dilluns, 7 d’octubre del 2013

Los ‘presos fantasma’ de Kazajistán


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Centenares de españoles fueron internados en campos de concentración en el país soviético

Franquistas y republicanos coincidieron en su deportación

Se conocieron en el gulag, en Kazajistán. Allí quedaron atrapados por el final de la Guerra Civil y la invasión alemana de la Unión Soviética. Antonio Leira Carpente y José García García nunca pensaron que su pequeña aventura soviética se convertiría en un infierno de dos décadas. Eran combatientes republicanos pero acabaron como apestados en la patria del proletariado. Rusia admitió en 1992 que “muchos” españoles republicanos habían pasado por los campos de concentración estalinistas. Pero ninguna exrepública soviética había entregado a España la documentación oficial de esos presos hasta que, la semana pasada, Nursultan Nazarbayev, el presidente kazajo, regaló a Mariano Rajoy dos libros con las copias de los expedientes de 152 españoles —franquistas y republicanos—, que malvivieron congelados en sus campos en los años 40.
Mi abuela supo que mi padre seguía vivo por una carta que recibió en alemán”
Leira y García tampoco sabían al partir —en 1937 el primero y 1938, el segundo— que acabarían rompiendo hielo para beber, ni que los llevarían de Siberia a Kazajistán en unos trenes en los que sobrevivieron semanas, hacinados en gélidos vagones de madera, hasta adentrarse en la inmensa estepa. Llegaron por separado a Karaganda, al noreste del país. Leira, cabo de la marina de un buque de la armada republicana y militante anarcosindicalista gallego, fue capturado junto a 46 compañeros en Odessa (actualmente en Ucrania) y trasladado al campo de Krasnoiarsk, en Siberia. García, cursillista aviador, estaba en Moscú en la cuarta promoción de prácticas a Kirovabad.
Tras la derrota de la República, no pudieron volver a España, ni salir de la URSS. Unos 80 pidieron exiliarse a Italia, Francia, Alemania o México. “El cambio determinante fue la invasión de los nazis, en 1941. En ese momento, todos los extranjeros pasaron a ser sospechosos si no firmaban, de manera voluntaria, permanecer en la URSS”, explica el catedrático de historia Secundino Serrano, autor del libro Españoles en el Gulag. Empezaba la deportación para esos “grupos irreductibles” de aviadores y marineros que se negaron a entrar en el sistema.
Leira y García se conocieron en Karaganda, aterrados por los ladrones que desvalijaban a los recién llegados. Allí esperaban ser remitidos a otro campo de trabajos forzados. Ya desde su llegada “habían quedado reducidos a esqueletos vivientes”, según recordaba, años después, un recluta francés. Acabaron en Kok-Usek, “el Valle Verde”, que traducían como el Valle del Infierno, el más frío de cuantos vieron. Un campo de concentración “ejemplar”.
El hermetismo de los archivos de la antigua URSS dificulta el cómputo
Pasaron casi un lustro en un cerco de 300 metros de largo por 200 de ancho, aislado del exterior por tres líneas de alambrada de espino, vigilados por cuatro garitas con soldados aburridos ya que, si escapaban, el desolado paisaje les delataba. Los guardianes tenían también perros adiestrados para frenar una posible fuga. Eran unos 900. Mujeres, hombres y niños de distintas nacionalidades, puntos negros sobre la nieve, trabajando por sobrevivir.
José García, aviador.
Los internos en mejores condiciones físicas trabajaban en la mina. Una hora de camino de ida de madrugada contra la brisa helada. Otra, a la caída del sol, demasiado lejano en invierno, con hasta 50 grados bajo cero, y sofocante en verano, a casi 50. La comida, un bol de sopa de col antes de salir y otro a la vuelta. Y 450 gramos de pan, a menudo, mojado. “Había una cosa que llamaban ratas de agua, un manjar”, cuenta Beatriz Leira, hija de Antonio Leira, fallecido en 2000. Los que conseguían un puesto en la huerta, engullían a escondidas una patata cruda “que les sabía a manzana”, apunta Leira. “Según lo que trabajaban, comían”.
En Kok-Usek, los españoles eran los “presos fantasma”. Tenían prohibido comunicarse con su país, una dictadura enemiga. Solo podían hacer llegar noticias a sus familias cuando los europeos —principalmente judíos alemanes y austríacos— eran liberados. “Mi abuela se enteró de que mi padre estaba vivo por una carta que le llegó en alemán”, explica Leira: “Se aprendían de memoria las direcciones de los españoles”.
Tras sufrir un accidente en el que perdió varios dedos, Vicente Montejano, uno de los pocos aviadores que siguen con vida, se convirtió en uno de los españoles que se quedaban en los barracones, con la humedad calada en los huesos. Cosían unos zapatos muy cotizados entre las mujeres de la dirección del campo. “Confeccionábamos una especie de malla con hilo como el que se usaba para las mallas de pescadores... Al final resultaba, como es lógico, un zapato fino, para salir, pero no para trabajar o ir por el campo”, le contaba Montejano en 2007 a Carmen Calvo, hija de otro cursillista internado y autora de Los últimos aviadores de la República.
Antonio Leira, marinero gallego internado en el Gulag kazajo.
En cada traslado les separaban en grupos. Los dos amigos se perdieron. “José salió en una primera expedición. Antonio Leira tenia que salir en la siguiente, pero el río que los separaba se congeló y ya no les pudieron alcanzar”, cuenta Pilar García, viuda del aviador, por teléfono, haciendo esfuerzos para rescatar en la memoria al compañero de su marido. No se reencontraron hasta que, al fin, embarcaron en el Semíramis, en Odessa, el 2 de abril de 1954. Ya ancianos, se visitaron mutuamente. Se reunieron con otros compañeros de vez en cuando, hasta que fallecieron hace una década. En el Semíramis,con unos 300 pasajeros de los que 270 eran de la División Azul, viajaba también Vicente Montejano.
En total, unos 300 republicanos y 450 divisionarios pisaron los campos de toda la Unión Soviética, según calculan los expertos. Luiza Iordache, historiadora de la Universitat Autònoma de Barcelona y autora deRepublicanos españoles en el Gulag, calcula que 76 republicanos pasaron por los centros kazajos a partir del estudio de sus expedientes, a los que accede con dificultad por el hermetismo de los archivos de las antiguas repúblicas soviéticas.
Pese a que los soldados franquistas de la División Azul también deambularon por Karaganda, el encuentro entre los dos grupos no llegó hasta 1948. La mitad de los republicanos acabó aceptando integrarse en la URSS y salieron del gulag. “Al resto, les juntaron con los divisionarios y en los campos europeos [hoy, en Ucrania]”, apunta Serrano.
Según lo que trabajaban, comían”, cuenta la hija de un marinero recluso
El divisionario capitán Palacios recuerda uno de esos encuentros enEmbajador en el infierno, narrado por Torcuato Luca de Tena: “Vimos entrar en el campo, extenuados y con síntomas de haber sufrido mucho, a un grupo de presos, con la novedad de que entre ellos venían muchas mujeres, con niños pequeños (...) ¡Cuál no sería nuestra emoción al oírles hablar en español! Castillo, abriendo los brazos, dio un tremendo ¡Viva España!, saludándoles, y el silencio fue su respuesta. Nos miraron con curiosidad, bajaron los ojos y siguieron su camino”.
La unión emocional para volver a España superaba ya la ideología. Ahora, tras el gesto de Nazarbayev, la Asociación Archivo, Guerra y Exilio y la Hermandad de la División Azul han escrito una carta conjunta al Ministerio de la Presidencia para solicitar una copia de los archivos.
Además de marineros y aviadores, algunos niños de la guerra [2.895 jóvenes enviados a Moscú en la guerra civil] fueron ingresados en el gulag por delitos comunes. Varios exiliados, por delitos políticos. Tras unos primeros años como una élite y como víctimas de una doble guerra, la desesperación por salir de la gigantesca prisión que era la URSS en 1941, llevó a algunos niños, forzados a nacionalizarse, a esconderse en los baúles de un avión que viajaba a Buenos Aires. Otros, famélicos por la posguerra, fueron internados por robar medio kilo de patatas. “Me marché de la fábrica de aviación en la que nos habían puesto a trabajar sin permiso de la milicia y me mandaron al gulag de Ucrania”, afirma Ángel Belza, un niño de la guerra que presenta sus memorias esta semana. “Fuimos rehenes durante 20 años. Estábamos encerrados”, exclama Francisco Mansilla, otro niño, presidente del Centro Español de Moscú vocal de la Asociación Archivo, Guerra y Exilio.
A los 94 años, Vicente Montejano mantiene el recuerdo del gulagsuspendido entre la nebulosa del olvido: “A veces, hay cosas de las que uno no tiene ganas de hablar”.Y calla.
Al partir, Antonio Leira Carpente y José García García no sabían que su pequeña aventura rusa se convertiría en un infierno de dos décadas. Se conocieron en el Gulag, en Kazajistán, atrapados por el final de la guerra civil y la invasión alemana de la Unión Soviética. Apestados, ellos, combatientes republicanos, en la patria del proletariado.