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Hoy presentamos un trabajo acerca de los castellanos en los campos de concentración nazis. Es el producto de la colaboración de varios compañeros pertenecientes a los Foros por la Memoria: Juan Carlos García Funes, del Foro por la Memoria de Segovia; Eduardo Martín, del Foro por la Memoria de Zamora; Susana Luengo, del Foro por la Memoria de Castilla y León, y de Orosia Castán, perteneciente al mismo Foro. Se trata de ofrecer una visión lo más amplia posible acerca de hechos ocurridos en nuestra Comunidad, para lo que los autores han investigado lo sucedido en su provincia, ofreciendo un todo para su mejor comprensión.
Saludamos esta iniciativa y esperamos que se convierta una colaboración constante que enriquece nuestra página, abriendo el horizonte a más y mejores informaciones
24 de junio de 2014 | Fuente: | por Los vencidos
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Escalera de Mauthausen
Ni Justicia para las víctimas, ni honores para los héroes
Por Orosia Castán
El mes de mayo de 1940 fue doblemente trágico para los españoles que habían logrado atravesar el infierno de la frontera francesa escapando a la sangrienta persecución de las fuerzas franquistas, que iban tras ellos en una demostración tristísima de la crueldad con que los vencedores iban a proceder contra los vencidos.
Llegar hasta la frontera francesa fue en sí todo un logro para los miles y miles de personas que comprendieron, en aquel fatídico mes de abril de 1939, que el exilio era la puerta de salvación, y que aquel que no lograra atravesar los Pirineos y alcanzar suelo francés iba a ser blanco de la venganza desatada de los franquistas.
Formando columnas larguísimas, hombres, mujeres, niños y ancianos mal vestidos y peor calzados, acarreando algunas pertenencias personales que irían abandonando a lo largo del camino a causa del agotamiento y la desesperación; enfermos, agotados y desesperados, caminaban por carreteras y cunetas, dejando paso a ocasionales vehículos que portaban a los heridos, a los más enfermos, a aquellos cuyas posibilidades se extinguían por momentos.
Los exiliados españoles. Los ciudadanos y ciudadanas que se veían obligados a abandonar su país, a dejar atrás su casa, su familia, sus bienes, su vida entera. Iban sin saber muy bien a dónde; sin contactos, sin saber hablar francés, sin dinero, sin ropa y sin esperanza alguna que les sostuviese en aquellos momentos.
Las fotografías del momento lo dicen todo: los pueblos franceses abarrotados por la marea humana que a esas alturas iba ya arrastrando los pies; los combatientes republicanos, que habían depositado sus armas en los puestos fronterizos aparecen exhaustos, enflaquecidos, con los rostros oscurecidos por la barba y la ropa destrozada.
Se calcula que más de medio millón de republicanos cruzaron de esta forma la frontera tras la caída de Cataluña, último reducto republicano. En la costa valenciana quedaban atrapados varios miles más, desasistidos por las potencias aliadas, abandonados en manos de un enemigo implacable que no les otorgaría tregua, ni justicia, ni perdón, ni piedad.
Los que lograron entrar en Francia fueron internados en campos de concentración cercanos a las fronteras tras ser interrogados en la frontera. Vigilados por senegaleses armados al servicio de la República Francesa, confinados en las gélidas playas y rodeados por alambradas, los españoles acampaban intentando resguardarse del frío nocturno, lavándose durante el día en las frías aguas de un mar común.
La diáspora española fue como todas las diásporas, dura e inclemente; mujeres y niños fueron recogidos en otros campamentos, asilados por familias compasivas, refugiados en colegios y otras instituciones mientras la Cruz Roja Internacional intentaba realizar un censo que recogiera la identidad de todos los que habían podido atravesar la frontera para transmitir a los familiares la buena noticia de que por lo menos estaban vivos. Las listas, con los nombres, apellidos, lugar de procedencia y paradero eran actualizadas a diario y se colgaban en las paredes de los refugios, con el fin de que aquellos que se habían tenido que separar pudiesen tener noticias de los suyos, conocer su paradero y con mucha suerte, reunirse.
De esta manera tan poco prometedora comenzaba un exilio que para muchos sería definitivo. Nadie pensaba en aquellos momentos que aquel desembarco en Francia iba a ser la última etapa de su camino, que muchos morirían allí (como les ocurrió al propio Presidente de la República, Manuel Azaña, y al gran literato Antonio Machado), que aquellos que tuvieran más medios, más arrojo y más suerte, dejarían el continente y llegarían a América, y que otros muchos, entre los que se encontraba la mayor parte de los combatientes, se verían involucrados en otra guerra, que volverían a tomar las armas en defensa de la democracia y la libertad, esta vez en suelo francés, y que cerca de 20.000 de ellos acabarían prisioneros en tierra alemanas, en los campos de concentración nazis, el infierno en la tierra, la peor y la más enorme de las pesadillas que alguien pudiera tener.
Trece meses después del inicio del exilio, cuando los españoles comenzaban a hacerse una idea de su situación real y se planteaban recomenzar sus vidas, Francia sufrió un terrible revés: la invasión de la Alemania nazi, que continuaba su expansión sin freno a lo largo y ancho de Europa. Los franceses estaban en shock: tropas nazis desfilaban por los Campos Elíseos, se instalaban en los edificios de las instituciones de la democrática República Francesa y comenzaban a hacerles víctimas de sus procedimientos, deteniendo a los que no colaboraban, creando campos de trabajo para recluir a los resistentes, deportando a los judíos, apropiándose de los bienes franceses… Muchos decidieron colaborar con los ocupantes a distintos niveles; y aunque es algo que a nadie le guste reconocer, en Francia se formalizó un gobierno colaboracionista, conocido como de Vichy, que persiguió a sus convecinos mano a mano con los nazis.
Pero otros muchos franceses decidieron resistir, y comenzaron a organizarse desde el primer momento. La mayor parte de ellos eran jóvenes y carecían de experiencia militar y armamentística, pues no habían tomado parte en la Primera Guerra Mundial. Afortunadamente para ellos, miles de españoles, aquellos mismos que un año antes estuvieran recluidos en las playas del sur de Francia, estaban dispuestos a resistir junto a los franceses, estaban dispuestos a empuñar de nuevo las armas en defensa del país que les había acogido, en defensa de la libertad y de la democracia.
Nadie puede negar la grandeza y la generosidad de esta decisión. Aquellos españoles habían sufrido ya su particular infierno: tres años de guerra tras un levantamiento militar; habían visto morir a muchos de los suyos; habían perdido todo, país, casa, familia, profesión; muchos de ellos habían sido heridos en combate, y todos habían pasado por la experiencia del hambre, el frío y el miedo. Ahora, en mayo de 1940, cuando todavía no habían logrado establecerse por completo y todavía miraban hacia España, se veían envueltos en una situación que les ponía en la disyuntiva de volver a ponerse en marcha hacia otro país o tomar la defensa de Francia, uniéndose a los franceses, y regresar al combate, al peligro, a la muerte.
Los españoles pusieron su experiencia al servicio de la Resistencia francesa y lucharon heroicamente en la defensa de la integridad Francia hasta el último momento, el de la liberación de París, donde entraron conduciendo los tanques de la unidad conocida como “La Nueve”, tanques que llevaban orgullosamente pintados sobre las carrocerías nombres españoles.
Se calcula que los combatientes españoles que lucharon en la segunda Guerra Mundial fueron más de 35.000.
¿Cuántos españoles perdieron la vida durante la ocupación alemana? Muchos, desde luego; fusilados por los nazis, encarcelados y torturados, desaparecidos en los combates, fallecidos a causa de las heridas y enfermedades, y sobre todo, en los fatídicos campos de concentración nazis, asesinados metódicamente en aplicación de planes de exterminio perfectamente organizados. Se calcula que alrededor de 20.000 españoles fueron capturados por los nazis y por los colaboracionistas franceses y deportados a los campos alemanes. Su destino era la muerte, contraviniendo así los mandatos de la Convención de Ginebra acerca de los prisioneros de guerra, que a esas alturas se mostraba ya incapaz de influir sobre los actos de Hitler.
El único resquicio que les quedaba hubiera sido, tal vez, que los alemanes reconocieran su nacionalidad española y su estatus como exiliados en suelo francés, pero en una demostración más de la saña con que eran perseguidos por el régimen franquista, fueron declarados apátridas, quedando así en manos de los nazis. Fue el ministro de Asuntos Exteriores español y cuñado de Franco, Ramón Serrano Súñer, quien comunicó a sus admirados nazis que España se desentendía por completo de los prisioneros españoles, ya que el régimen los consideraba mercenarios al servicio de la resistencia francesa. En esos momentos, España era una gran cárcel, con cerca de un millón de presos republicanos para los que la jerarquía franquista buscaba una solución, ya que no podía ni alimentarlos y las muertes se contaban por miles. En estas circunstancias, lo que pudiera ser de los prisioneros españoles en territorio francés era por completo indiferente, y lo más deseable era que aquellos molestos compatriotas dejaran de serlo y desaparecieran de una vez.
Así comenzaron a llegar españoles a los campos de Gusen, Mauthausen, Dachau, Flossenbürg, Sachsenhausen y otros, donde 4.769 de ellos morirían a manos de los nazis.
Porque los españoles, sin nacionalidad y por tanto sin Estado que les protegiera, eran para los nazis desechos humanos a exterminar utilizando todas las variables que su imaginación les brindase. Cámaras de gas, cámaras de hielo, experimentos médicos y físicos, malos tratos o simplemente hambre, frío y agotamiento, fueron las causas de las muertes de los españoles.
El campo que contó con más españoles fue el de Mauthausen, situado cerca de Linz, en Austria, que contaba con una enorme cantera de granito que los nazis explotaban mediante la mano de obra de los prisioneros. Es ya mítica la escalera de 186 peldaños que los trabajadores esclavos debían subir y bajar varias veces al día portando enormes pedruscos. Esa manera de trabajar, propia de la Edad Media, se cobró la vida de decenas de presos, debilitados por la falta de alimentación, las condiciones extremas y los malos tratos continuos a los que los carceleros les sometían.
A este campo comenzaron a llegar prisioneros españoles muy pronto, procedentes de la Francia ocupada. Los nazis los habían capturado a principios del verano de 1940 y ya habían decidido que su destino debía ser la eliminación. Los vagones de carga llegaban al campo de la muerte repletos de españoles identificados con un triángulo azul cosido en sus ropas, de tal manera que Mauthausen llegó a ser identificado como el campo de los españoles, que por cierto fueron los que levantaron las instalaciones principales, que en 1940 se reducían a unos barracones y poco más.
Abandonados a su suerte, los españoles se organizaron de manera eficaz, colaborando solidariamente con los demás prisioneros que llegaban deportados, algunos desde el frente ruso. Son muchísimos los testimonios de supervivientes que relatan cómo las redes españolas lograron salvar a compañeros de cautiverio mediante las eficaces redes de ayuda que lograron crear. El día 5 de mayo de 1945, el campo fue liberado por fuerzas del ejército norteamericano, que se encontró con banderas republicanas y una enorme pancarta en la que podía leerse: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras”, sostenidas por prisioneros españoles supervivientes de otro infierno más.
A pesar de las condiciones extremas, muchos lograron sobrevivir. El peso medio de un preso no pasaba de 45 kilos; la desnutrición, el agotamiento vital y sicológico y las enfermedades sin tratar habían azotado a aquellos hombres, pero no habían podido acabar con ellos.
Pero mientras los prisioneros de otras nacionalidades eran trasladados a sus países de origen donde fueron recibidos y tratados como héroes, los españoles continuaron sufriendo el cruel exilio decretado por Franco, que insistía en que fuera de España no existían españoles.
Pero lo que su patria les negó, les fue ofrecido en otros lugares. Los españoles liberados encontraron refugio y nacionalidad en otros países, donde fueron tratados como héroes de guerra; y años más tarde, el propio estado alemán se ocupó de reconocer su labor en pro de la libertad y la democracia; aclaró las circunstancias de las muertes y ofreció información e indemnizaciones por los daños causados. Alemania, como todos los demás países democráticos, reconocía el perjuicio causado por los regímenes totalitarios nazi y fascista; los condenaba, juzgaba a los responsables y emprendía una labor desnazificadora; se ponían así las bases para el establecimiento de una Justicia Internacional que pudiera afrontar en adelante casos como el ocurrido. Los Juicios de Nuremberg permitieron acuñar términos como “Crimen contra la Humanidad”, “Genocidio” o “Crimen contra la Paz”, entre otros, constituyendo esto un gran avance de cara al establecimiento de estados justos y garantes de los Derechos Humanos, aunque en países como España se hicieran oídos sordos, sin que en ningún momento se adoptase medida alguna para hacer justicia y ni siquiera para reconocer a nuestros compatriotas como víctimas. La justicia, además, no llegará de momento, gracias a las modificaciones que el actual gobierno ha introducido en nuestra jurisdicción, modificaciones que acaban con la esperanza de lograr justicia para las víctimas y reconocimiento y honores para los héroes.
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