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Cuando su padre se "tiró al monte", ella quedó en Colomera al cuidado de sus cinco hermanos. Lo que vino después fue indescriptible: represión, hambre y huida
La memoria más desconocida de la mujer, en nuestra reciente historia (1936-1964), pertenece a las que se convirtieron en enlaces y colaboradoras de los hombres de su familia o los que "se echaron al monte" acosados por la represión de los vencedores en nuestra larga posguerra. Mujeres: madres, hermanas, compañeras, esposas, novias. Eran vigilados sus pasos, se las encarcelaba, se las torturaba hasta la extenuación, ante el pertinaz silencio sobre el paradero de sus hombres. Ellos permanecían huidos, escondidos o plantando cara en las sierras, caminos, pueblos y ciudades, acosados por el hambre, el frío y la desolación, acorralados como fieras, por las patrullas exterminadoras.
Las mujeres se convertían en rehenes de la Guardia Civil al no lograr ser descubiertos y apresados en sus pesquisas y enfrentamientos, sin efecto la falaz promesa "de que no les pasaría nada si se entregaban". Tras el enfrentamiento con las partías, exponían los acribillados cadáveres en las plazas, con la orden de que no se acercaran a ellos sus familiares. Las madres, las mujeres de la familia velaban a sus hombres, hasta que llegaba la orden de llevarlos a una fosa.
El cura de Colomera se sublevó, en nombre de Dios, ante semejantes desafueros y exigió respeto y cajas de pino para dignificar la muerte airada de aquellos hombres de todos conocidos.
La vida de María y de su madre Leonor Martín Pajares, la mujer de Juan Garrido Donaire, Olla Fría, representa el paradigma de la mujer e hija de los llamados hombres de la sierra en nuestra tierra. Olla Fría, fiel a la República, como Gobierno legítimo del pueblo, al terminar la guerra fue detenido y torturado y pasó tres años en la cárcel. Fuera quedaba Leonor, con seis hijos pequeños, que sacaba adelante con tanta fortaleza como dignidad. Al salir de la cárcel, un vecino de derechas le advirtió de que "iban a darle el paseíllo". Algunos amigos en semejante situación optaron por el suicidio, Olla Fría, se "tiró al monte".
Nueve años duró aquella vida errante, a salto de mata, lidiando con las patrullas de la Guardia Civil, que él burlaba con pasmosa osadía e inteligencia. Se cuentan aventuras dignas de llevar su vida al cine. Leonor y María, la hija mayor, sufrieron toda clase de represalias, en continuo solivianto, y destrozo del humilde hogar en reiterados registros a altas horas de la madrugada, para sorprender el posible acercamiento a los suyos de Olla Fría. Él, acostumbrado al riesgo, burlaba el estrecho cerco de sus perseguidores, de forma rocambolesca.
Los extenuantes interrogatorios y represalias a la familia para que declararan el paradero eran infructuosos. A Leonor, delante de sus nietos, la colgaron, le metían la cabeza en vinagre y la golpeaban con saña. Para forzar la situación, ante su mutismo, encarcelaron a Leonor, en Granada.
La adolescente María quedó al cuidado de sus cinco hermanos. Además permanecía alerta de los desplazamientos del padre, para avisarle de cualquier delación y peligro. Luego estaban las visitas a su madre en la cárcel, para infundirle ánimo, tranquilizarla sobre la situación familiar, llevarle ropa limpia y cualquier cosita de comer. Hasta llegar a Granada recorría a pie los 26 kilómetros de ida y otros 26 de vuelta de Colomera-Granada-Colomera. María no tuvo infancia, ni escuela. Ganaba su vida y la de sus hermanos, vendiendo leña, que ella recogía y transportaban a sus espaldas, recogiendo aceitunas, tras la recolección y otros menesteres. En ocasiones, no tenían más remedio que acudir con sus hermanos a comer, al Auxilio Social. ¿De qué materia estaban forjadas las mujeres de esta familia? Pues María, como su abuela, su madre y la tía Silveria, fue a parar a la cárcel de Iznalloz, a pesar de ser menor de edad... Los cinco hermanos quedaron a merced de la indigencia.
Con este panorama de dispersión familiar, la Guardia Civil no dudaba de que Olla Fría volvería a Colomera. Pero no volvió. En 1942 había formado su propia partida, antes había actuado en la de Salsipuedes. Con su propia partida operó en la zona norte de la provincia: Benalúa de las Villas, Moclín, Deifontes y Colomera. Más tarde, en la zona de Montefrío, hasta que pudo embarcar en lo que él llamó "cáscara de nuez", algo parecido a las pateras de nuestros días. En Tánger fue detenido e internado en un campo de concentración, de donde huyó hasta llegar a Casablanca. Durante mucho tiempo perdió el contacto con la familia, las cartas eran sistemáticamente interceptadas, lo sabían a salvo, pero lo habían perdido.
A la salida de las cárceles, más de tres años después, Leonor, la tía Silveria y la joven María, con un implícito decíamos ayer, cogieron las riendas de la vida, y junto a sus hijos, echaron a andar con la carga moral de sus vidas habitadas por el estigma de rojas y presidiarias, por lo cual, se les solía negar el trabajo. La fiel Leonor esperaba siempre noticias de su hombre, el gran y único amor de su vida, que, lejos y libre, se enredó en otras relaciones.
Para María, la represión no se acabó a la salida de la prisión, como tampoco iban a lograr nunca la libertad por la que lucharon ellas y los suyos. Eran gentes marcadas por la sociedad, las pavorosas privaciones y el miedo, pues los registros y las amenazas no cesaron en busca de Olla Fría. La Guardia Civil creía que, en cualquier momento, el valor de aquel hombre, que la autoridad tildaba de alimaña, no tenía límites, aunque interceptaban sus cartas a la familia, podían esconder una de sus artimañas. En uno de los registros, a la joven María la insultaron llamando ladrona: "¡Seguro que todo lo que tenéis en casa es robado, porque sin padre y sin madre, ¡a ver como podéis sobrevivir!". María, con rabia y dignidad, le respondió: "Ladrones, ustedes, que nos han robado el dinero que había en casa".
A golpes la tiraron al suelo, la pisotearon, conminándola a que se presentara cada mañana en el cuartelillo, además que de nueve de la mañana a seis de la tarde, permaneciera, esas nueve horas en la puerta del cuartel, tiempo que ella aprovechaba para pedir limosna a los transeúntes.
Muy pronto le llegó el amor a María en la persona de Pepe El Roscas, con el que tuvo dos hijos. Cuando Olla Fría decidió huir a África, Pepe resolvió irse con él. María le pidió que no abandonara a sus hijos, pues él no era un hombre perseguido. Pero pudo más la aventura y se fue. Para dar de comer a sus hijos María se metió en una casa como sirvienta, en Granada. Leonor, su madre, le cuidaba a sus hijos, cuando el domingo acaba su trabajo regresaba, junto a los suyos. Con el tiempo, María conoció a otro hombre, de Campotéjar, 12 años mayor que ella. Era hombre comprometido; su paso por varias cárceles fue su universidad. Cuando su marido conoció su relación, raptó a sus hijos de la casa de la abuela Leonor y se los llevó con él. Ante la ley y la sociedad, María, era una adúltera. Aunque estuviera abandonada por el marido, no se le permitía cuidar ni ver a sus hijos. Para esta mujer tan castigada, la pérdida de sus niños fue el drama mayor de su vida.
María y su compañero, Antonio Fernández López, represaliado, torturado, condenado a 12 años de prisión, por el hecho de ser comunista, decidieron comenzar una nueva vida en Barcelona. Llegaron con un colchón como patrimonio. Hicieron lo que miles de inmigrantes andaluces, alquilar una habitación en una de las barracas, en la montaña del Turó Caritg, en el Barrio de la Salud, en Badalona. Eduardo Mendoza, En la ciudad de los prodigios, cuenta: "Llegaban en trenes abarrotados a los andenes de la estación de Renfe, se alojaban en chamizos por falta de casa. A estos chamizos se les llamaba barracas. Los barrios de barracas brotaban de la noche a la mañana, en las afueras de la ciudad…".
El barraquismo es un fenómeno indisociable de la historia de la inmigración en la Ciudad Condal, la cual les debe mucho a aquellas sufridas gentes que durante muchos años, vivieron y trabajaron esforzadamente, en condiciones infrahumanas, y que contribuyeron a crear lo que hoy es Cataluña.
María tuvo el momento más feliz de su vida, cuando recobró a sus hijos, José y Juan, en 1979. Artífice del reencuentro fue su hija Montse, que los buscó denodadamente, sin éxito durante años, pues vivían en Francia. Aquellas leyes desnaturalizadas que tantos dramas ocasionaron, llevaron a muchas madres a la enajenación y al suicidio, por sentirse culpables. María, por su carácter solidario fue siempre esclava de todos. Su vida tiene los tintes más duros. Trabajadora infatigable limpiaba casas, cosía, se ocupaba de sus hijos y se cuidaba de la suegra inválida y de la barraca. Cuando lograron adquirir una propia, la llenó de flores y refulgían sus paredes de cal. Era la alegría del barrio.
A los 78 años, ya viuda, empezó a ir a la escuela, esta asignatura pendiente la saldó en cuatro cursos, aprendió a leer, escribir, a dibujar y hasta se atrevió con el ordenador. Antonio, trabajó de carpintero y encofrador en la construcción de la Facultad de Derecho de Barcelona, en diarias jornadas de 17 horas. Tuvieron un hijo y una hija, Antonio y Montse.
¿Soñó alguna vez Antonio que, su hija Montse Fernández Garrido, sería abogada para defender causas justas y que en 1986, a la edad de 32 años, iniciaría allí sus estudios de Derecho y, que llegaría a ser una prestigiosa abogada, mediadora de familia y una excelente profesora de Master en la Facultad de Barcelona y reconocida defensora de los derechos de la mujer? No. Todavía, aunque se tratara de hombres progresistas, lo que esperaban de sus hijas, los padres obreros, es que tuvieran un oficio al poder ser corte y confección, que era algo más fino y, sobre todo, que se casaran y tuvieran hijos. ¡Ay! Sin embargo, los dos que tuvo la pareja, fueron durante muchos años "hijos de madre desconocida", hasta ahí llegaban los milagros del Código Civil franquista.
¿Y qué fue de la heroica abuela Leonor? En los años sesenta se reencontró con su hombre, en Casablanca. Sus días los terminaron en el Centre de Solidarité Sociale, en La Hulpe (Bélgica), merced a que en los años sesenta la ONU trasladó a numerosos emigrantes políticos a esa región belga, donde acogió, sobre todo, a rojos y rusas blancas, capaces de caer rendidas ante los requiebros del ex guerrillero, que conservaba su talante conquistador intacto. Los dos fallecieron en el exilio belga, poco antes que el dictador, con el vivo deseo de volver a su tierra.
, Agradezco el testimonio de María Garrido, hace tiempo grabado y, la colaboración de su hija Montse Fernández Garrido, con datos y fotografías, y a Pepe Almagro.
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