcelino Pascua, en Moscú; Luis Araquistáin, en París, y Pablo de Azcárate, el único que tenía de verdad experiencia como funcionario internacional, en Londres. Los militares rebeldes, por el contrario, pudieron contar con ilustres miembros de la aristocracia y de los círculos diplomáticos y financieros muy bien conectados con los selectos grupos de la diplomacia internacional, como Jacobo Fitz-James, duque de Alba, y Juan de la Cierva en Londres; José María Quiñones de León en París; y el marqués de Portago y el barón de las Torres en Berlín. El 4 de agosto de 1936, José María de Yanguas Messía, exministro de Estado de la dictadura de Primo de Rivera, recién nombrado director del Gabinete Diplomático de la Junta de Defensa Nacional de Burgos, informaba de que «el tono general de la situación diplomática es favorable a nuestro movimiento […] porque en el mundo entero están hoy en plena lozanía los ímpetus arrolladores de los Estados totalitarios» y pronosticaba que «la toma de Madrid» sería «determinante para que se reconozca oficialmente la legitimidad absoluta de nuestro movimiento». Al mismo tiempo, el duque de Alba transmitía a sus interlocutores británicos que los militares rebeldes contra la República no eran fascistas, sino unos conservadores patriotas.

La combinación de triunfos y fracasos en la sublevación pronto demostró a los militares rebeldes que la lucha iba a ser dura, larga, a varios asaltos. De ahí el clima de terror, calculado, nada espontáneo, que presidió sus conquistas desde el primer día. Franco contaba para ello con las fuerzas militares de Marruecos, célebres ya por su brutalidad. Mola tenía el apoyo de miles de carlistas de Navarra y Álava con los que aplastó las resistencias y sembró esa zona norte y Aragón de cadáveres republicanos. En otras ciudades como Sevilla, Córdoba, Granada, Cáceres o León, los militares y las fuerzas de policía contaron con el entusiasmo de centenares de derechistas y falangistas que se consagraron desde entonces a tareas de limpieza, a edificar una nueva España.
El Estado republicano, al perder el monopolio del poder y de las armas no pudo impedir la quiebra del orden. Una revolución súbita y destructora se extendió como la lava de un volcán por pueblos y ciudades, con especial intensidad en Madrid, Barcelona y Valencia. Era el momento del poder de los comités, de quienes nunca lo habían tenido. Los medios políticos dejaron paso a los procedimientos armados y la obediencia a la ley fue sustituida por el culto a la violencia.
Durante el verano, las milicias socialistas y anarquistas, de trabajadores y campesinos, fueron un recurso de emergencia para responder a la rebelión militar y a la escasez de unidades regulares del ejército fieles a la República. Pronto se comprobó que esas milicias mal organizadas, peor pertrechadas y sin organización ni disciplina para combatir en campo abierto, no servían para hacer la guerra al ejército que avanzaba desde diferentes frentes hacia Madrid. Así las cosas, con esas dos formas tan diferentes de estrategia militar, en agosto y septiembre se produjeron sustanciales avances rebeldes y pérdidas republicanas, incluidas dos capitales de provincia, Badajoz y San Sebastián.
Cuando cayó esa ciudad vasca, el 13 de septiembre, las columnas de moros y legionarios de África estaban cerca de Madrid. Sus jefes, Antonio Castejón, Yagüe, Sáenz de Buruaga y Varela, forjados en la guerra colonial, pusieron en marcha tácticas de combate y de «castigo ejemplar» para vencer las resistencias, asegurar el territorio y eliminar a los rojos. En cuatro semanas habían avanzado casi quinientos kilómetros. Mataban milicianos mal armados, violaban mujeres y sembraban el terror por donde pasaban. Ahí destacó el entonces coronel Mohammed ben Mizzian, quien había entrado en 1913 en la Academia de Infantería de Toledo apadrinado por Alfonso XIII, célebre por su forma salvaje de hacer la guerra, por estimular a sus tropas al abuso y violación de mujeres y por matar con granadas de mano a los heridos del hospital toledano de San Juan Bautista. Esos legionarios y regulares arrollaron todo, «embriagados con la sangre», «con el aliento de la venganza de Dios sobre las puntas de sus machetes», según describió el sacerdote jesuita Alberto Risco en La epopeya del Alcázar de Toledo: «persiguen, destrozan, matan» a «malditos del Frente Popular», «hijos de rameras».

Franco, en contra de lo previsto por Mola y otros militares, avanzó hacia Madrid desde Sevilla por el itinerario más largo, por Mérida y Badajoz. De esa forma, se aseguró el flanco cubierto por la frontera con Portugal, desde donde contó con el apoyo incondicional de António de Oliveira Salazar. Cuando las columnas del teniente coronel Juan Yagüe tomaron Badajoz el 14 de agosto y tiñeron de sangre la plaza de toros y las calles, muchas personas huyeron de la ciudad. La policía salazarista no les permitió la entrada o les entregó a los militares rebeldes.
Para Salazar, desde la sublevación de julio de 1936, el apoyo a Franco constituía una ayuda esencial para frenar la expansión del comunismo en la península Ibérica. Portugal ofreció una base de operaciones para la compra de armas y en los primeros momentos de la contienda facilitó a los militares la utilización de carreteras, puertos y ferrocarriles para comunicar la zona noroccidental con Andalucía. El puerto de Lisboa fue punto de llegada de buques alemanes que transportaban material bélico, que se trasladaba desde allí hasta las zonas en poder de los militares sublevados. La ayuda de Salazar fue también muy eficaz en la defensa de la causa rebelde en el Comité de No Intervención, en la Sociedad de Naciones y en otros foros internacionales. El peligro lo constituían los «rojos», no Italia y Alemania, y así se lo dijo Armando Monteiro, ministro de Exteriores, a su homónimo británico, Anthony Eden, en una visita a Londres el 30 de julio: «Una victoria del Ejército no implicaría necesa- riamente una victoria de tipo italiano o alemán, en tanto que una victoria de los rojos sería fatalmente una victoria de la anarquía, con graves consecuencias para Francia y, por ende, para Europa».
En esas primeras semanas de combates, Franco consolidó su autoridad entre sus compañeros de armas con gestos que revelaban también ambición política. El 15 de agosto, sin recabar la opinión de los otros miembros de la Junta de Defensa Nacional, decidió en Sevilla adoptar, «restaurar», la bandera roja y gualda monárquica: «Ya tenéis aquí la gloriosa bandera española —dijo—. Cuando se ha pasado toda la vida con una enseña, con una religión y con un ideal, eso no puede destruirse […] Porque sería lo mismo que si quisiéramos quitar a Dios de los altares». Franco concedió desde el principio una relevancia primordial a las representaciones plásticas del poder. Compartió el ceremonial con sus compañeros golpistas y el ejército, amparado por la Iglesia, pasó a tener una presencia notable en la pompa y simbolismo de los actos religiosos.
Al día siguiente, domingo, voló a Burgos, capital del mando militar sublevado. Tras saludar a la «valiente raza del Norte de España» que lo aclamaba, se dirigió a la catedral a oír misa. Iban con él los generales Mola, José Cavalcanti y Manuel García Álvarez. En la escalinata, «completamente abarrotada de público», según la crónica del Diario de Burgos, les esperaba el arcipreste Pedro Mendiguren. El arzobispo de la diócesis, Manuel de Castro, ocupó su sitial en el presbiterio. Los generales oyeron la santa misa «con unción».

Antes de acabar agosto, varios obispos ya habían aplicado explícitamente la categoría de «cruzada religiosa» a la guerra. La violencia anticlerical que se desató desde el primer momento donde el golpe fracasó corrió paralela al fervor y entusiasmo que mostró la jerarquía eclesiástica y los clérigos allá donde triunfó. El éxito de la movilización religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las diócesis de la España «liberada», animó a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión, ausentes en las proclamas del golpe y en las declaraciones de los días posteriores. Franco, a partir del 1 de octubre, se apropió de ese concepto de cruzada, no solo en defensa de España, sino también de la fe católica, aunque en la justificación del «alzamiento» que dio en su discurso del primer aniversario la «defensa de la patria» constituía el principal motivo.
La sublevación fue «providencial», escribió el cardenal Isidro Gomá, primado de la Iglesia católica española, en el «Informe acerca del levantamiento cívico-militar» que envió al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, el 13 de agosto de 1936. Ahí estaba «el verdadero y tradicional pueblo español». Y desde sus primeras declaraciones, Gomá contribuyó a alimentar la fama de Franco. «Gracias al genio militar de Franco —le comunicó el 13 de septiembre al general de los jesuitas P. W. Ledóchowski—, se salvó la crisis de los primeros días y, aunque no se puede cantar victoria, la balanza se inclina sensiblemente, hace ya algunas semanas, del lado del movimiento salvador.»
El 26 de agosto, tras los éxitos de las columnas africanas en su avance por Badajoz, Franco trasladó su cuartel general a Cáceres, al palacio de los Golfines de Arriba, donde ya se dispuso de un aparato político, con José Antonio de Sangróniz en la oficina diplomática, el general Millán-Astray, recién llegado de Argentina, a cargo de la propaganda, su hermano Nicolás y, desde finales de septiembre, el comandante Lorenzo Martínez Fuset, que había regresado de Francia con Carmen Polo y Carmencita. Fue un paso más en su ascenso al mando supremo, marcado asimismo por el fervor con que la población lo recibió el 3 de septiembre, tras la toma de Talavera por Yagüe, en «una manifestación popular» «espontánea», que se congregó bajo el balcón del palacio y comenzó a gritar tres veces el nombre de Franco, la fórmula que se convirtió en ritual durante todo su mandato.
En Cáceres aparecieron también su mujer Carmen y su hija, tras dos meses de ausencia en Francia, en la casa de la antigua institutriz de la familia Polo, madame Claverie. Llegaron el 23 de septiembre. Cuando el dueño del palacio, Gonzalo López de Montenegro, anunció su presencia, Franco «levantó los ojos de alegría» y dijo: «Aún tengo que recibir varias visitas». Tuvieron que esperar más de una hora, pero Carmen llegó a tiempo para asistir, pocos días después, a la investidura de su esposo como «jefe del Gobierno del Estado español». La influencia de doña Carmen comenzó a sentirse pronto en aquel hombre adicto al trabajo y que no parecía tener vida de intimidad o preocupación por los asuntos familiares. Tenía cuarenta y tres años, y el grupo más selecto de los generales rebeldes estaba a punto de poner a España en sus manos.

Índice de la obra
Prólogo: Francisco Franco, llamado el Caudillo
Réquiem
Ascenso
Afianzamiento
Apogeo
Agonía
La huella
Primera parte
≪Sin África, yo no puedo explicarme a mi mismo≫
- El ocaso de España
- ≪Soy militar≫
- La huella indeleble de África
- Aquellos años felices en Zaragoza
- El hombre prudente
- ≪!Es la señal!≫
Segunda parte
≪Poneis en mis manos a España≫
- El movimiento arrollador
- Carta a Hitler
- Generalísimo y enviado de Dios
- Madrid
- Líder del partido único
- El cumplimiento del deber
- ≪Los delincuentes y sus victimas no pueden vivir juntos≫
Tercera parte
≪Castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia≫
- Caudillo de la victoria
- Lazos de sangre
- En la mesa de Hitler y Mussolini
- ≪Sangre de nuestra juventud unida a nuestros camaradas del Eje≫
- ≪!Menudo revolucionario hemos colocado en el trono!≫
- La caída de los dioses
Cuarta parte
≪Yo no haré la tontería que hizo Primo de Rivera. Yo no dimito; de aquí al cementerio≫
- El centinela
- Monarca sin corona
- Enemigos de España
- ≪Al fin he ganado la guerra≫
- Patrimonio nacional
- Trabajar en la dirección del Caudillo
Quinta parte
≪Las enfermedades de las naciones duran siglos y las convalecencias decenios≫
- Caudillo de la paz
- El milagro español
- ≪Todo ha quedado atado, y bien atado≫
- Quiebra de la paz
- ≪El ultimo lazo que me unía al mundo≫
Nota final
Agradecimientos
Franco, ese hombre: comentario bibliográfico
Cronología
Índice onomástico y analítico
Índice de conceptos
Fuente: Capítulo 8, páginas 97-106 y sumario del libro de Julián Casanova Franco (Barcelona, Crítica, 2025)
Portada: soldados marroquíes embarcando en un avión de transporte alemán Junkers Ju 52, probablemente desde el aeródromo de Sania Ramel (Tetuán) en dirección a Tablada (Sevilla), formado parte del puente aéreo establecido con el apoyo de la aviación alemana, a partir del 27 de julio de 1936 (SZ Photo / Bridgeman Images)
Ilustraciones: Conversación sobe la historia
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