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Público ofrece en exclusiva la prepublicación de un fragmento del libro 'Todos los buenos soldados', del escritor y columnista David Torres
A caballo entre la novela histórica y la novela negra, el escritor y columnista de Público David Torres traza una apasionante intriga sobre la guerra de Ifni, las corruptelas en el seno del ejército y la venganza, todo ello aderezado con el característico humor negro de Gila.
El relato arranca en la Nochevieja de 1957, cuando un grupo de artistas españoles viajan a la localidad marroquí de Sidi Ifni para amenizar la campaña bélica de la tropas del ejército español, sitiadas por la insurrección armada del Sahara español del 23 de noviembre. Sin saber muy bien cómo, el humorista Gila acabará involucrado en un crimen y en su posterior investigación. Un periplo por el absurdo de la guerra y la sordidez de un país en el que el fascismo y el odio campan a sus anchas. En ese escenario, la vis cómica del gran Gila resuena tristemente real, sus monólogos bélicos sobre el absurdo de la guerra se tornan testimonios de primera mano de uno de los periodos más infames de la historia de España.
«En Sidi Ifni, ante una multitud de legionarios, tan lejos de casa, Gila tuvo una iluminación. Comprendió por fin que su humor desatinado no sólo expresaba rabia, que en él no sólo latían crítica y denuncia sino también algo más importante: consuelo. En su risa había consuelo. Lo supo al ver a tantos soldados reflejados en su diálogo inútil, oyéndole como en un espejo. También ellos hablaban con la nada, le rezaban a Dios, pedían por un milagro y al otro lado del teléfono no había nadie, nunca hubo nadie, estaban solos. Muchachos que marchaban a morir con fusiles viejos que se atascaban, con granadas que no estallaban o que estallaban en las manos, ahora se reían de su destino. Eso explicaba la clase de país en que vivían, la locura de que únicamente las víctimas pudieran descifrar la clave oculta de su humor. Mejor reírse, sí. Pero podía haber contado algo parecido a los moros del otro bando y se hubieran reído igual. Era una historia que podía contarse sobre cualquier ejército de cualquier país en cualquier época. No hacía falta ser un erudito en historia militar para comprender que el verdadero absurdo era la guerra.
-¿Y a cómo están las ametralladoras? ¿Y comprando dos? No, déjelo. Usaremos un fusil normal y que lo dispare un tartamudo. Y también nos estamos quedando sin paracaidistas porque, para ahorrar, nos estamos tirando sin paracaídas. Mándenos solamente los agujeros del cañón. Mándenos cuatro, por si se pierde alguno.
Las carcajadas no le dejaban continuar, no se oían más que carcajadas. Pensó que era un buen momento para dejarlo, ahí, en lo más alto. Un final un poco brusco pero los legionarios se quedarían con buen sabor de boca. Dio los buenos días, saludó y se alejó del micrófono. Unos soldados lo condujeron de regreso hasta la oficina donde había dejado su chaqueta. Gila se quitó el chapiri y empezó a desabotonarse la guerrera pero un sargento lo detuvo.
-No hace falta. Está bien como está.
-¿Hay otra actuación? No me habían dicho nada.
El sargento le colocó otra vez el chapiri y le dijo que lo siguiera. No era el mismo sargento que le había prestado la ropa. Cruzaron el comedor, donde varios reclutas fregaban el suelo y colocaban sillas, atravesaron la cocina humeante de cacerolas y llegaron al patio, donde un soldado limpiaba una olla enorme con una manguera. Subiéndose los pantalones, que le venían grandes, el sargento le ordenó que lo dejara para luego. El soldado cerró el grifo y fue a recoger la olla pero el sargento le pegó una patada en el culo y le gritó que se largara de allí. La olla se quedó brillando al sol, entre un reguero de agua jabonosa que corría entre las piedras.
-Bueno, bueno -farfulló el sargento-. Ahora vamos a ver si nos reímos todos.
Tenía los ojos enrojecidos y el aliento le apestaba a coñac. Gila apenas pudo entender lo que decía. Al patio entraron cinco legionarios más con los fusiles a la espalda. Ninguno lo miró a los ojos. Un cabo empezó a cuchichear con el sargento y el sargento lo apartó de un manotón brutal mientras sacaba la pistola de la funda. De muy dentro, de muy lejos, a Gila le llegó hasta la boca una vaharada a pólvora envuelta en una noche de veinte años atrás, cuando unos cuantos moros borrachos los sacaron a culatazos del corral donde los custodiaban, los llevaron hasta un descampado y les ordenaron detenerse. Catorce hombres hacinados en medio de la nada. Uno de los moros llevaba un par de gallinas que no paraban de aletear. Entre risas y cacareos, los moros se echaron el fusil a la cara, pero hasta el último momento Gila no pensó que fueran a disparar: no había un sacerdote, ni un oficial que impartiera órdenes, ni siquiera un muro a su espalda. Recordó el pánico súbito y atroz, el repiqueteo de los fogonazos troceando la noche, el caos de los cuerpos cayendo sobre el fango, unos contra otros, las carcajadas de los moros entremezcladas con las últimas descargas. Ni siquiera se acercaron a darles el tiro de gracia. Regueros de sangre caliente le corrían por las mejillas y le asombró oír todavía a sus verdugos que se sentaban sobre unas piedras a beber de una bota. Luego le retorcieron el cuello a las gallinas, las desplumaron y las asaron. Le sorprendió que el olor a quemado llegara hasta él, que ya había muerto, que estaba muriéndose. Los moros acabaron de comer, se marcharon y al poco empezó a llover. El agua le resbalaba a lagrimones por la cara, el torso y las manos. Pasó mucho tiempo hasta que la lluvia y el frío que lo iba calando lo persuadieron de la verdad.
Ni un solo proyectil lo había tocado. Horas después, cuando se atrevió a levantarse, descubrió al cabo Villegas, que gemía entre el montón de cadáveres. Tenía un balazo en el muslo que seguía sangrando y Gila rasgó una de las mangas de su camisa para improvisar un torniquete. Cargó a Villegas sobre sus hombros y echó a andar con él bajo la llovizna. Cruzaron un río embarrado y llegaron al fin hasta un pueblo desierto bajo la luz sucia del alba. Llamó a la puerta de una parroquia, un cura abrió la puerta, asustado, limpiándose los ojos, y Gila dejó a Villegas en sus manos. Siguió caminando hasta que vio el resplandor de un fuego en las ventanas de una casa. Entró, empapado de pies a cabeza, y vio a un grupo de legionarios calentándose las manos en una hoguera. Las llamas lamían las paredes y ennegrecían el techo. Los legionarios le permitieron secarse al calor del fuego, le dieron algo de comida y agua, tabaco, una manta, y le dijeron que esperase en las afueras del pueblo, por donde iba a pasar la columna de prisioneros republicanos.
Los destellos metálicos de la olla mojada al sol se entremezclaron con aquel viejo fuego de1938 hecho de muebles destrozados. Comprendió que iba a morir en ese estrecho patio de ladrillos, que lo fusilarían una vez más sólo porque sí, por divertirse. Su sangre se mezclaría con el agua y el jabón, y ninguna novedad alteraría el parte oficial. La noticia de su asesinato iría a parar al mismo limbo donde acabaron los primeros ataques marroquíes. Dirían que lo había asesinado un moro loco, que se había perdido en el desierto, que se cayó del avión al mar. En el absurdo de aquella guerra absurda podía ocurrir cualquier cosa.»
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