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Catalogado como BIC, no hay ninguna placa que indique que en este pueblo de Badajoz hubo un campo de concentración.
La explanada del campo de concentración de Castuera. LAURA LEÓN
Esta ruta sobre el campo de concentración de Castuera está incluida en la Guía de viajes por la memoria de #LaMarea51, que puedes comprar aquí
Campo de concentración de Castuera
Badajoz
Estado de conservación:
Apenas quedan visibles los restos de una peana y algunos empedrados.
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417 euros (aquí desglosamos el precio de cada trabajo: texto, fotografías…)
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OLIVIA CARBALLAR (CASTUERA, BADAJOZ) // Una manera fácil de llegar a Castuera, capital republicana de Extremadura durante la guerra civil, es a través de la Ruta de la Plata. Desvío: Fuente de Cantos, Badajoz. Bienvenida es el primer pueblo de una larga carretera comarcal en mitad de una llanura de amarillos y marrones, de espigas y olivos, también de encinas, conocida como ruta de La Serena. Es temprano. En torno a las nueve y media de la mañana. El viento no entra al bajar la ventanilla. Solo si sacas la mano, notas la brisa. Durará poco. Pero ese poco, el coche descansa del aire acondicionado. Matorrales de adelfas rosas posan descoloridos. El cricri de los grillos avisa de que el calor está cerca. Y que la imagen a través de la luna delantera bailará como bailan las cosas que se ven a través del fuego. La ribera de Usagre está vacía. Una señal anuncia el puente romano. Bar Obrero. Un parque infantil desierto. Una mujer pinta una puerta de chapa verde. Pasa un tractor, luego un coche de alta gama, luego un viejo Renault 6. Un par, tres o cuatro camiones. A lo lejos, al llegar a Valencia de las Torres, se ven las primeras montañas del camino. Otro tractor circula lentamente por delante del bar Sol, una redundancia en este día. El arroyo de la Higuera también está seco. El río Retín tiene un pequeño charco.
Atención. Zona de paso de linces. Modere su velocidad. Bandas sonoras. Un águila sobrevuela por el nuevo paisaje, el corredor ecológico río Matachel, que tampoco lleva agua. Luego viene el tramo de la Cañada Real Leonesa. Y a la altura de Campillo de Llerena, una flecha señala el cementerio italiano de la Brigada de las Flechas Azules. El pueblo acoge, además, un museo de la guerra civil. Esta vez no paramos. Un embalse en el río Guadámez refresca la imagen árida. Ni gota en el arroyo de los Argallanes, ni en el Ortiga ni en el Santa María ni en el Cagancha. En el bar La Jara, en Higuera de la Serena, el periodista Fernando Ónega habla en la tele de la ola de calor. La camarera desayuna una tostada. Todavía restan 12 kilómetros para llegar al destino. Dejamos a un lado Zalamea, el pueblo donde Calderón de la Barca nombró a Pedro Crespo alcalde perpetuo. Queda atrás Malpartida.
A Castuera viajó en 1937 Miguel Hernández, cuyo nombre lleva una ruta con los lugares que fueron utilizados por las autoridades republicanas, como el Palacio de los Condes de Ayala, sede del Gobierno Civil y del Consejo Provincial, o las casas donde se editaba el periódico Frente Extremeño. “Castuera”, anuncian por fin unas letras grandes plateadas en una rotonda. Este pueblo de 6.000 habitantes está a una hora y media de Badajoz, a dos horas y media de Sevilla y a casi cuatro de Madrid. Es conocido sobre todo por sus quesos y sus turrones. Por Castuera pasa también el Camino de Santiago. Su patrona es la Virgen del Buensuceso. La iglesia de Santa María Magdalena es el monumento más importante.
Una cruz de los caídos perdura erguida a las puertas del cementerio. Antes estaba en la plaza de España, donde hacían los consejos de guerra a los que iban a ser fusilados, en la cárcel del partido judicial. A la espalda del cementerio, por un camino de tierra, absorbe el calor de las doce de un mediodía veraniego un campo de concentración, uno de los más desconocidos de toda España. Está rodeado de placas fotovoltaicas. “Ni olvido ni perdón. Acción antifascista”, se puede leer en el castillete de una antigua mina aledaña donde caían –o hacían caer– a los que se conocen en el pueblo como los de la cuerda india. En la parte trasera de la edificación, un ramo de flores lilas. “Por aquí está la entrada”, apunta tras saltar una alambrada Antonio López, colaborador de la Asociación Memorial Campo de Concentración de Castuera. El terreno es propiedad privada. No hay ningún cartel que diga que aquellas siete hectáreas están catalogadas como Bien de Interés Cultural (BIC), ni ningún otro cartel que grabe lo que allí sucedió hace 78 años. Tan solo cuelga una placa blanca con letras negras: “Coto privado de caza”.
“¿Ves? Y por aquí están las calles empedradas que separan los barracones, de 110 metros de largo. Hay un bloque de barracones, en medio está la plaza, y luego otro bloque de barracones. ¿Ves?”, continúa dibujándolos con sus brazos en el aire. Puede una imaginar, se puede intuir, pero en ese páramo no se ve nada si alguien no recuerda lo que una vez hubo: entre 15.000 y 20.000 presos militares hacinados en condiciones infrahumanas. El número de civiles aún es desconocido. “Es grave que un Estado democrático y sus gobiernos no pongan a disposición de las familias y de los investigadores los archivos de la represión”, denuncia López. No hay interés –añade– en destapar esta historia, que poco a poco va saliendo a la luz con investigaciones como la suya: Cruz, bandera y caudillo.
Aniquilación del enemigo vencido
“Un profesor entrevistó a un superviviente y realizó un trabajo con sus alumnos. Luego lo presentó en un congreso y recibió amenazas. Hay una falta enorme de empatía”, asegura el historiador, cuyo bisabuelo era de derechas y su abuelo estuvo a punto de ser fusilado por republicanos. “Esto es una cuestión de derechos humanos”, concluye. El primer jefe del campo, que permaneció activo del 39 al 40, fue el carnicero Ernesto Navarrete. Según los testimonios recogidos por el historiador, incluso con sus propios subordinados en pleno avance en primera línea de frente disparaba por la espalda al que creía que flaqueaba. “En el centro está Ciudad Real, a la derecha Córdoba, y a la izquierda, La Siberia, de Badajoz. Y el frente republicano venía desde La Siberia”, secciona como si llevara una brújula en la mano. “Cuando cae todo ese frente se constituyen campos de concentración provisionales en Ciudad Real, Toledo y Córdoba. Y muchos refugiados que huyeron cuando los fascistas ocuparon la zona y volvieron cuando finalizó la guerra, terminaron aquí”.
Un rebaño de ovejas pasta por aquellos suelos, llenos de jaramagos. Entre ellos, Antonio localiza un trozo de material del que estaban cubiertos los barracones. Parece una caliza carcomida. No corre ni una gota de brizna. “¿Imaginas lo que sería aguantar el calor o el frío en estas condiciones? Aquí estaban las letrinas, que en realidad no eran letrinas. Hacían sus necesidades tal cual estamos tú y yo ahora. Eso pretendían: deshumanizarlos, una aniquilación social, física y psíquica del enemigo vencido para desarticular cualquier resistencia”. En otra esquina, prosigue Antonio bajo el sol, se situaban los barracones incomunicados, desde donde sacaban a los presos de noche para someterlos a fusilamientos simulados. “Las indagaciones sobre las vidas de los detenidos y su calificación tras un arbitrario y rápido juicio que daba un tipo de conducta acababan dependiendo en gran medida de los recursos sociales y económicos del prisionero fuera de las alambradas. La llegada de avales se convertía en la tabla de salvación”, describe el historiador.
Antonio se agacha. Desempolva una piedra y localiza una vaina de fusil Mauser sin percutir. A unos metros encuentra un alambre de una lata de sardinas. Llegó a producirse –sostiene el experto– un desfalco grave que coincidió con una época en la que subió la mortalidad por hambre. Sobre los restos de una peana se levantaba una cruz. Fuera del recinto alambrado ondeaba la bandera de la Falange. “Primero tenían que convertirse en buenos católicos para poder ser buenos españoles”, afirma López. Cuenta que a la gente que viene a visitar el campo –entre ellos numerosos estudiantes– siempre les insiste en que hay que normalizar esta parte de la historia: “Y eso no ocurrirá hasta que no se sepa qué fue de los ‘desaparecidos’, cuando el Estado dé respuesta a la petición de información de los familiares”. Al día siguiente mostrará los restos de este horror a los nietos de un hombre de Valencia cuya biografía se cortó en este campo. Al fondo se levanta una ladera. Desde lo alto, a vista de pájaro, una vez sabido, se percibe la magnitud de aquel infierno. “A ver si te haces por ahí de algunas novelas y me las mandas… pues leyendo se pasa el rato bien… También me mandas el balón si los niños no juegan con él…”, escribió Francisco Quintín desde el campo un día antes de ser fusilado.
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