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45 años después, Antonio Chapero recuerda cómo el inspector de la Político Social le torturó y utilizó, para presionarle, a su hijo.
Antonio Chapero fue detenido en Valladolid y torturado por Billy el Niño en 1973. Hoy, en su casa de Tarragona. JUAN BARBOS
Riudecanyes
En la sala de la comisaría donde Billy el Niño torturaba a Antonio Chapero, uno de los policías entró con un niño. Apenas tenía dos años. Era su hijo. “Hazlo al menos por tu hijo. Hazlo por tu hijo”, le gritaban. De todos los golpes que le habían dado, de las patadas, los puñetazos, aquel era el que más dolía. Ver a su niño pequeño en manos de sus torturadores. Amenazándole con una pistola. Antonio se había resistido a cantar desde el principio.
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No era la primera vez que le detenían. En 1970, con 23 años, Antonio Chapero y su mujer habían ido a prisión por tener un aparato de propaganda en su casa de Madrid. Cuando salió de la cárcel un año y medio después, era un quemado y había que quitarle de en medio. Su nombre estaba señalado y le mandaron a Valladolid a desarrollar el partido en Castilla-León. El partido era el PCEml, una escisión maoísta del comunismo. En su nuevo destino, Antonio trabaja en una empresa durante el día y el resto del tiempo hacía proselitismo entre los campesinos. Les afiliaba, les daba lecturas. Hasta que en 1973 en Madrid se organizó una redada masiva por la muerte de un policía en una manifestación. “Se desató una ola de represión brutal. Y fueron a por todos” recuerda ahora Antonio, septuagenario vivaz retirado en el campo de Tarragona. “Tú pensabas que nunca iban a llegar hasta Valladolid. Porque el responsable del partido venía y decía: tranquilos. Pero claro, con las torturas tu nombre termina apareciendo”.
No era difícil seguirle la pista: Antonio Chapero estaba fichado por la policía, en su nueva empresa tenían su documentación y su nombre verdadero. “No teníamos ni DNI falso ni nada”, sonríe sorprendido de lo ingenuos que eran. “Y fueron a la empresa una mañana”, recuerda, “era la típica nave: debajo estaban los obreros y encima las oficinas. Yo trabajaba en la administración y los vi cuando llegaban. Empezaron a preguntar y los compañeros señalaban hacia arriba, a las oficinas. Y pensé que eran unos comerciales”. Pero no iban a vender nada. Iban a saldar cuentas. Eran dos agentes de la Brigada Político Social: el más temido de todos, Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño, y otro del nunca llegó a saber más que su nombre de guerra, El Gitano.
Antonio no había visto nunca a Billy, pero le reconocería después al ver una foto suya. “Era muy característico… De ojos saltones. Llevaba aquella melenita. Y era muy delgaducho, muy canijo”. Se para un momento como si estuviera reconstruyendo aquella cara en su memoria. O aquellas palizas. “Era un sádico. Te puedes hacer una idea… el que se dedica a esto y con ese celo”. González Pacheco ejecutaba su trabajo con pasión. Sólo que su trabajo era torturar a opositores a la dictadura. Sin piedad. Sin reparar en golpes, en gritos, en amenazas. Sin importarle ordenar que metieran a un niño pequeño en la sala donde su padre era torturado para intentar arrancarle nombres de compañeros. “Se desplazó hasta Valladolid para pillarme”, recuerda Antonio, “hasta allí que se vino el señor”.
En el primer momento, la única obsesión de Antonio Chapero era proteger a su familia. Esposado, en el asiento de atrás del coche, mientras le llevaban a comisaría, se quitó como pudo la alianza y la escondió en la tapicería. Sabía que su esposa, María, de nacionalidad estadounidense, estaba también en peligro. Había sido detenida con él la primera vez, en 1970, justo el día que le había dicho que estaba embarazada. Ella salió antes de la cárcel. Dio a luz mientras su marido cumplía condena. Cuando, al fin, él recuperó la libertad se marcharon todos a Valladolid para empezar una nueva vida.
Pero la nueva vida se había quebrado con la visita de Billy. “Empezó a interrogarme Y venga patadas en los huevos. Porque tenía la costumbre de meterte rodillazos”. Tenía también la costumbre de inaugurar los interrogatorios con una violencia pornográfica, para dejarle claro el camino a sus acólitos. Antonio, de pie, esposado, sin comida, sin bebida, sin descanso, decidió que lo mejor era hacerse el loco. “Cuando traían el cubo para meterme la cabeza le daba una patada, porque era mejor que te pegaran. Se ponían frenéticos. Me gritaban: este tío está loco”.
Antonio no llegó a dar la dirección de su casa. Pero uno de sus compañeros en la empresa donde trabajaba le delató. La Brigada Político Social detuvo a su mujer y se llevaron al niño. “La cosa ya estaba dura. Te metían la cabeza en el cubo. Las piernas no te respondían. Y yo ya sabía que había cogido a María. Entonces entraron a aquella habitación con el niño. Allí mismo”, se para buscando la palabra y solo le sale una, “terrible”. En otra sala, en el mismo edificio, María estaba pasando por lo mismo. La tortura física y la otra: ver cómo los policías desgranaban su catálogo de amenazas con el pequeño en las manos. “Además”, dice Antonio que ha perdido la vivacidad de su discurso, “estaba malito. Tenía primaria de tuberculosis y necesitaba medicación. Lo peor fue ver en ese lugar a tu hijo tan pequeño… con una carita como diciendo, qué pasa aquí, qué es esto. Y tu esposa en la sala de al lado”.
En los momentos más oscuros, en aquella sala sin noción del tiempo, Antonio miraba la única ventana en la pared. Una ventana sin rejas en una habitación en un tercer piso. “Yo te juro que me habría tirado. Y lo pensé. Lo pensé. A tomar por culo, me tiro, da igual. En ese momento no eres persona y quieres que pare ese horror. Es como si estuvieras a un lado del abismo y te dicen: te sigo dando o te tiras”. Recuerda Antonio que la Político Social utilizaba las ventanas para amedrentar a los prisioneros. Contaban los camaradas historias de torturados a los que dejaban con medio cuerpo fuera para obligarles a confesar. Que cuando se les iba la mano, los policías tiraban a los detenidos por las ventanas para ocultar pruebas. Y que hubo quien se pudo tirar presa de la desesperación, como los atrapados en las Torres Gemelas que se lanzaban para morir antes de que les devorara el fuego.
A pesar de todo, Antonio nunca dio un nombre. A pesar de todo, sus compañeros de Valladolid cayeron. Tras una semana incomunicado y unos meses en la cárcel de aquella ciudad, le llevaron a Carabanchel de nuevo. Allí supo, al reconocerle en una fotografía, que quien le había torturado era Billy. Como a tantos de sus amigos. Hoy González Pacheco pasea anónimamente por las calles de Madrid, un respetable octogenario de modales exquisitos. “Está jubilado. Con medalla y más pensión”, dice Antonio que fue su víctima. “Ya sabes, la amnistía”.
LA SEGUNDA PERSECUCIÓN
De Carabanchel, Antonio recuerda cómo escondían libros prohibidos bajo la tierra del jardín del patio. Y una cámara que alguien les pasó escondida en un cubo de comida. Y el túnel que intentaron cavar sin éxito, porque el trabajo exigía una organización y una constancia que los preventivos no podían mantener. Pero sobre todo recuerda cómo los presos políticos estaban divididos en la tercera galería: por un lado, los del PCE y por otro, el totum revolutum. “Decíamos, a ver, estamos aquí todos presos y represaliados y estamos divididos. No puede ser”.
Su mayor orgullo fue conseguir que en su primera estancia en prisión se unieran lo que todavía llama “las comunas”. Pero cuando llegó a Carabanchel la segunda vez, la unidad se había roto. “Porque habían entrado los jefes de mi organización y habían enfadado con los del PCE. Pero como yo tenía amistades, me seguía viendo con todo el mundo. Cosa que no les gustaba a mis camaradas”, cuenta. Allí empezó cierto desencanto.
Cuando Antonio salió de la cárcel, se fue con su familia a París. El dictador había muerto, pero la cosa no estaba clara. Y tampoco estaba claro el giro que había dado del partido. Los líderes del PCEml dirigían la organización con mano de hierro desde Ginebra, teorizando sobre lo que tenían que hacer los camaradas. Y decidió dejarlo.
“Nos habíamos salido del partido un montón. Y empezó a haber una persecución. Vinieron a casa, en París, con una pistola. A otro le intentaron matar en Madrid, en el metro. Contactamos los que no estábamos de acuerdo y tuvimos que salir huyendo de Francia”. Y así fue cómo terminó regresando a Madrid, a su barrio de Vallecas, a intentar recuperar la juventud que entre unos y otros le habían negado.
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