Encerrado en su “celda de la calle Bordadores” de Salamanca, don Miguel dejó constancia de su aversión al régimen del 18 de julio.
PUBLICADO
Unamuno sale de la Universidad de Salamanca tras su alocución "Venceréis pero no convenceréis"
Hace ya muchos años, cuando todavía era fácil encontrar en Salamanca a algunos de los vecinos que conocieron a Miguel de Unamuno, bien fuera por trato directo o por referencias, no solían ser muy explícitos a la hora de responder a las posible causas del repentino fallecimiento el 31 de diciembre de 1936 de quien fuera rector de aquella Universidad y una de las personalidades intelectuales más importantes de la época. Una radio republicana informó de que había sido víctima de un envenenamiento, algo que he llegado a escuchar como posibilidad en labios de quien por antecedentes familiares tuvo relación con el fallecido.
El óbito se produjo cuatro meses después del episodio que tuvo lugar el 12 de octubre de ese año, Día de la raza e inauguración oficial del curso académico, en el paraninfo de esa histórica institución que acaba de cumplir ochocientos años. Fue en ese lugar donde el entonces rector honorario, nombrado por la naciente dictadura, se enfrentó al general Millán Astray con aquella breve alocución en la que censuró a los golpistas su fuerza bruta con la archiconocida frase “Venceréis pero no convenceréis”, ante la que el militar felón gritó “¡Muera la inteligencia!, ¡muera la intelectualidad traidora!” o “¡Muera la intelectualidad y viva la muerte!”, según versiones (la última, del propio Unamuno).
La intervención de don Miguel, de la que solo constan las palabras sueltas que fue anotando antes de hablar para responder a alguna de las críticas expuestas sobre todo por uno de los ponentes contra catalanes y vascos, le costó al escritor vizcaíno su cargo en la Universidad y sus otras distinciones en el Ayuntamiento de Salamanca, así como el arresto domiciliario. Un español desterrado en España, por segunda vez en este caso, pues antes lo había sido en Fuerteventura y Hendaya con la dictadura de Primo de Rivera, tal como recreó Manuel Menchón en su film La isla del viento.
Colette y Jean-Claude Rabaté, autores de una de las mejores biografías sobre don Miguel y editores no hace mucho del primer tomo de su voluminosa correspondencia, acaban de publicar en Marcial Pons un libro que se centra en esos últimos cuatro meses de la vida de Unamuno. El matrimonio Rabaté analiza En el torbellino. Unamuno en la Guerra Civil las relaciones epistolares que mantuvo el escritor en su encierro, todos aquellos textos que conforman lo que él llamó dietario de intimidades, así como los últimos poemas del cancionero que iniciara en Hendaya y las notas sobre la revolución y Guerra Civil españolas del Resentimiento trágico de la vida.
De todo ese material se puede concluir sin ninguna duda que en esos meses, sin olvidarse de la quema de iglesias y la violencia de lo que él llamaba bolchevismo revolucionario, Unamuno no dejó de censurar un solo día la crudelísima acción represora de los golpistas. Víctimas de la misma fueron ejecutados algunos de sus amigos, si bien hasta casi el final don Miguel se niega a confundir a Franco con la vesania de los militares que lo rodean, algo hasta cierto punto extraño, sabiendo el papel jugado por el caudillo en la represión de la revuelta de Asturias dos años antes. Unamuno había estado en un pueblo de esa región y había quedado muy impresionado al ver a tantas mujeres enlutadas.
En una carta a Quintín Torre, el rector depuesto, que antes ya lo había sido por la República por sus simpatías iniciales con los golpistas y al que estos también desposeyeron de sus cargos como concejal y alcalde honor de la ciudad, no tiene reparo en calificar de dictadura lo que se avecina, comparándola con la de Mussolini, e incluso peor: “Desde luego, como en Italia, la muerte de la libertad de conciencia, del libre examen, de la dignidad del hombre. Hay que leer las sandeces de los que descuentan el triunfo”. Para Unamuno “no es ese el Movimiento al que yo, cándido de mí, me adherí creyendo que el pobre general Franco era otra cosa que lo que es. Se engañó y nos engañó. (...). La más feroz tiranía nos amenaza”.
Pocos días después de aquel 12 de octubre, cuando don Miguel está recluido en su casa bajo control del poder militar, el cerco en su torno se estrecha y las coacciones se convierten en acoso, que no solo es moral sino físico, tal como demuestra una carta de Francisco Bravo Martínez, enviada desde Burgos al día siguiente del altercado en el paraninfo. El líder falangista la dirige al hijo mayor de Unamuno, Fernando, residente en Palencia, al que insta a ir a Salamanca para que su padre “evite actuaciones públicas que indignen o alarmen a gentes que andamos metidas en la guerra, entre los cuales habrá mezquinos y ruines, incapaces de separar sus egoísmos personales del ideal que guía al pueblo, pero cuya mayoría somos los que pensamos y trabajamos por España”. Bravo es bastante explícito al añadir a continuación: “Sería doloroso que a tu padre, cuya contribución al movimiento nacional es tan significativa y magnífica, sobre todo para el Extranjero, pudiera sucederle algún incidente desagradable”.
Ante los asesinatos de García Lorca y de su amigo el rector de la Universidad de Granada Salvador Vila, después de los cometidos en Salamanca en las personas del alcalde republicano Casto Prieto Carrasco, varios concejales y el pastor protestante Atilano Coco, don Miguel llega a escribir “que le da asco ser ahora español desterrado en España”. Todo cuanto redacta esos días en su “celda de la calle Bordadores” evidencia elocuentemente su desengaño. En este sentido puede interpretarse también la misiva que dirige a un tal Santiago Concha, de quien los autores no dan más referencia, pero que en la carta consta como José Manuel de Santiago Concha, marqués de San Miguel de Híjar, que lo es igualmente de Casa Tremañes, un noble que se dispone a exiliarse, o al menos así lo creen los autores del libro por extraño que parezca.
El texto viene a ser un aval para que, en nombre de don Miguel, ayuden al mencionado “en la empresa que ha tomado a su cargo para dar a conocer en el extranjero nuestros valores y lograr algún apoyo para nuestro enderezamiento y que salgamos de la situación en que desgraciadamente nos encontramos”.La carta no tiene fecha, pero es posterior con seguridad al 12 de octubre, según Colette y Jean-Claude Rabaté, y tiene su interés porque en el reverso del borrador se puede leer un veredicto así de contundente acerca del régimen político que se dibuja en el provenir: “Me temo que bajo la dictadura de Franco lo que menos se permita sea la franqueza. Lo que dominará será la molienda”.
Bartolomé Aragón Gómez, exalumno de Unamuno y joven falangista, fue el último que visitó a don Miguel en su casa la fría tarde de su fallecimiento. El relato del mismo, según se conoce, se funda en el prólogo a la obra Cuando Miguel de Unamuno murió del propio Aragón, escrito por José María Ramos y Loscertales y fechado el 16 de enero de 1937. “Tanta rapidez en la redacción del prólogo y la publicación del libro a finales del mismo mes —escriben Colette y Jean-Claude Rabaté— “atestiguan el propósito de Ramos Loscertales de salir al paso de los rumores insistentes sobre el envenenamiento de Unamuno que circulaban por la ciudad, difundidos por una emisora republicana”.
Las exequias por don Miguel, como los autores de la versión de su muerte fulminante, también fueron falangistas, pues fueron falangistas los que le rindieron hombros y honores en su entierro, pero aquellos rumores sobre su envenenamiento todavía no se habían borrado del todo en Salamanca hace algunos años.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada