"No hay cárcel para
el hombre/no podrán atarme, no/Este mundo de cadenas me es pequeño y
exterior/quién enseña una sonrisa/quién amuralla una voz..." (Miguel
Hernández)
María Torres/ 27 marzo 2014
El final de la Guerra sorprendió a Miguel Hernández en Madrid,
la capital de la gloria, la ciudad que nunca fue tomada pero sí rendida a los
fascistas el 27 de marzo de 1939. Como pudo se desplazó hasta Cox donde se
encontraba Josefina, para regresar de nuevo a Madrid con una caja a modo de
maleta que contenía una muda y el traje azul que le regalaron cuando fué a
Rusia, doscientas pesetas proporcionadas por su hermano Vicente y un par de
salvoconductos.
En Sevilla contaba con un amigo que no pudo darle refugio, así
que desconcertado, continuó camino hasta Cádiz, Jérez y Huelva, sin saber muy
bien que rumbo tomar y sin las doscientas pesetas con las que inició la huída.
Optó por la ruta de escape de Portugal con la intención de tomar cualquier
barco rumbo a América, sin tener en cuenta la afinidad del régimen portugués
con los sublevados. Apartarse de Josefina y de su pequeño le producía un dolor
lacerante, pero ¿qué hacer? Había perdido la guerra, huía de la muerte que le
seguía los talones, que le precipitaba al vacío. Tal vez si hubiese
aceptado el ofrecimiento de asilo de la embajada chilena, nada de lo que posteriormente
sucedió hubiera tenido lugar.
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