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Una de las primeras medidas del Gobierno de Burgos, en plena Guerra Civil, fue declarar legal el alzamiento y amenazar con juicios sumarísimos a todos los funcionarios o militares que mantuvieran su lealtad a la República. Esa estafa jurídica, digna de Giovanni Gentile o Carl Schmitt, es la que le permitió firmar a Franco sentencias de muerte contra los republicanos exiliados que caían en la red de captura instruida por el embajador José Félix de Lequerica y el policía Pedro Urraca en la Francia ocupada, con el apoyo activo de la Gestapo y la complicidad del Gobierno de Vichy. Así fueron detenidos ilegalmente y fusilados Julián Zugazagoitia y Lluís Companys, entre centenas de miles de condenados a muerte, a trabajos forzados o a la cárcel.
En ese sentido, tiene razón Pablo Iglesias. Puigdemont sabe que si regresa a España deberá enfrentar a la justicia por el delito de sedición y malversación. Salvo que, en esta repetición de la historia en clave de farsa, el reparto es distinto. El plebiscito es la estafa jurídica, Puigdemont es el golpista y la legalidad republicana es la democracia española.
España, con inmensos trabajos, y solo tras la muerte de Franco, logró enterrar el espíritu cainita que la desbordó por siglos. Los franquistas renunciaron al poder, a cambio de un lugar en la mesa de la democracia; la monarquía al gobierno, a cambio de la jefatura del Estado; los comunistas a la violencia revolucionaria, a cambio de poder defender la dictadura del proletariado en las urnas burguesas, y los nacionalistas a la independencia, a cambio de autonomía y cesión de poder real.
A excepción de la Generalitat en manos de Josep Tarradellas, el exilio no tuvo ningún lugar reservado en la mesa de la Transición, salvo a título individual. Esto provocó una amnesia colectiva rota por algún do de pecho estentóreo. Más interesante es la relación del exilio con España, al menos del exilio republicano en México, que fue posible gracias al presidente Lázaro Cárdenas y que, con el paso del tiempo, sufrió tres metamorfosis.
La primera fue de la disputa a la concordia. Las diferencias abismales durante la guerra entre partidos (POUM-PCE), dirigentes (Negrín contra Prieto), sindicatos (FAI contra CNT) y sentimientos nacionales se diluyeron rápidamente ante la dureza de la experiencia común de transterrados (término preferido por José Gaos).
La segunda fue de la politización extrema a la renuncia de la militancia. El artículo 33 constitucional de México prohibía, y lo sigue haciendo hasta la fecha, la participación de los extranjeros en la vida política de la nación. Eso hizo que toda la energía del exilio se canalizara en el arte, la cultura, la industria y la ciencia del país de acogida, cambiándolo para siempre.
La tercera fue de la españolidad a la mexicanidad. La consolidación de la dictadura de Franco tras la II Guerra Mundial y la posterior entrada en el bloque occidental, como peón de Estados Unidos en el ajedrez de la Guerra Fría, canceló cualquier oportunidad de cambio de régimen y, por lo tanto, de retorno. El país de paso se volvió permanente. Y la vida, lenta, morosamente, se fue enraizando con la tierra mexicana hasta volverse indistinguible. La Guerra Civil la perdieron todos los españoles y la ganó México.
El exilio, para Luis Buñuel, José Gaos, Eduardo Nicol, María Zambrano, Luis Cernuda, León Felipe, Elvira Gascón, Luis Rius, Ramón Xirau, Agustí Bartra, Vicente Rojo, Max Aub, terminó siendo morada permanente, y para la generación de sus hijos y nietos, a la que pertenezco, un hogar mexicano. Ser descendiente de republicano español es otra forma de ser mexicano. Las semillas de la República rindieron sus frutos en México. Editoriales, laboratorios, colegios, cátedras, libros, negocios lo atestiguan hasta el presente. La doble profecía de Pedro Garfias quedó sin cumplirse. España no conservó “a tu costado el hueco vivo / de nuestra ausencia amarga”, ni un día volvieron “más veloces / sobre la densa y poderosa espalda / de este mar, con los brazos ondeantes / y el latido del mar en la garganta”.
Invitado a dar el discurso de apertura por el quincuagésimo aniversario del Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia, Octavio Paz recordó una visita a las trincheras en el Madrid (heroico y asediado, pero también criminal) de 1937. Cuando el odio había deshumanizado por completo a ambos bandos. No había seres humanos, había “alimañas sedientas de sangre”. “Arpías carroñeras”. “Buitres asesinos”. El corazón helado de las dos Españas. Ahí, cuenta Paz, en la Ciudad Universitaria, logró oír unas voces al otro lado de su posición. Alguien pedía fuego para su mal liado cigarrillo. Otro se lamentaba de la amada ausente. Paz preguntó quiénes eran esos que susurraban, y el comisario responsable de la “excursión” le contestó: “Son los otros”. Paz dice que descubrió ahí “que los enemigos también tienen voz humana”. Los otros no son sino nuestros semejantes. Ojalá que los españoles sepan leer a tiempo estas palabras del poeta mayor de la vieja Nueva España.
Ricardo Cayuela Gally, editor y ensayista, es director editorial de Turner.
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