http://www.diariodeavisos.com/2013/08/muertos-san-lorenzo-por-francisco-pomares/
Cuando Rodríguez Zapatero aprobó la ley de Memoria Histórica, guarde un silencio ciertamente cómplice. Muchas de las iniciativas planteadas como obligatorias por la ley, sobre todo las relativas a cambios simbólicos y retirada de iconografía histórica, me parecieron excesivas y sobre todo bastante inútiles. La ley venía a romper el consenso de la Transición sobre el proceso de ruptura pactada del franquismo que dio paso a la democracia española, y -treinta años después de la Transición, setenta después del inicio de la guerra civil- penalizaba retroactivamente la memoria simbólica del franquismo y la dictadura y -de alguna manera- la sacaba del olvido en que la habían colocado la inmensa mayoría de los españoles. Aún así, navegué con la corriente: la Ley y el proceso de debate que abrió incluía dos iniciativas muy importantes, de absoluta justicia. El reconocimiento -apenas simbólico en la mayoría de los casos- de los servicios prestados por los depurados por la dictadura, y el apoyo al rescate de los muertos enterrados en las cunetas y los descampados del país. Hay quien cree que la pasión que despiertan los huesos de los caídos es una fijación necrófila. Yo no pienso así. Creo que forma parte de lo mejor de nuestra cultura honrar la memoria de los que se fueron, y creo que si algo justificaba la Ley de Memoria Histórica, era el apoyo público a la exhumación y rescate de los cadáveres de miles de asesinados en los primeros meses de la guerra civil. Para muchas personas, encontrar y dar sepultura a los restos de un familiar -un padre, un hermano, un abuelo, un tío- fusilado contra la tapia de un cementerio y enterrado a toda prisa en un agujero en el monte es -más que el cumplimiento de una deuda moral- el cierre definitivo de la página maldita de una dolorosa historia familiar. Para mí, esa voluntad de dar descanso a los muertos y a quienes les honran y recuerdan, era lo mejor de la Ley. Su principal motivación y excusa. Leo hoy que el alcalde de Las Palmas, Juan José Cardona, acaba de rechazar la petición de los familiares de los fusilados de San Lorenzo -el ayuntamiento ‘rojo’ que el primer franquismo fusionó por decreto con el de Las Palmas- para que se de sepultura digna a los 85 vecinos de San Lorenzo que fueron asesinados tras el golpe del 18 de julio y enterrados en una fosa común del cementerio de Vegueta, entre los que se encuentra el último alcalde de San Lorenzo, Juan Santana Vega, o el periodista conejero Manuel Fernández. No entiendo la decisión de Carmona, ni la de los jueces que desestimaron la misma petición en las pasadas navidades. Los muertos son de quienes los quieren. Y está claro que el alcalde no los quiere. Para empezar, ni siquiera eran vecinos de Las Palmas.
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