CAPÍTULO 1
“¿Otra vez vamos a revivir aquel infierno?”
Cuando Itziar se dispone a traspasar la puerta que da acceso a los restos de la antigua maternidad de Peña Grande, en Madrid, retrocede 48 años en el tiempo. Nada más dejar atrás los pasillos del instituto que ahora ocupa el recinto, empieza a reconocer los frisos de las paredes y los suelos que fregaba de rodillas a diario, hasta el mismo día que dio a luz entre insultos. Tampoco olvida el rincón donde cada domingo la exponían a una decena de hombres que revisaban su cuerpo y sus dientes para llevársela a casa, a cambio de un módico precio.
Como miles de mujeres, Itziar del Santo pasó su embarazo en el internado para embarazadas de Peña Grande, un centro franquista, garante de la moral católica, que tenía recluidas a adolescentes embarazadas de familias sin recursos o repudiadas de toda la geografía española. Bajo un régimen carcelario, mujeres como Itziar, María Ángeles, Isabel, María, Dolores o Ana, sufrieron las humillaciones diarias y la explotación a que las monjas de las Cruzadas Evangélicas las sometieron, dueñas de su tutela.
Este centro, el único con esta labor en España, sobrevivió a la dictadura franquista y se mantuvo abierto desde 1960 hasta 1984. Sus prácticas, sin embargo, no cambiaron. Los testimonios de quienes por allí pasaron, y los crímenes que acogieron, como el robo de bebés, aún resuenan en el oscurantismo de esta maternidad años después de su clausura.
María Ángeles Martínez
ESCUCHA ESTE TESTIMONIO
María Ángeles Martínez conserva pocos recuerdos de los meses que pasó en Peña Grande, pero enseguida reconoce las rejas que aún protegen las ventanas del reconvertido centro de Secundaria en el barrio del mismo nombre. “Entré con 19 años, en agosto de 1975. Era huérfana y me acababa de quedar embarazada, así que mi cuñada, que quería deshacerse de mí, me dijo 'vístete que nos vamos', y sin saber a dónde iba, me trajo aquí”. Ella no lo sabía entonces, pero la persona que le dio la bienvenida, sor María, se haría célebre décadas después por el escándalo de los niños robados.
“Aquí no había un cementerio legal. Esos niños están enterrados ilegalmente, ¿dónde está su legajo de aborto? ¿Dónde está su partida de nacimiento?”
Desde que superaban el umbral de entrada, y durante todo el tiempo que vivían allí, las presiones para dar en adopción a sus hijos eran constantes en todas las adolescentes —y niñas— que internaban en Peña Grande. “Me decían que qué iba a hacer yo con una hija, cómo la iba a dar de comer, si me habían echado de casa, si era una desgraciada, y ella iba a serlo también”, recuerda Itziar, que entró en 1970 con 19 años recién cumplidos. En lo que queda del paritorio, ahora colonizado por excrementos de palomas, rememora el día en que dio a luz a su hija. “Estaba en la sala de dilatación, y con media cabeza ya fuera me dijeron que tenía que ir andando sola hasta el paritorio y subirme al potro. Fui con todo el cuidado, pero nació con la cabeza apepinada. Cuando lo vieron, dejaron de insistirme para dársela. Creo que por eso no perdí a mi hija”.
EL JARDÍN
Otras no tuvieron esa suerte. Cuando María Ángeles dio a luz, le dijeron que su hija había nacido muerta, pero jamás le dejaron ver el cuerpo, ni le dieron el certificado de defunción o legajo de aborto. “Me metieron en la sala de dilatación y no escuchaban el pulso del bebé, pero aun así mandaron preparar una incubadora. Pasé al paritorio y cuando salió dijeron 'esta cosa está muerta'. Entonces, las dos comadronas desaparecieron y me quedé sola con 'la bisturí' —la llamábamos así porque nos rajaba de arriba abajo— y un bulto que no se movía en la báscula”, rememora. “Luego me pasaron a la habitación y me vendaron los pechos. Me subió la leche y sor María mandó que me la sacaran para una niña que iban a dar en adopción”. La misma monja le dijo que habían enterrado a su hija en el jardín. Se dice que hace 20 años, cuando las excavadoras entraron a remodelar la zona donde ahora está la pista de baloncesto, aparecieron restos de pequeños esqueletos envueltos en trapos.
“Aquí no había un cementerio legal. Esos niños están enterrados ilegalmente, ¿dónde está su legajo de aborto? ¿Dónde está su partida de nacimiento?”, denuncia Consuelo García del Cid, autora del libro 'Las desterradas hijas de Eva' y la única investigadora que ha intentado arrojar algo de luz sobre lo que ocurrió en este internado. Según el instituto, la posibilidad de que haya cuerpos enterrados es “una especulación”, pero son varias las mujeres que apuntan a que muchos bebés que no salieron adelante acabaron en el subsuelo de la maternidad. “Yo nunca vi un funeral, y había una zona, donde ahora está la pista de baloncesto, a la que no nos dejaban pasar”, explica Isabel Gallego, que estuvo en el centro a principios de los ochenta.
EL BOTIQUÍN
Cuando los bebés enfermaban, eran llevados al 'botiquín', el lugar temido por todas las madres. A menudo los menores nunca volvían, y sus madres desaparecían a su vez. Entre los restos de esta parte del edificio, aún puede verse el largo pasillo repleto de ventanas por donde las familias pudientes se paseaban para escoger el bebé que querían llevarse a casa, una práctica que se mantuvo hasta el cierre, ya en democracia. “Una familia nos dijo que era el cuarto niño que se llevaban allí. En los ochenta pagaban 500.000 pesetas por cada uno [unos 16.000 euros actuales]”, explica Isabel. Las que estuvieron en los setenta recuerdan la cifra de 200.000 pesetas por bebé (6.300€). Muchas de ellas tampoco han olvidado las visitas del doctor Eduardo Vela, el ginecólogo de los bebés robados, cuyo juicio tendrá lugar los próximos 26 y 27 de junio.
Un documento de la investigación de García del Cid es revelador sobre la importancia que tuvo este centro en la trama de niños robados. En él, el secretario general de la Junta Nacional del Patronato de León, pide “ayuda” para un amigo que quiere “prohijar una criatura”. “Como en esta ciudad no hallamos posibilidad de satisfacerle [...] nos permitimos aconsejarle su presentación en esa Nacional, por si el centro de Peñagrande o cualquier otro pudiera ofrecerle alguna solución rápida”.
CAPÍTULO 2
Escaparate de mujeres
Los días en la Maternidad empezaban sobre las siete de la mañana. Nada más levantarse, cada interna se encargaba de alguna tarea del centro, como la limpieza o la cocina. Después de un frugal desayuno, acudían a “talleres”: jornadas de trabajo donde hacían labores de manufactura para grandes marcas. Coser etiquetas para El Corte Inglés, montar cajas para perfumes de Agua de Rosas, arreglos para Puma… “Las explotaban laboralmente. La gente no tiene ni idea de las cosas que se hacían aquí en nombre de grandes marcas. Diademas de las visitas del Papa, los naranjitos, edredones, flores de plástico… De todo”, asegura García del Cid.
Las monjas de Peña Grande utilizaban la hora de amamantar como presión para hacerlas producir más. La que no acababa la carga de trabajo al mediodía, no podía subir a la guardería a dar el pecho. “Trabajabas llorando porque veías que eran las 12 menos cuarto y no te daba tiempo y que tu hijo estaba pasando hambre… Éramos más que máquinas”, recuerda Dolores Gómez, que ingresó con 15 años en 1982.
La maternidad tenía capacidad para acoger a 600 internas con sus hijos. Algunas se iban al dar a luz —con o sin bebé—, pero las que no tenían dónde ir se quedaban con los menores. El centro se dividía en varias partes y ninguna tenía contacto con el resto. Las sumisas no se mezclaban con las rebeldes, ni las madres con las embarazadas, y tampoco las que procedían de familias humildes con “las de pago”, que ingresaban para ocultar la gestación y tenían mejores condiciones que las otras. Convivían niñas gestantes desde los 11 años hasta los 25, el máximo que podía retener el centro a las internas. “Veías a madres jugando con muñecas... con sus hijos al lado”, comentan varias de ellas.
SALAS DE NEONATOS
Itziar del Santo
ESCUCHA ESTE TESTIMONIO
Rezaban el rosario dos veces al día, y los domingos la asistencia a misa era obligatoria. Pero lo peor venía justo después de la homilía. “Las embarazadas salíamos por el coro y nos colocaban en fila en esta pared. Delante, una hilera de hombres sentados que iban pasando. Nos miraban el culo, las tetas, los dientes… y elegían con cuál se querían quedar. Como si fuéramos ganado. Se oía que cuando se llevaban a una, pagaban en torno a 75.000 pesetas en el año 70 [unos 2.000 euros]. Se las llevaban para casarse o tenerlas de criada, no se sabía”, asegura Itziar.
“A las que se casaban con ellos les pasaron burradas, porque no eran hombres normales”, recuerda Dolores, que aunque por edad no le tocó, sí presenció este mercado de mujeres ya instaurada la democracia. “Alguna volvió porque el marido dijo que no era lo que quería, como al que no le gustan unos zapatos“.
“Nos miraban el culo, las tetas, los dientes… y elegían con cuál se querían quedar”
María García, que estuvo en el centro en 1972, fue elegida uno de esos domingos. “Me negué rotundamente, y me hicieron la vida imposible, me cambiaron de cuarto y me pusieron en uno lleno de humedad”, explica. “También se decía era el sitio más vigilado por los proxenetas, y algunos policías te ofrecían sacarte de allí para llevarte luego a prostíbulos. Yo lo comprobé una vez que fui a declarar a los juzgados y me lo propusieron”.
El contexto de lo que soportaban a diario, tanto en las rutinas como las prácticas, se entiende tan solo con el trato vejatorio y el maltrato psicológico que recibían desde que entraban por la puerta. Para las monjas, ellas eran la representación andante del pecado, por haberse quedado embarazadas fuera del matrimonio. “El sacerdote nos decía que no podíamos aspirar a un marido normal, solo a uno que no nos pegase mucho”, explica María. Las monjas aprovechaban los momentos de máxima debilidad, durante el parto, para colocarles los papeles de la adopción delante, entre insultos y reproches. “No te dolía tanto cuando estabas debajo de él”, era una frase habitual en el paritorio.
“De puta para arriba, te llamaban de todo para hundirte y tenerte a su merced”
“De puta para arriba, te llamaban de todo para hundirte y tenerte a su merced”, cuenta Dolores, que llegó con seis meses de embarazo procedente de Cantabria. “No podías mirarlas a la cara. No nos dejaban levantar los ojos del suelo porque éramos una vergüenza”.
La hija que tuvo Dolores era de su padre, el mismo que la metió en el centro cuando tras reiterados abusos se quedó embarazada. Nadie le preguntó cómo había sucedido. Tampoco cuando a los meses de dar a luz se volvió a quedar en estado, a pesar de que la única salida del centro había sido, precisamente, un fin de semana con su padre. “Me decían que lo mío era vicio. Yo ya no era puta, era doble puta”.
CAPÍTULO 3
El Patronato y las Cruzadas Evangélicas
Las monjas que custodiaban la Maternidad de Peña Grande —conocida oficialmente como Nuestra Señora de La Almudena— pertenecían a la orden de las Cruzadas Evangélicas, una institución que a día de hoy sigue regentando dos centros para madres necesitadas: la residencia Materno Infantil Ascensión Sánchez, en Madrid, y el Centro Materno Infantil Ave María, en Salamanca. El primero recibió en 2017 casi 38.000 euros de subvención de la Comunidad de Madrid, y el segundo, 12.000 de la diputación salmantina. También tienen colegios y residencias en otros puntos de España. Curiosamente, uno de sus proyectos de madres, el de Madrid, se titula 'Vivir para tu hijo y siempre con él'. La actual dirección de las Cruzadas Evangélicas ha negado hacer ninguna declaración: “De Peña Grande ya no tenemos nada que decir”.
El centro tenía capacidad para 600 internas, pero es imposible determinar cuántas pasaron por allí desde 1960 a 1984.
En la época franquista, el internado formaba parte del Patronato, una institución presidida por Carmen Polo de Franco que controlaba una red de reformatorios para adolescentes consideradas inmorales. El de Peña Grande era el único de España exclusivamente para madres adolescentes. A la custodia del Patronato se llegaba mediante “redadas callejeras, denuncias de familiares, vecinos, curas, maestros o por voluntad propia cuando no tenían a dónde ir”, según recoge la investigación de García del Cid. En los informes psicológicos que les hacían antes de dirigirlas a un centro u otro, se miraba, por ejemplo, la virginidad —que se hacía constar como “completa” o “incompleta”—, pero nunca se hacía mención a violaciones, abusos o malos tratos. Importaba el qué, pero no el cómo.
LA CAPILLA
Se daba además una “aberración jurídica”, que elevaba la mayoría de edad en estos centros de los 21 años a los 25. La tutela pasaba automáticamente a pertenecer al Patronato y los padres de las adolescentes de Peña Grande perdían todos sus derechos sobre ellas. La madre de María García estuvo dos meses manifestándose delante de la sede del Patronato para recuperarla, después de ver las condiciones del centro donde había ingresado a su hija como reprimenda por faltar a su honor. “Yo mandaba cartas a mis padres y nunca recibía respuesta; las monjas me decían que mis padres no querían saber nada de mí. Hasta que un día mandaron a mi hermana a visitarme desde León porque ellos tampoco tenían noticias mías y ya vio cómo estaba”.
Las monjas recibían del Gobierno unas 50.000 pesetas por interna en la década de los ochenta (1.600 euros actuales), pero ellas veían poco de ese dinero. Las vestimentas, por ejemplo, las heredaban unas de otras y ninguna olvida el hambre que pasó durante su estancia. Ana Mellado no engordó ni un solo kilo en los meses de embarazo que pasó en el centro en 1975. “Es lo más duro que recuerdo, nos llevábamos hasta el pan durodel desayuno para comerlo por la noche debajo de las sábanas”. Algunas se las apañaban para que el médico les prescribiese un extra de comida de un bocadillo a media mañana y un zumo. “Le decíamos que veíamos lucecitas, ya ves qué tontería”, recuerda Dolores.
INTERIOR DE LA ANTIGUA CAPILLA
CAPÍTULO 4
Suicidios, incendios y el cierre con el PSOE
Es imposible establecer una estimación de los miles de mujeres y niñas que pasaron por el centro de Peña Grande desde que abrió en 1960. Menos todavía de los bebés. Algunas adolescentes estaban solo los meses de gestación, pero otras permanecían hasta dos o tres años porque no tenían dónde ir ni manera de ganarse la vida. Otras, sin embargo, no sobrevivieron al centro, y se quitaron la vida arrojándose desde el último piso por un hueco de escalera que se haría tristemente conocido entre las internas. También hubo dos incendios en menos de 15 días provocados por dos chicas a las que habían quitado a sus bebés en 1980. Fue el principio del fin.
“La vida en España era ya muy diferente, y en el centro se mantenía un esquema propio de la dictadura que rompía con lo que pasaba en la calle”
“La vida en España era ya muy diferente, y en el centro se mantenía un esquema propio de la dictadura que rompía con lo que pasaba en la calle. No era igual en el 80 que en el 60, pero sí se habían institucionalizado ciertas formas de maltrato y abuso”, explica Isabel, interna durante dos años desde 1981, que fue una de las mujeres que encabezaron la lucha por el cierre. “Empezamos a movilizarnos cuando vimos que el PSOE llegaba al poder y lo primero que hicimos fue mandar varias cartas: una a Ferraz, otra a Fernando Ledesma —entonces ministro de Justicia, de quien dependía la institución—, y otra a Enrique Miret, —expresidente del Consejo Superior de Protección de Menores—”.
Las reacciones no se hicieron esperar, y aunque en un primer momento el Gobierno mandó a TVE para hacer un lavado de cara al centro, Miret se reunió finalmente con las internas sublevadas. Había sido su condición para bajarse de las verjas del centro donde se encaramaron para recibir a la televisión, que solo iba a entrevistar a las internas elegidas por las monjas. Poco a poco, la democracia empezó a entrar por las puertas de Peña Grande. Una inspección cerró el paritorio por todas las irregularidades sanitarias que cometía y cada vez más civiles, como trabajadores sociales, empezaron a formar parte de la rutina. También se obligó a las monjas a estar presentes en cursos de planificación familiar. “Si vieras sus caras tragándose charlas sobre anticoncepción. Nos moríamos de la risa”, recuerda Isabel.
Con el tiempo, las monjas abandonaron definitivamente el centro. “Siempre se dice que se fueron, pero las echaron. Les pusieron unas normas y no quisieron aceptarlas”, aclara Isabel. Unos años después, el centro se adaptó como instituto y las consiguientes remodelaciones han ido comiéndose la antigua maternidad. El paso de los años ha ido destruyendo muros, techos y pruebas. Sin embargo, las secuelas de su paso por las vidas de miles de mujeres aún no se han deshecho. Dolores aún tiene problemas psicológicos por lo que vivió; María no volvió a tener hijos por su traumático parto, en el que le extirparon un ovario, y la hija de Isabel ha tenido secuelas toda la vida por el fórceps que utilizaron para sacarla de su vientre: “Mi hija es la prueba de todo lo que pasó en el centro de Peña Grande”.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada