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En el 40 aniversario de los últimos fusilamientos del franquismo, Carlos Fonseca, autor de 'Trece rosas rojas', recoge en un libro el testimonio de sus protagonistas
También incluye documentación inédita, así como la declaración de sus familiares
Adelanto inédito de su contenido
"Lo he sido, te lo aseguro. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos para ver la muerte de frente. Siento mucho tener que dejaros. Lo siento por vosotros, que sois viejos y sé que me queréis mucho, como yo os quiero, no por mí. Pero tenéis que consolaros pensando que tenéis muchos hijos, que todo el pueblo es vuestro hijo. Al menos yo así os lo pido...".
Xosé Humberto Baena sabía que lo iban a matar, que no habría ningún gesto de clemencia, y así lo dejó escrito en su carta de despedida la tarde del viernes 26 de septiembre de 1975. La justicia militar era rigurosa en las formas y a las ocho de la mañana del sábado 27 se cumplía el plazo de 12 horas que debía discurrir desde que le comunicaron el enterado del Gobierno antes de pasarlo por las armas. Él fue uno de los cinco últimos ajusticiados del franquismo, de cuya muerte se cumplen 40 años este mes.
Don Fernando, su padre, había apurado la jornada de trabajo en la fábrica de madera Viuda de Urbano Pérez de Vigo y de allí había marchado a casa de sus hermanas a recoger los billetes de tren que cada semana le reservaban para viajar a la capital a ver al hijo. "Sobre las ocho y media de la tarde recibí una llamada telefónica del abogado de Madrid diciendo que si quería ver a mi hijo con vida tenía que estar en la cárcel de Carabanchel antes de las seis de la mañana -escribió en su diario-. En el tren llegaba a Madrid a las nueve, de modo que perdí el billete, pedí algo de dinero, alquilé un coche y carretera adelante toda la noche sin parar, acompañado de mi hijo Fernando". A las seis y media de la madrugada, perdida ya casi la esperanza, don Fernando pudo abrazar a su hijo. "Hablamos y el tiempo se pasó volando -recuerda-. Después me dijeron que estuvimos media hora juntos". Un tiempo demasiado escaso para una despedida definitiva.
Xosé Humberto Baena, con gafas, se apoya en un coche junto a su hermana Flor y un primo.
Las cosas se habían empezado a torcer para la familia Baena cinco años antes, en 1970, cuando la Policía detuvo a Xosé por participar en una sentada en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Santiago, en la que acababa de matricularse con 19 años. Pasó varios meses en la cárcel de A Coruña, y aunque al final fue absuelto por el tribunal que lo juzgó, su vida no fue igual desde entonces. Tras cumplir el servicio militar en el cuartel de Hoyo de Manzanares (Madrid) volvió a Vigo y comenzó a trabajar como peón de fundición en Fumensa.
Para entonces su compromiso político contra la dictadura ya era firme. Participaba en protestas, repartía propaganda, hacía labores de proselitismo para crear comités de trabajadores que defendieran sus derechos al margen del sindicato vertical, y en 1975 se incorporó al recién creado Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), auspiciado por el PCE (marxista-leninista), una escisión del PCE de Santiago Carrillo, para hacer frente al régimen con las armas en la mano. Cuando en mayo de 1975 huyó a Madrid con su novia, María Pilar Alonso, Maruxa, para no ser detenido, sabía que no volvería en mucho tiempo. Ella fue detenida un mes después tras participar en un salto, y Xosé a finales de julio, acusado del asesinato días antes del policía armado Lucio Rodríguez Martínez y del homicidio frustrado de otro fechas después.
Para cuando la pareja llegó a la capital ya llevaba un año en ella otro joven gallego de 21 años, José Luis Sánchez-Bravo. Aquí se había ennoviado y contraído matrimonio con una chica de su misma edad, Silvia Carretero, con la que compartía militancia política. Un día, cuando la acompañaba al trabajo en la oficinas de un dispensario de la Seguridad Social, la casualidad quiso que se cruzaran con un guardia civil que estacionaba su vehículo en las proximidades de su domicilio en el barrio madrileño de Batán.
José Luis Sánchez Bravo en una fotografía tomada en el verano de 1975 en Mazarrón (Murcia), unos días antes de ser detenido por la policía.
Entonces no lo sabía, pero aquel hombre de aspecto corriente era teniente, tenía 49 años, estaba destinado en la Agrupación de Tráfico de la Benemérita en la calle Sotomayor, vivía con su mujer y su suegra en una vivienda de protección oficial de la vecina calle Villavaliente, en el número 1 para más señas, y se llamaba Antonio Pose Rodríguez. Un hombre de hábitos fijos que José Luis eligió como objetivo para los recién constituidos grupos de combate y autodefensa del FRAP. El 16 de agosto fue asesinado a tiros por su compañero Ramón García Sanz.
A diferencia de Xosé, José Luis Sánchez-Bravo pasó la noche del 26 de septiembre acompañado de su madre, sus hermanos y su mujer, embarazada de tres meses, a la que trasladaron desde la prisión de Yeserías para que estuvieran juntos las últimas horas. Ramón, en la celda contigua, barruntaba su soledad con la mirada perdida en un horizonte situado a tres metros, los que distaban hasta la pared. Su hermano Santiago estaba ingresado en un hospital de Zaragoza y no pudo viajar a la capital. "Fueron horas terribles -cuenta Victoria Sánchez-Bravo, hermana de José Luis-. Como Baena era también gallego, estuvimos cantando canciones populares de la tierra. Cuando llegó Silvia, su mujer, los dejé solos. Se besaban entre las rejas y hablaban en voz baja, mientras mi hermano la acariciaba la barriga".
'Txiki' Y Otaegui
En la cárcel Modelo de Barcelona, Jon Paredes Manot, Txiki, de 21 años, no dejó de hablar en toda la noche. "Estuvimos con él sus abogados, Marc Palmes y Marga Oranich, y yo -cuenta su hermano Mikel Paredes, un año mayor-. No dejaba de contar historias, e incluso algún chiste. No entiendo cómo podía estar tan entero. Creo que en el fondo tenía la esperanza de que lo indultaran, aunque dijese que no esperaba nada. Fueron horas de una impotencia total, de ver cómo pasaba el tiempo sabiendo que lo iban a matar y no poder hacer nada".
Txiki había llegado a Zarauz con su familia desde Zalamea de la Serena siendo un niño y con 17 años ingresó en ETA. La localidad guipuzcoana, en otro tiempo residencia veraniega de la reina Isabel II y de la alta burguesía de finales del siglo XIX, mantenía entre sus ilustres moradores estivales a la infanta Pilar de Borbón, hermana del entonces príncipe Juan Carlos, y su marido, el empresario Luis Gómez-Acebo, a quien ETA planeó secuestrar para canjear su libertad por la de un grupo de presos de la organización. Txiki se encargó de vigilar al objetivo, pero la Policía echó por tierra la operación y tuvo que huir a Francia. Allí, coincidiendo con la escisión entre milis y poli-milis, se incorporó a principios de 1975 a los comandos Bereziak (especiales) de estos últimos, encargados de las acciones armadas, a las órdenes de Pedro Ignacio Pérez Beotegui, Wilson. Con él fue precisamente detenido unos meses más tarde en la ciudad condal, cuando vigilaban una sucursal bancaria que pensaban atracar fechas después para recabar fondos para la organización, que preparaba una espectacular fuga de medio centenar de militantes de la prisión de Segovia, finalmente frustrada.
Su compañero de militancia en ETA, Ángel Otaegui, pasaba sus últimas horas acompañado de su madre en la prisión de Burgos. "Nos avisaron a 20.30 horas de la tarde del día anterior de que a las 8.30 horas de la mañana lo iban a matar, y que si su madre quería verlo tenía que ir esa noche a la cárcel -cuenta Mercedes Otaegui, su tía-. Le dimos varios calmantes para que viajara más tranquilla y nos fuimos para allá acompañados de amigos y vecinos del pueblo, pero sólo pudo estar con él su madre, mi hermana. El resto esperamos en la puerta hasta que salió del recinto cuando llegó la hora de fusilarlo".
La familia no sabía que Ángel militaba en ETA hasta que la Policía fue a buscarlo a casa. Fue en noviembre de 1974, y le acusaron de haber colaborado en el asesinato del cabo de la Guardia Civil Gregorio Posadas el 3 de abril anterior. Él alegó en el juicio que se había limitado a identificar al agente ante los miembros del comando, pero que no sabía que fueran a matarlo. Su compañero José Antonio Garmendia, a quien la Policía acusaba de ser uno de los autores de los disparos, había resultado gravemente herido de un disparo en la cabeza durante su detención y estaba impedido. Su abogado, Juan María Bandrés, consiguió convencer al tribunal de que ajusticiar a un hombre disminuido mental era un crimen.
"Cuando salieron de la cárcel camino del campo de tiro de El Palancar aún no sabíamos con certeza que iban a fusilarlos -recuerda el periodista Miguel Ángel Aguilar, entonces redactor jefe de la revista Posible-. Pensábamos que los iban a ajusticiar en algún cuartel cercano a la cárcel de Carabanchel, tal vez en el de Cuatro Vientos, hasta que los abogados nos comunicaron que serían fusilados en Hoyo de Manzanares. Partimos tras la comitiva de coches policiales que custodiaban los furgones en el que iban los condenados a muerte, pero no llegamos a tiempo de presenciar las ejecuciones. Nos detuvieron en varios controles y sólo pudimos escuchar las descargas".
"Escuché los primeros disparos -dice Victoria Sánchez-Bravo, que sólo pudo llegar hasta una zona sin visibilidad pero suficientemente próxima al lugar de las ejecuciones para poder oír las detonaciones-, pero no sabía si el que acababan de fusilar era mi hermano u otro. Después los segundos, y los terceros. Se hizo un silencio muy grande y vimos bajar riéndose a los miembros de los pelotones de fusilamiento, como si vinieran de celebrar algo".
En Burgos, los ocho agentes de la Policía Armada que componían el pelotón de fusilamiento encargado de pasar por las armas a Ángel Otaegui habían sido citados a las ocho de la mañana en el recinto penitenciario. Allí, a las 8.35, según consta en el acta levantada tras la ejecución, fue fusilado el militante de ETA. "Varios militares nos dijeron que no podíamos permanecer allí toda la noche y nos fuimos a un bar de Villafría (un barrio de Burgos) -recuerda Mercedes Otaegui, su tía-. Íbamos y veníamos de la cárcel cada poco y escuchábamos la radio por si entre tanto decían algo, hasta que una de las veces nos comunicaron que ya le habían fusilado en el mismo patio de la prisión".
Justo a la misma hora Jon Paredes Manot, Txiki, era fusilado en una zona boscosa habilitada para la ocasión en las proximidades del cementerio de Sandanyola. Su hermano Mikel fue testigo directo. "Lo ataron a una especie de trípode metálico colocado en un montículo. Me situé detrás del pelotón, a unos seis metros de distancia de donde estaba, levanté la mano y le hice la señal de la victoria -recuerda Mikel 40 años después-. Cuando se dio cuenta de que estaba allí, echó una sonrisa tremenda y empezó a cantar el Eusko Gudariak. Sonó una descarga y después continuaron disparando tiro a tiro hasta que le dieron el de gracia. Me puse a gritar como un loco y de no ser por los abogados, que estaban conmigo, no sé lo que habría sido capaz de hacer".
"Mañana cuando me maten", de Carlos Fonseca, se publica en La Esfera de los Libros mañana 7 de septiembre.
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