dilluns, 21 d’octubre del 2013

Las fotos de las que Hipólita jamás quiso hablar


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OLIVIA CARBALLAR / Sevilla / 19 Oct 2013 1
Emilio y Benito.Emilio y Benito.
Cuando empezaron a buscar a Emilio, sólo tenían una foto. La foto que vieron desde siempre, en la cómoda, bajo el espejo, nada más entrar en la casa de la abuela Hipólita. Con esa imagen en color sepia crecieron Santi y Rafael, hoy con 37 y 36 años. “Ese es el tío Emilio”. Había una imagen más, impactante, el rostro de un hombre con mirada fuerte, entrecejo poblado y camisa blanca levemente abierta. “El tío Benito era muy bueno”. Nada más. Nunca la abuela Hipólita se atrevió a hablar de ellos. Nunca la oyeron decir que los tíos Emilio y Benito, sus hermanos, habían sido asesinados.
Con aquella foto, Santi, Rafael y el padre de ambos, Santiago Fernández, hoy con 64 años, terminaron delante de un agujero, delante de una fosa en la cuneta en un pueblecito de Sevilla, El Álamo. La exhumaron en 2011, sin subvenciones, en familia, con la ayuda desinteresada de la ARMH de León y el apoyo incondicional de personas como Cecilio Gordillo, coordinador del grupo de trabajo sobre memoria histórica de CGT-A. Este mismo sábado, los restos encontrados en aquel agujero, los de Emilio, minero, y un compañero que yacía con él, han sido enterrados junto a la abuela Hipólita en el cementerio de Osuna (Sevilla). También en familia.
Es el final de un proceso que comenzó con una promesa a Hipólita un instante después de morir, hace más de diez años. Santiago padre volcó desde entonces su vida a encontrar los restos de su tío Emilio. El testimonio de un familiar emigrante -la tía Esperanza- que había regresado de Bruselas al pueblo fue clave para localizar la fosa. “A esos hombres los mataron, no murieron en una trinchera, como mucha gente todavía hoy nos intenta hacer creer diciendo que son cosas que pasan en las guerras. No, no. Mi tío Emilio, que pertenecía a la CNT, fue a entregarse porque le dijeron que no le pasaría nada y lo fusilaron. Por motivos políticos”, reflexiona Santi. Su hermano Rafael, que acudió por primera vez a un acto de memoria histórica en 2004, en el cementerio de la Almudena de Madrid, “casi sin ganas” porque tuvo que madrugar, entiende ahora muchas cosas. Entiende por qué cuando él se declaró insumiso, y estuvo en búsqueda y captura, y fue a la cárcel, su abuela Hipólita sintió tantísimo miedo.
Santiago Fernández con fotos de sus familiares. // LAURA LEÓN
Santiago Fernández con fotos de sus familiares. // LAURA LEÓN
Santiago padre, con 64 años, no puede ocultar su emoción: “Jamás, jamás. Mi madre jamás habló de ello. Ni odio, ni rencor, ni venganza, ni reproche. Ella tenía 18 años cuando asesinaron a su hermano Benito y 20 cuando mataron a Emilio”. Cada día de los difuntos, ponía unas velitas sobre un recipiente con aceite delante de las fotos y, 24 horas después, las apagaba. “A veces, la veía a ella junto a sus hermanas Ricarda y Plácida, la mayor, hablando. Sólo entre ellas hablaban de eso”, cuenta Santiago padre, que no para de investigar, leer y escudriñar cualquier documento que llega a sus manos.  “La verdad está oculta. Las cosas son muy diferentes de cómo nos las contaron”, afirma.
Desde que fueron exhumados, los restos de su tío Emilio y su compañero minero, José María Martín, han permanecido en Astorga (León). Los ácidos del suelo donde estuvieron tirados como perros más de 70 años han impedido identificarlos mediante el ADN. Pero tienen la certeza, por las investigaciones, de que son ellos. “Esto nos ha cambiado la vida”, continúa Santiago padre. Han enterrado al tío Emilio. Sí. Pero la lucha continúa: “Buscaré también a mi tío Benito, aunque es más complicado porque la finca donde supuestamente está enterrado, también en las proximidades de El Álamo, es muy extensa“. “La República fue un régimen democrático. Ya fueron vencidos, asesinados, esclavizados… como para tener que seguir callando”, concluye.
Sus hijos Santi y Rafael, la nueva generación que seguirá reivindicando los valores por los que fueron asesinados sus tíos, comprenden hoy las historias que escondían aquellas dos fotografías antiguas, a las que la abuela Hipólita, en silencio, iba sumando la de sus nietos, en color, vestidos de comunión.