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27 de septiembre de 1975: se fusilan hombres en un campo de tiro español
Ellos inauguraron su nuevo orden asesinando a Federico García Lorca -un 19 de agosto de 1936-, y lo sellaron fusilando a cinco patriotas antifascistas -un 27 de septiembre de 1975-.
Y entremedias, entre esas dos fechas, treintainueve años de plomo, treintainueve años de humillaciones, treintainueve años de venganza ciega, de rejas, de salivazos, de miedos y represión.
Entremedias, un tiempo de vidas grises, vidas marcadas por la derrota, vidas manchadas por el indeleble signo de la violencia y la frustración. Treintainueve años de venganza. También un tiempo de resistencia, frente a la implacable persecución de los que no hubiesen dudado un momento en crucificar de nuevo a Espartaco, al mismísimo Cristo, que cada año, por Semana Santa, sacaban en sus procesiones en andas los legionarios.
Entremedias, entre quemas de libros en las plazas del país, entre torturas para provocar la delación al camarada, hambre sin cuento, secuestros de criaturas, caídas en la frontera de los más bregados. Todo eso entre los vibrantes himnos falangistas en la radio, en los desfiles en la Castellana y en la plaza Mayor de Salamanca; entre simulacros de juicios que llevaban a los penales, a los paredones de fusilamiento, a aquellos que se atrevían a desafiar al Régimen. Entremedias, entre tanta brutalidad organizada desde el aparato represivo del nuevo Estado, también aquella canción que la memoria había salvado del devastador vendaval que había asolado al país. También, la obligada lectura del “libro rojo de Mao”, el Guerra de guerrillas del Che Guevara, el debate político ante cada nueva situación, la implicación en la huelga, el inevitable debate sobre si la lucha armada o el esperar las “condiciones objetivas propicias”. Entremedias, el inaplazable encuentro amoroso, el si primero la revolución o abrirse camino en la vida para labrarse un futuro para “cuando aquello cayera”.
Entre las tediosas tardes de fútbol, las salas de cine tapizadas de cáscaras de pipas de girasol y con la película de Marisol, la verbena en el barrio, el “Rosario en familia” y el Mundo Obrero sobre la mesa camilla; también la movilización en la facultad, la carrera en la calle, perseguidos por los perros de gris, con cascos y armados de porras y de fusilería, a caballo o a pié; un tiempo en el que caían Pedro Patiño, y Ruano, Granados, y Grimau, y Puig Antich.
Atrás, lejos ya en el tiempo, queda el TOP, el estado de excepción, las voces amadas, los paisajes donde transcurrió la dulce infancia, los debates en torno al libro de Lenin o de Enver Hoxha; la escapada a Londres o a Albania, el imborrable recuerdo de los ojos de la amada; aquel rasgo de la madre mientras ésta monda patatas en el patio a la sombra del pequeño emparrado; el resplandor de aquel primer encuentro amoroso, los brutales interrogatorios, antes de ser abatido por los disparos en aquel desolador paraje del campo de tiro.
Atrás quedan los partidillos amistosos de fútbol en el barrio, los años escolares, el recuerdo del primer afeitado, el servicio militar; aquel prado cubierto de retama, los pantalones campana, la colección de cromos -jamás completada-, las horas de futbolín y el cubalibre con los amigos.
Atrás queda el recuerdo de aquella única bofetada del padre -cuando le sorprendió fumando-, los hermanos, los discos de vinilo, la cabellera larga al viento en aquella escapada al mar, en un año que iba a estar marcado por la voladura del coche de Carrero Blanco -con él dentro-. Aún se preguntaba si en algún lugar del mundo, en alguna remota y humilde iglesia de barrio obrero o campesino, alguien se dignaría decir unas palabras, ya fuese en clave religiosa o un sencillo poema civil. ¿Se subiría alguien, algún camarada, quizás, en algún taller o fábrica, a un torno y diría unas sencillas palabras para condenar a aquel régimen fascista que pervivía con el apoyo de las grandes potencias?
Todo estaba ya dispuesto para concluir aquella ceremonia que se había iniciado con la detención. La película de su vida concluía allí, frente a aquellos uniformados que ya disponían sus armas contra ellos. Allí se interrumpía la ópera, el concierto, el guión que otros habían escrito para él. Allí se talaba el árbol que los padres habían plantado y se agotaba el manantial que tenía sus orígenes en el amor de dos personas: un hombre y una mujer. Allí se cortaba el hilo de sus palabras y de sus pensamientos. ¿Sabrían éstos uniformados algún día que también caían por ellos?
En esos mismos instantes, un avión, a miles de metros de altura, estaba sobrevolando el espacio donde ellos iban a ser fusilados. Ignorantes de la tragedia que se vivía en ese preciso instante en aquel campo de tiro, piloto y pasajeros quizás nunca se vendrían a enterar de que, por unos instantes, inconscientemente, habían sido testigos involuntarios de la ejecución. Ya se perdía en el azul el hermoso aparato y la blanca estela que dejaba atrás se iba diluyendo en el cielo. En busca de climas más cálidos, las primeras bandadas de aves migratorias iniciaban ya su regreso al Sur, diseñando una extensa V en aquel hermoso azul que tanto habían amado. Hacia Oriente, los primeros vientos de septiembre inflamaban las velas de unos poderosos cúmulos de nubes que anunciaban agua. Ya no volvería a sentir jamás en el rostro la caricia de la lluvia, las caricias de los rayos solares.
Puesto a escoger un último paisaje con el que acompañar aquel último minuto de su vida, tras cambiar con los otros compañeros una última mirada, evocó el hermoso color de los ojos de su hermana adolescente. ¿Cómo concluirá esa novela que dejó, sin acabar, sobre la cama, antes de abandonar la celda? Ya no había tiempo para más. Oyó la voz de mando del oficial a cargo del pelotón y se dejó llevar. En menos de un último minuto se precipitaría en un tiempo ya sin memoria, sin colores y sin textura, sin pasado ni presente. En el momento en que las balas alcanzaran el blanco de su cuerpo, la tierra, una noche eterna, se abriría bajo sus pies y lo acogería, lo absolvería de todos sus pecados, de todos sus errores, de todas sus faltas y de todos sus olvidos. Le absolvería de haber nacido en un tiempo y en un lugar, y de haber sido consecuente con sus ideas… algo que los hombres no le perdonaron.
Ojalá otros recojan del suelo el sacrificio de esta sangre, para que éste no sea estéril.
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