Por numerosas razones la Batalla del Ebro resuena en la mente de todos los que alguna vez se hayan sentido atraídos por la Guerra Civil con fuerza atronadora. Fue el último órdago lanzado por la República, empeñada todavía en ligar su sino al de la convulsa escena internacional, y como tal precedió al definitivo hundimiento de cualquier esperanza de victoria. La Batalla del Ebro fue la última gran batalla del conflicto, una de las más encarnizadas y cruentas. Los hombres cayeron por miles, las bombas se arrojaron por miles, miles de hombres fueron heridos, mutilados o hechos prisioneros. Su final precipitó la caída de Cataluña. Y con ella la de toda la España leal.
La madrugada del veinticinco de julio de 1938 tropas republicanas cruzaban silenciosamente el Ebro describiendo un amplio arco, cuyos dos extremos eran Mequinenza y Cherta, y tomando por sorpresa a los nacionales. Era difícil pensar que, a esas alturas, la República aún tuviera fuerzas suficientes para lanzar una contraofensiva de tales dimensiones. En abril el ejército franquista había conseguido llegar hasta el Mediterráneo, después de romper el frente aragonés, cortando toda comunicación por tierra entre Cataluña y el resto del territorio gubernamental. La situación de Valencia era muy comprometida. Atacar en el Ebro permitiría darle un respiro a la antigua capital republicana. Tomar la iniciativa y plantar cara contribuiría a seguir transmitiendo a las potencias democráticas la sensación de que nada estaba decidido en España. Atacar era ganar tiempo y solo era cuestión de tiempo que una guerra estallase en Europa. Mantener vivo el conflicto español permitiría confiar su suerte a la de todo el continente. Esas eran las coordenadas con las que el general Vicente Rojo planteó la operación, de acuerdo siempre con Juan Negrín.
Lo cierto es que el arranque fue brillante. Casi cien mil hombres cruzaron el Ebro internándose en territorio franquista varias decenas de kilómetros. En las puertas de Gandesa se detuvo el rápido avance y, a partir de ese momento, la batalla adquirió otro color. El ejército nacional, mejor pertrechado y con la moral más alta después de sus recientes victorias, invirtió los siguientes tres meses en recuperar el territorio arrebatado en apenas dos días. Un territorio abrupto, escarpado, tortuoso. Montañas peladas, barrancos secos, suelos rocosos, espesas masas de pino y áspero matorral, olivares calcinados por un sol salvaje, traicioneros campos de cultivo en los que encontrar una muerte fácil y rápida. Al frente del Ejército del Ebro, Modesto, y junto a él algunos de los nombres míticos de la milicia republicana, Tagüeña, Lister o el altoaragonés Antonio Beltrán, “El esquinazau”, comandando los restos de la legendaria 43ª División. Entre los nacionales, algunos de sus mejores estrategas, Yagüe, García Valiño y el mismísimo Franco dirigiendo las operaciones desde su puesto en el Coll del Moro. Más de tres largos meses de idas y venidas, de posiciones perdidas y recobradas varias veces, de sed, calor, hambre, polvora y sangre. En medio de todo aquello, el desvanecimiento de las últimas esperanzas republicanas en una solución internacional al conflicto tras la capitulación de Francia e Inglaterra en Munich tras la crisis de los Sudetes y la inútil retirada de las Brigadas Internacionales.
El treinta de octubre los mandos nacionales decidieron que aquello ya estaba durando demasiado. Al amanecer estalló la tormenta de bombas que durante tres horas arrasó el frente republicano. Más de ciento setenta y cinco baterías de artillería y cien aviones. La mayor concentración de fuego artillero de toda la contienda. Aquel día las tropas franquistas pudieron por fin tomar los altos afilados de la Sierra de Cavalls después de casi cien días de asedio. Más de quinientos muertos republicanos y mil prisioneros. Dos días después fue la otra sierra mítica, Pandols, la que sufría idéntico destino y el tres de noviembre los nacionales tocaban las aguas del Ebro en El Pinell. El siete cayó Mora de Ebre y el diez La Fatarella. A las cuatro de la mañana del día dieciséis los últimos soldados republicanos, mandados por Tagüeña, cruzaban el Ebro en Flix perfectamente formados. Ciento trece días después la batalla del Ebro había terminado.
Yo me crie sentado en las rodillas de un antiguo combatiente de la 43ª. Un veterano del Alto Aragón y del Ebro. Crecí escuchando historias de pilotos rusos y trincheras excavadas en la nieve, de moros despeñados en los acantilados de Pandols y de bravos generales que antes de comandar divisiones habían sido obreros, campesinos o contrabandistas. Cuando mi abuelo hablaba del Ebro no se refería a ningún río. Para él el Ebro era la batalla, la gran batalla, la peor experiencia de su vida y, al mismo tiempo, la más fascinante, la que mayor huella dejó en su memoria. La historia de mi abuelo es muy parecida a la de tantos y tantos bajoaragoneses de su generación. Combatió en el Alto Aragón, en la mítica 43ª División, en la Bolsa de Bielsa, bajo las órdenes de “El Esquinazau”, pasó fugazmente por Francia y se unió al Ejercito del Ebro. Como él, los que lograron sobrevivir al Ebro siguieron combatiendo, ya desordenadamente, hasta Barcelona, o más lejos, hasta la frontera con Francia. Después cada uno afrontó su destino de forma diferente. Irse de España, dejar atrás todo lo que conocían, con los peligros que ello entrañaba, o volver a casa, con los suyos, con los peligros que ello entrañaba. Mi abuelo eligió volver al pueblo con su mujer y su hija y ello le llevó a tener que afrontar un Consejo de Guerra y dos largos años en Torrero. Nunca se olvidó de ello. Uno de sus hermanos, comisario político, prefirió exiliarse en Francia y buscarse la vida en los campos de internamiento y las compañías de trabajo. El otro, más inteligente, consiguió camuflarse en un pueblo de la Cataluña profunda en el que rehízo su vida y del que ya nunca regresó.
Siempre me ha fascinado la Batalla del Ebro. Es lógico. He leído libros y he visitado monolitos, memoriales, museos, centros de interpretación y recreaciones históricas. Me he atrevido incluso a escribir este breve recordatorio. Pero cada vez que, como otros miles de bajoaragoneses, atravieso Gandesa o Corbera de Ebro, generalmente camino de la playa, no puedo dejar de pensar en lo poco que, en realidad, sé del asunto. Cuando distingo a lo lejos las crestas de Pandols y de Cavalls inevitablemente vuelve el recuerdo de mi abuelo. Retrocedo muchos años en el tiempo y vuelven sus palabras, sus gestos, sus silencios. Gracias a ello tengo el convencimiento de que, por más libros que escribamos, por más museos que levantemos, por más esfuerzos que hagamos por perpetuar la memoria de los combatientes, nunca llegaremos a conocer lo que de verdad ocurrió allí.
Va por ellos.
Jesús Cirac
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