"No hay una verdadera política de memoria sin una dotación presupuestaria adecuada, todo lo demás no dejan de ser más que brindis al sol. Así ha nacido la nueva ley de memoria histórica de Andalucía, sin que la acompañe una memoria económica que la haga viable y efectiva en su futuro desarrollo".
Vergüenza. Esa es la palabra que define lo que muchos sentimos al ver que después de 40 años de democracia siguen en las fosas decenas de miles de asesinados durante el genocidio franquista, yaciendo en fosas colectivas en cementerios y cunetas, en su gran mayoría clandestinas, a lo largo y ancho de este país. En cualquier otro país de nuestro entorno este hecho sería calificado como una sinrazón que aquí no sólo se tolera, sino que se ampara por la pasividad manifiesta de la que han hecho gala todas las administraciones (estatal, autonómicas y locales), da igual el color político, desde que se firmó el pacto de silencio y olvido que supuso la mal llamada transición modélica española. Ese error histórico pasado, sostenido en el presente, deberán asumirlo en su hoja de servicios a la democracia todos aquellos partidos y dirigentes políticos que, premeditadamente y mirando hacia otro lado, traicionando a las víctimas que debían haber sido sus referentes éticos e ideológicos, enterraron aún más profundo en las fosas a todas las personas que fueron asesinadas por defender la legalidad democrática republicana. Y por esos mártires nuestra actual democracia, con 40 años de bagaje, sólo ha actuado tímidamente y siempre a instancias de los familiares de las víctimas, de la sociedad civil y con el impulso de las entidades memorialistas que se han visto obligadas a llevar la iniciativa ante la inacción de los poderes públicos.
Y en Andalucía este panorama no es mucho mejor, a pesar de los mensajes autocomplacientes que se nos han venido lanzando en los últimos años desde que el gobierno andaluz ha puesto en marcha una tímida política de memoria, al menos en lo que a exhumaciones se refiere. Y esta afirmación no es un hecho opinable, está anclado en unos estremecedores datos que no dejan impasible a nadie con un mínimo de sensibilidad. Utilizando la estimación más baja en cuanto al número de víctimas asesinadas y enterradas en las aproximadamente 650 fosas andaluzas, la cantidad total podría ascender a unas 48.000 personas, de las que a día de hoy solamente se han recuperado 3.800, lo que supone algo menos del 8% del total de las víctimas, y siempre atendiendo a las estimaciones más bajas, ya que hay estudios que amplían este número por encima de las 60.000 personas. En cualquier caso ese 8% no deja de ser un porcentaje ridículo que nos da una idea de lo eterno que puede hacerse el proceso de exhumaciones restantes. En pocas palabras: no es de recibo para una sociedad democrática que se precie de serlo permitir esta situación; es, sencillamente, una vergüenza.
No hay una verdadera política de memoria sin una dotación presupuestaria adecuada, todo lo demás no dejan de ser más que brindis al sol. Así ha nacido la nueva ley de memoria histórica de Andalucía, sin que la acompañe una memoria económica que la haga viable y efectiva en su futuro desarrollo. En la acción política las prioridades se demuestran en la aprobación de los presupuestos y no cabe duda que este tema no debe ser prioritario, ya que las partidas presupuestarias que se dedican a exhumaciones e identificaciones son ridículas. Para este año 2017 la cantidad asciende a 338.000€ para 37 intervenciones previstas y en curso, incluyendo los gastos totales del proceso, desde la intervención arqueológica y antropológica hasta la identificación por ADN de los restos exhumados.
A esa manifiesta escasez presupuestaria hay que añadir las precarias condiciones laborales con las que trabajan los equipos técnicos externos (arqueólogos, antropólogos, auxiliares, etc) que se contratan por la administración para ejecutar dichas intervenciones.
Teniendo en cuenta que los honorarios del equipo técnico se establecen como un sueldo mensual, que está muy por debajo de los honorarios estipulados por los colegios profesionales y sin que se presupueste beneficio empresarial alguno, sería procedente que se facturaran individualmente y se abonaran mensualmente para que los técnicos no tuvieran que acabar financiando la intervención como ha venido ocurriendo hasta ahora. Lo que no parece lógico es que el equipo técnico pueda estar trabajando durante varios meses, únicamente por un salario digno y del que no obtienen un beneficio empresarial, y no puedan facturar hasta que finalizan el trabajo de campo y se entrega la memoria, teniendo que esperar un prolongado lapso de tiempo hasta que se produce el cobro definitivo de la cantidad facturada. Hasta entonces han tenido que hacer frente a los impuestos que genera el trabajo como autónomo (cuotas mensuales a la Seguridad Social, declaraciones trimestrales en las que hay que abonar el IVA y el IRPF, gastos de asesoría, etc) y a los gastos comunes que tiene cualquier persona (alimentación, vivienda, desplazamientos, etc).
Tal vez habría que repensar el sistema que se ha adoptado en los últimos tiempos, en los que la Dirección General de Memoria Democrática asume las competencias e interviene de oficio en las exhumaciones externalizando los servicios mediante un contrato menor en el que el arqueólogo director asume toda la facturación del equipo técnico, haciendo frente a todos los gastos que ello genera sin obtener beneficio alguno y únicamente por el exiguo salario que conseguirá cobrar después de muchos meses de trabajo y de espera para que le sea abonada su factura. Consideramos que de esta forma es el equipo técnico el que financia la intervención y no la Dirección General, ya que el pago de las cantidades facturadas se hacen una vez finalizada la intervención y entregada la memoria, es decir, una vez que los técnicos han adelantado su trabajo y su dinero para que ésta pueda ser ejecutada, que es precisamente el significado de financiar, es decir, el acto de dotar de dinero y de crédito a la intervención, aportando sus propios recursos para el desarrollo de las correspondientes actividades arqueológicas.
Y habría que repensar el sistema de financiación de las intervenciones porque hasta hace no mucho eran las asociaciones de memoria histórica las que optaban a las subvenciones de las diferentes administraciones y una vez que las cantidades concedidas eran ingresadas, se podía poner en marcha toda la maquinaria para poder ejecutar la intervención, procediéndose con posterioridad a la justificación de dicha subvención. De esta forma ni técnicos ni asociación tenían que adelantar su propio dinero y era realmente la administración que concedía la subvención la que financiaba desde el primer momento la ejecución de la actividad.
¿Y qué podemos decir de la burocracia? Ya sabemos que en este país sobran leyes y falta voluntad política para resolver determinados asuntos, y este tema de las exhumaciones no iba a ser menos. No por tener muchas normas jurídicas y muchos reglamentos vamos a acabar de una vez por todas con un asunto que corre mucha prisa, sobre todo para los escasos familiares directos que aún viven de las victimas asesinadas que, la mayoría octogenarios, se desesperan al ver la lentitud de una maquinaria burocrática que no hace sino entorpecer y ralentizar los plazos para poder intervenir en las fosas y recuperar, antes de irse de este mundo, unos cuantos huesos de sus padres o madres y cerrar por fin el luto después de más de ochenta años de silencio y sufrimiento. Y esto no parecen entenderlo las administraciones competentes, ensimismadas en sus normativas, reglamentos, convenios, despachos, reuniones varias e informes de expertos que dilatan el comienzo de lo verdaderamente importante para los familiares: ponerse ya a trabajar en las fosas y recuperar a sus seres queridos para poder darles una sepultura digna.
Estoy seguro que alguno, tal vez muchos, me acusaran de plantear un panorama desolador sobre las políticas de memoria que actualmente se están aplicando. Pero estoy convencido que los que verdaderamente sienten y padecen esta tortura del olvido que dura más de ochenta años y que, si cabe, es más sangrante desde que recuperamos hace cuarenta años la anhelada democracia por la que murieron tantos mártires, mantendrán que incluso puedo haberme quedado corto en mis afirmaciones. En las cientos de fosas que albergan la memoria enterrada de los miles de asesinados del genocidio franquista, aquellos a los que la democracia olvidó y sigue olvidando premeditadamente, se escucha un grito silencioso que nos hace a muchos sentir vergüenza por permanecer pasivos e indolentes ante tanta injusticia. No tengo otra palabra para definir lo que muchos sentimos: VERGÜENZA.
Fuente. San Fernando 14.06.2017
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