dilluns, 5 d’octubre del 2015

El viaje de Geno. Francisco González Tejera.


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lunes, 5 de octubre de 2015

El viaje de Geno

De Galicia era la mujer de Antonio Martel, Genoveva Nogueira, costurera de profesión, su adorado marido, jornalero en las fincas de tomateros de Los Giles. Los dos sabían que aquella noche era la última que se verían cuando lo visitó en el Castillo de San Francisco, en la montaña desde donde se divisaba toda la capital de Las Palmas de Gran Canaria. El Consejo de Guerra que duró dos días, había decretado la pena de muerte por fusilamiento, su condena no tenía sentido, no entraba en la cabeza de Geno, solo por pertenecer a la Federación Obrera, por participar en las dos huelgas del tomate, por organizar a quienes sufrían una explotación que rozaba el esclavismo, pero los Betancores jamás lo perdonaron, los señores feudales arrimados al fascismo tenían su nombre escrito con sangre en la puerta de sus oficinas, rechazaron cualquier otra condena, incluso la cadena perpetua que pidió el Capital Togado Medina Cabrales, no era suficiente para los caciques, tenía que morir como fuera, su delito, defender los derechos de la clase trabajadora.

Genoveva salió triste del Castillo recibiendo piropos groseros de los guardias que la custodiaban hasta la puerta, un teniente apellidado Montoya se dirigió a ella pegando su boca al oído –Vente esta noche cuando salga de la guardia y hablamos de tu marido, nos tomamos unas cervecitas y si aceptas lo que te pido igual se podría hacer algo, Geno aceleró el paso, –Puta rubia asquerosa, gritó el esbirro fascista. La mujer asediada por aquellas fieras sin escrúpulos corrió hacia la salida, ya era de noche, fuera la esperaba su joven hermano Juan Carlos, se abrazó a él llorando –Todo está perdido, dijo, el muchacho la tomó en sus brazos, la besó en la mejilla y caminaron hacia el barrio de San Juan callados, no dijeron palabra, solo un silencio que se amoldaba a las vacías calles coloniales de Vegueta, las baldosas mojadas de la Plaza de Santa Ana.

En su mente pura de gallega de cuna, habitaban los recuerdos de cuando se conocieron en Vigo, la mirada de Antonio cuando se bajó del tren, el camino hacia la “Brigada pedagógica”, a los pueblos del interior, acompañando al grupo de maestros y maestras del Frente Popular, con la educación para todos/as como insignia de conciencia, el acento del joven canario, desconocido para ella, un deje dulce, como una especie de canto mientras hablaba, cuando le contaba las luchas en las islas, el avance de las fuerzas revolucionarias, la depredación de los caciques, de una oligarquía criminal de condes, marquesas, empresarios tabaqueros, tomateros, compinchados siempre con las fuerzas sediciosas, las que no querían la República y apostaban por la corrupta monarquía, por que los militares salieran a las calles y dispararan contra el pueblo.

La joven gallega de no más de 24 años estaba embarazada de cinco meses, en su vientre un ser pequeñito se movía, lo notaba cada día, sabía, presentía que era un niño, tenaz como Antonio, rebelde, peleándose con el cálido líquido amniótico, nadando entre ese mar de ternura. La sangre de dos pueblos luchadores, celta y guanche, corría por sus venas, era lo único que la hacía aferrarse a la vida, sabía que al día siguiente acribillarían a balazos lo que más quería en el mundo, no había remedio, solo la muerte impuesta por una banda de criminales de estado, capaces de cortar todas las flores de la felicidad de sus humildes vidas trabajadoras.

Esa noche la cama era imposible para dormir, se fue a la azotea, se tumbó boca arriba sobre una vieja manta, el silencio inundaba el viejo barrio, solo ladridos lejanos de algún perro cautivo, las estrellas arremolinadas en aquel cielo gigante, las nebulosas lejanas, las nubes del infinito que la acompañaron toda la noche, descalza, sola, llorosa, deseando que el tiempo se detuviera, que al abrir los ojos todo fuera una pesadilla, que vería al pobre Antonio preparando la bolsa para irse a trabajar, que la abrazaba como siempre y besaba sus labios antes de partir, presuroso, con la frente ancha hacia la dura jornada.

Pero todo era una ilusión, abrió los ojos del todo, se incorporó y contempló un amanecer rojo como la sangre en el horizonte, se veía Fuerteventura presagiando lluvias tormentosas en pleno verano, una brisa suave la condujo hasta la hora no deseada de los disparos, de los truenos de fuego que cegaron la vida de Antonio, de Miguel Fajardo, de José Pablo Rosales, del resto de sus cinco camaradas del sindicato.

Geno se quedó sentada en la Playa de Las Canteras, desde donde se escucharon los disparos a las seis de la tarde, la gente que pasaba la miraba desconcertada, lloraba en medio de la multitud, sola, embarazada de sueños imposibles, una ola blanca mojó sus pies impregnados de arena rubia, el horizonte parecía más cerca que nunca, en su mente una gaita lejana, el frío invernal de su tierra, de la Galicia vencida por el terror, de su Canarias del alma, convertida en territorio para el genocidio.

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