diumenge, 12 de juliol del 2015

Testimonio que el soldado Eduardo Sánchez Lázaro, soldado activo en la Base de Hidros del Atalayón, dio a su esposa Angelina Gatell sobre el asesinato del capitán Virgilio Leret Ruiz.


Testimonio que el soldado Eduardo Sánchez Lázaro, soldado activo en la Base de Hidros del Atalayón, dio a su esposa Angelina Gatell sobre el asesinato del capitán Virgilio Leret Ruiz.
Esta debe de ser la primera carta que Angelina le mandó a Carlota (Loti) Leret O'Neill, hija de Virgilio Leret y de Carlota O'Neill, a Venezuela. Luego ya se conocieron en Madrid.
El soldado fue tío mío (murió el 1 de junio de 2.000) y su mujer, escritora y actriz y directora de doblaje, es tía mía.

http://elalminardemelilla.com/2015/03/11/el-fusilamiento-del-comandante-leret/

El fusilamiento del comandante Leret


Carlota Leret en el osario militar
        Testimonios del asesinato del Comandante Virgilio Leret Ruiz, Jefe de las Fuerzas Aéreas de la Zona Oriental de Marruecos al amanecer del día 18 de julio de 1936
Testimonio que en su oportunidad, el soldado Eduardo Sánchez Lázaro, soldado activo en la Base de Hidros del Atalayón, dio a su esposa Angelina Gatell sobre el asesinato de Virgilio Leret Ruiz. 
       Conocí al que años después sería mi marido en 1947, en casa de unos amigos que se convirtieron muy pronto en las personas, ajenas a mi familia, más importantes de mi vida. Nuestra amistad se fue estrechando y sólo acabó con su muerte. Y ni aun así, porque están siempre presentes en mí. Él, hombre cultísimo, había sido capitán del ejército republicano y, terminada la guerra, pasó algunos años en campos de concentración o de castigo. Ella, María de Gracia Ifach –seudónimo que utilizaba como escritora-, fue una de las primeras biógrafas de Miguel Hernández, al que había conocido durante la guerra en Valencia, en el círculo internacional de Intelectuales Antifascistas. A aquella casa, junto a escritores consagrados, acudíamos los jóvenes que aspirábamos a serlo. Fui acogida en ella y querida entrañablemente por sus dueños. Les debo mucho. Orientaron mis lecturas. Pusieron a mi alcance bienes que mis padres, modestos obreros maltratados por la vida y por sus tendencias izquierdistas –mi padre fue un sindicalista duramente represaliado- nunca hubieran podido darme.
Entre otras personas conocí en aquella casa a varios jóvenes melillenses que viajaban  con frecuencia a Valencia. Dos de ellos, el poeta Miguel Fernández y el director teatral y de T.V. Juan Guerrero Zamora, fallecidos ambos, figuran hoy entre los hijos ilustres de Melilla. Publicaban una revista de poesía y en ella aparecieron mis primeros versos, no sé si por merecimiento o por el interés que por mí sentía su director, poeta que andando el tiempo, ya en Madrid, también alcanzaría merecida consideración. Con él llegó un día a la casa de nuestros amigos el que andando el tiempo sería mi marido. Eran muy amigos. Ambos pertenecían al grupo intelectual melillense. Conocí a Eduardo vestido con el uniforme de aviación. Era sargento, a punto de ser ascendido a brigada. Por aquellos días acababa de pedir su traslado a Valencia por razones que más tarde conocí. Su uniforme despertó en mí un rechazo que no traté de ocultar en ningún momento. Pasó mucho tiempo antes de que supiera, por boca de nuestro anfitrión, Francisco Ribes, que Eduardo  estaba viviendo una época terrible: la tuberculosis que por aquellos días hacía estragos, se había llevado a dos de sus hermanas, otra estaba muriendo en un sanatorio de Melilla, su mujer, -se había casado en Madrid al terminar la guerra-, estaba ingresada en Valladolid en una clínica del Aire, sin esperanzas de curación y su hijo, de apenas dos años, acababa de morir en Valencia adonde él había pedido ser trasladado para que un hermano suyo que vivía allí, se hiciera cargo del pequeño.  Me impresionó, naturalmente, como todos aquellos dramas de la posguerra de difícil olvido. Nos veíamos alguna vez, en las reuniones que nuestros amigos organizaban y donde tuve la suerte de conocer a muchas personas importantes. Entre ellas, a alguien del que tal vez oíste hablar en Caracas, pues allí se refugió y allí murió años más tarde. Era un poeta muy amigo y querido por nosotros: Pascual Plà y Beltrán.
Con el tiempo, se produjo un acercamiento amistoso entre Eduardo  y yo. A los dos nos gustaba mucho el teatro –de hecho yo trabajaba en una compañía semi-profesional-, y, a instancias de nuestros amigos creamos un grupo de cámara que tuvo cierto prestigio y que, unido al Premio Valencia de Poesía que me fue concedido en 1954 hizo que mi nombre no fuera desconocido en Valencia.
Y fue precisamente en 1954 cuando Eduardo y yo nos casamos. Su esposa había fallecido unos años antes. Cuando me propuso matrimonio yo puse una condición: que dejara el ejército. Nunca me casaría con un suboficial del ejército franquista. Aceptó, no sólo porque yo así lo quise, sino también porque él nunca se sintió cómodo, pero las circunstancias familiares que te he referido lo obligaron.  Su falta de recursos económicos sólo era comparable con la mía.
El dinero obtenido con mi premio nos permitió un modesto viaje de bodas. A Melilla. Allí estaban los padres de él, viviendo de un modestísimo bar en un lugar llamado El Mantelete, en el puerto, a los pies  de Melilla la Vieja, al lado de la Ensenada de los Piratas. También tenía allí un hermano, y la única hermana que se había salvado de la tuberculosis, casada  con un oficial de aviación.
Allí, en Melilla, Eduardo me habló del capitán Leret. Comprendí inmediatamente  la impresión que su asesinato le había causado. Y supe que no lo había olvidado ni lo iba a olvidar. Se reencontró con algunos antiguos compañeros y el recuerdo de tu padre estuvo presente muchas veces en nuestras conversaciones. Me di cuenta del recuerdo que había dejado en Melilla. Del afecto y admiración que sentían por él –las personas que yo trataba, claro-, y la indignación que suscitaba aún su asesinato. Yo le pedí ir a la Base de Hidros, que por entonces había sufrido ya muchas modificaciones, pero que, aun así, quería conocer. Se negó rotundamente, pese a que estuvimos  varias veces en Nador donde tenía una prima. Me dijo que nunca más pisaría aquel lugar.
En nuestros largos paseos por Melilla, Eduardo me habló muchas veces de lo ocurrido en aquellos días de julio de 1936. Él estaba de permiso en casa de sus padres cuando recibió la orden de presentarse inmediatamente en la Base. Delante mismo del bar de sus padres estaba la comisaría de policía y creo que fue a través de su teléfono que se pusieron en contacto con él desde la Base. Pero él había salido con sus amigos y volvió a casa muy tarde. Sólo entonces supo que le ordenaban volver y muy vagamente la policía le habló de un asalto a la Base. Las noticias eran muy confusas y nadie sabía nada concreto. Tampoco había medios de transporte, debido a la hora. Sin saber qué hacer, se puso en camino hacia Nador, andando. No sé, no recuerdo, cómo llegó hasta allí y, desde allí, creo que con una bicicleta que le prestaron sus familiares, fue hacia la Base. Empezó a ver cadáveres por la carretera, gente que parecía huir, camiones. Estaba aterrado. No sé a qué hora llegó a su destino, a media mañana, creo. El espectáculo era sobrecogedor. No sabía qué había ocurrido en realidad ni quienes habían provocado aquel desastre, ni cómo se había resuelto el problema. Todo era un caos. Al llegar entró en uno de los hangares medio derruido. Allí, caído en un rincón, encontró a un amigo suyo completamente derrumbado, sin fuerzas para levantarse. Era un chico tan joven como él, 20 años. Eduardo le preguntó si estaba herido. El chico negó mientras balbuceaba: “Hemos fusilado al capitán Leret” –le dijo. No lo tengo muy claro, han pasado muchos años y he olvidado cosas, pero creo que el pobre muchacho había sido obligado a formar parte del pelotón de fusilamiento. Le dijo que se habían llevado su cadáver en un camión.
Es todo lo que sé. Lo oí repetir docenas de veces durante años. Puedo haber olvidado algunos detalles, pero lo que sé muy cierto –siempre por medio de mi marido-, es que era la mañana del 18 de julio, sábado, y que el asesinato se había producido al clarear el día. No sabía –o quizá lo olvidé si alguien me lo dijo, que fue a la muerte semidesnudo y con un brazo roto. Lo leí, sí, en el libro de tu madre y me hizo pensar en las muchas veces que yo soñaba con mi hijo durante los 44 días que no supe de él. Afortunadamente, los sueños que yo tenía no se cumplieron, fueron sólo producto de mi desesperación. Por desgracia, en el caso de tu madre fueron una premonición.
El resto de las cosas ocurridas en la Base las conoces mejor que yo. El desconcierto, el horror, el miedo.
El muchacho aquel y mi marido se juramentaron para huir a la zona republicana. No fue posible. Melilla era como una cárcel. Además, aquel pobre chico murió pronto, no sé cómo. Después, Eduardo fue trasladado a Salamanca. Lo único que le hizo más llevadera su situación, dramática y contradictoria, es que nunca entró en combate. Pasó la guerra en oficinas, en armamento.
Como ya te he contado, siempre recordó con cariño y dolor al capitán Leret. Habló de él a sus hijos muchas veces.  En nuestras frecuentes conversaciones evocadoras de toda aquella tragedia, obsesivamente rememorada, afloraba su nombre, como el de tantos que siempre tuvimos presentes, como el de mi hermano, del que ya te he hablado, como el de un tío mío, muerto en 1941 víctima indirecta del franquismo, como el de todos los que perdimos, entre ellos, mis amados poetas Federico, Miguel Hernández, con cuya familia estuve muy vinculada, y tantos, tantos…
Por cierto, en los documentos que me envías aparece un nombre que me ha sobresaltado, el de Lorenzo Asensio Martínez, asesinado también en la Base, poco después que tu padre. Verás: En 1959 mi marido, mi madre –mi padre había muerto ya- , mi hijo, que tenía entonces cuatro años, y yo nos trasladamos a Madrid. Nuestra vida en Valencia iba siendo cada vez más difícil. Pese a mis premios, a mi preparación, a mi buen nombre, me negaron todos los trabajos que podía desempeñar. Estaba considerada “conflictiva”. Sólo una vez. el periódico Las Provincias, me encargó una serie de reportajes sobre Melilla –otra vez Melilla-. Lo hice poniendo en ella todo mi empeño: 20 reportajes hablando de costumbres, mercados, paisajes, o sea que sin mencionar nada que impidiera su publicación. Empezaron a salir a diario. Sé que gustaban, pero, al quinto, me llamaron al despacho del director: Lo sentían mucho, pero…
No sabíamos cómo subsistir. Mis queridos amigos Ribes –con problemas similares a pesar de pertenecer a una importante familia valenciana, incluso con título nobiliario- se encontraban en la misma situación y se vinieron a Madrid, contratado él por una editorial  creo que latinoamericana. Todos nuestros amigos de Madrid nos llamaban, entre ellos nuestro querido  Buero Vallejo. Nos vinimos. Mi marido obtuvo un modesto empleo en la misma editorial que nuestro amigo. Yo conseguí una prueba en un estudio de doblaje de películas. Me contrataron. Poco a poco, empezamos a ver una luz entre tantas sombras. Publiqué libros, artículos, guiones en T.V, hice innumerables traducciones. Adquirí un pequeño, modestísimo nombre, como modesta fue siempre y sigue siendo mi vida. Pero, nada que ver con el pasado.
Eduardo, no sé si casualmente o por indicación de algún amigo, se reencontró con un antiguo compañero de la Base. Melillense como él. Había abandonado también el ejército y tenía una tienda de fotografía y material fotográfico muy cerca del café Gijón. Iba a nacer mi tercer hijo y ese amigo se empeñó en apadrinarlo. Fue en 1965. Yo me opuse. Aquella persona no me gustaba. Era frívolo, sin preocupaciones. No hablaba de la situación que vivíamos, no daba opiniones. Sí recordaba a tu padre con respeto pero, en mi opinión, con una cierta distancia.  Lo mismo que al referirse a todo lo que habíamos vivido, que seguíamos viviendo. Y, ante mis frecuentes y vehementes comentarios,  callaba, sólo sonreía. Le dije a mi marido: “Juan es franquista o poco menos”. “No –me contestó Eduardo-, eso no, pero las cosas le han ido bien y eso hace que algunas personas cambien- y añadió como aportando un argumento absolutamente irrebatible-: Un hermano suyo murió también en el Atalayón-“. El que fue padrino de mi hijo se llamaba Juan Asensio Martínez. Entre los nombres de los fusilados en julio de 1936 hay, según me dices, un Lorenzo Asensio Martínez. ¿Sería su hermano?
En cuanto a su pensamiento político, si es que lo tenía, si no franquista, por lo menos  era tolerante con el franquismo.  No me equivoqué.
Me he extendido demasiado. Discúlpame. Quizá te he contado cosas que no te interesen ni añadan nada a lo que esperas que te diga. Sólo te servirán para tener una idea de mi charlatanería. Estoy escribiendo una especie de memorias y eso hace que las palabras se me enreden como las cerezas. He visto tantas cosas ya…  No sé si te dije que, a hombros de mi padre, vi en las Ramblas Barcelona,  la proclamación de la República. Todo un privilegio del que pocos ya  pueden presumir.
   En cuanto a las anécdotas que me piden, ahí van las que recuerdo:
El capitán Leret nunca tuteaba a los soldados. Los trataba con un respeto poco usual en el ejército.
Gracias a él, la mesas del comedor de los soldados, estaban cubiertas con manteles. No sé si serían de tela o de hule, pero su aspecto era curioso,  ocultaba la madera tosca de que estaban hechas y les daba una cierta calidez. También disponían de servilletas, cosa insólita  en el ejército.
Una vez, un muchacho protestó por la comida. El cabo que ese día estaba encargado de servir y hacer guardar el orden en la mesa, lo mandó callar, sin duda más por miedo que para quitarle la razón. Acudió, creo,  un sargento con ínfulas de jefe, bien dispuesto para el grito y posiblemente para algo más. El chico que protestaba no se arredró. Hasta la mesa de oficiales –no sé si separada sólo o situada en otro comedor contiguo- llegó la trifulca. El capitán Leret llamó al sargento y le preguntó qué pasaba. Al saber la causa de la protesta, el capitán quiso probar la comida del soldado. “Es la misma que come usted, mi capitán” –arguyó el sargento-. “No importa, quiero probar la de su plato. Tráigamelo”. Algo cortado, el sargento llamó al chico y le ordenó que trajera su plato. En efecto, la comida, aparentemente era la misma, pero, al probarla, el capitán ordenó retirar inmediatamente todos los plato servidos a la tropa y mandó servir patatas fritas y huevos. La comida podía tener los mismos ingredientes pero no hay duda de que el sabor debía ser muy otro.
Otro día, unos chicos recién llegados a la Base cometieron alguna falta y fueron castigados –era domingo- a no ir a la ciudad y a quedarse a barrer los hangares. Resignados, emprendieron la tarea. De pronto, apareció en la puerta alguien a quien creyeron un soldado más. Vestía un mono blanco, quizá como el de ellos, no sé. Uno de los chicos tiró la escoba diciendo: “Pues yo, si este no barre, tampoco pienso hacerlo”. El recién llegado, sin abrir la boca, cogió una escoba y empezó a barrer. Estaban en plena faena cuando apareció un sargento, un cabo o un veterano no sé. Se llevó las manos a la cabeza. “Pero…¿qué hace, mi capitán?” Sólo entonces los castigados supieron el rango del espontáneo barrendero: era el capitán Leret.
Otra vez pasó algo parecido. Iban varios camiones en fila, no sé adónde ni por qué. El terrero era abrupto, había llovido y el camión que iba delante se atascó. Se pararon todos los camiones y los hombres bajaron. Hubo un momento de desconcierto al no poder poner en marcha al camión causante del problema. “¿Qué hacemos?” –preguntó uno de los soldados. “Esto” contestó el capitán Leret empujando con el hombro la parte trasera del camión. Inmediatamente los demás siguieron el ejemplo y entre todos salieron del apuro. El capitán, en ningún momento abandonó su puesto detrás del camión.
     Es cuanto sé. Lo que mi marido contaba, más o menos con estas mismas palabras. Tal vez olvido algo. No sé. Han pasado casi sesenta años desde que se lo oí contar. Y tal vez olvido cosas, pero lo que te cuento es exacto. Lo oí docenas de veces. Yo no sé los demás, amiga, pero Eduardo llevó siempre a tu padre en su recuerdo y, estoy segura, en su corazón.
    PD: Resulta difícil poner una post data a un texto así, proporcionado por Carlota Leret.  Carlota ha removido cielo y tierra y no ha conseguido un solo papel sobre el juicio y causa seguida contra su padre. De la inexistencia podemos deducir dos cosas, una que fue ejecutado sin juicio, y segundo que la verdad sigue siendo ocultada. Virgilio Leret fue el primer defensor de La República, el primero que hizo frente a los sublevados. Fue asesinado en la mañana del día 18, y nadie quiso con posterioridad, rehacer por escrito, la farsa de un juicio que nunca llegó a celebrarse.