Historia de una niña norteamericana en el Madrid de la guerra
Nací en los Estados Unidos, mi padre era español y mi madre americana de padres italianos. Se puede decir que soy el producto de Roma y Castilla, con un certificado de nacimiento americano
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Cuando yo tenía más o menos dos años mis padres salieron de Nueva York, en plena Gran Depresión, y fueron a Madrid creyendo que con la llegada de la República podían tener una mejor vida que en los Estados Unidos. No recuerdo mucho de los primeros años en España, pero sí me acuerdo de las historias que mi abuelo me contaba por las noches antes de irme a dormir.
Primero historias de princesas y ratones que podían hablar, luego cambiaron a El Cid Campeador y los reyes y reinas de España; fueron parte de mi vida por mucho tiempo. Él se sentaba en mi cama, cerrando los ojos y, fumando un puro, me acompañaba a diferentes tiempos y lugares de España, tiempos de damas y caballeros, tiempos de honor y patria.
Otras noches, montada en un maravilloso caballo andaluz, galopé junto los Reyes Católicos, fui a Granada cuando Boabdil rindió las llaves de la ciudad a la Reina Católica. En Galicia luché junto a la valiente costurera que defendió su pueblo de los cañones franceses con nada más que sus tijeras. Las historias de mi abuelo hacían de España mi patria, mi madre y mi orgullo.
Todo cambió de repente, cuando todavía era pequeña para entender lo que sucedía. La gente de la España que yo quería tanto, los hijos e hijas de la madre que me adoptó empezaron una terrible guerra en contra de sí mismos, nada era lo mismo. Mi abuelo se puso muy triste; con una voz muy baja me contaba los problemas y las historias de pobreza en España, historias del abuso hacia los obreros y los pobres. Poco a poco, empecé a conocer los nombres de Karl Marx y La Pasionaria, y Juana la Loca y los reyes católicos no eran tan importantes como antes.
“Karl Marx y La Pasionaria tienen buenas ideas para proteger a los obreros, pero primero necesitamos educar a todo el mundo el arte de comunicar sin violencia…” me decía mi abuelo todas las noches.
Bombas explotaban en los barrios de Madrid, en las calles, en las casas, colegios, edificios de oficinas. Por todos los sitios los madrileños empezaron a vivir y morir en una guerra. Mi abuelo no estaba en casa muchas de las noches, ahora era mi abuela quien me recogía en sus brazos y corría al refugio donde las noches se pasaban en silencio. Un silencio con miedo, un silencio oyendo las bombas, esperando la que podría ser nuestra bomba.
Cuando mi abuelo podía estar con nosotras siempre trataba de contar una de sus historias para distraer a los niños en el refugio, pero no se le podía oír. Lo único que se podía oír eran las bombas silbando y estallando. Poco a poco, mi abuelo también terminó pasando el tiempo en silencio con los ojos cerrados, esperando la bomba que podía ser su bomba.
Durante la luz del día los bombardeos de los aviones se alternaban con los obuses de los morteros disparados desde detrás de las trincheras fascistas, a las puertas de Madrid. A cualquiera hora, y en cualquier sitio, los morteros mataban gente diariamente, gente que no se podía defender: mujeres en colas esperando las raciones del día, niños jugando en la calle. Nadie estaba exento de peligro.
No sé qué era peor, morir bajo las bombas, o vivir mirando los cuerpos de mis amiguitas sin cabezas, sin piernas o brazos que habían volado por el aire antes de estrellarse contra las paredes, o tener que mirar a personas ametralladas por los pilotos en aviones volando a distancias muy bajas. Tengo muchas memorias de Madrid durante el infierno de la Guerra Civil. No puedo olvidar las caras de las mujeres y niños mirando las ruinas de sus casas, donde colchones y muebles colgaban de las paredes, paredes que habían sido sus habitaciones y comedor.
Cada día más y más niños y mujeres sentados en las ruinas de sus casas sin hablar y sin mirar a nadie. La guerra fue una matanza, una matanza de toda clase de españoles: de izquierdas, de derechas, y españoles que no pertenecían a nada ni nadie. Las historias de la guerra no tienen fin. Hombres castrados y degollados, niñas y mujeres violadas y forzadas a bailar encima de las tumbas de sus padres y maridos… Hombres y mujeres enterrados cuando todavía estaban vivos.
Historias tan terribles que son difíciles de poder creer. Con la ayuda de Hitler y Mussolini, Franco ganó la guerra. Los Estados Unidos, Inglaterra y Francia no hicieron nada para ayudar a la República, que era el único gobierno elegido democráticamente por la gente de España. La Pasionaria y miles de responsables del gobierno republicano se exiliaron, abandonando a la misma gente que creía en ellos. La II República perdió la guerra, y todos los españoles perdieron sus libertades.
Miles y miles de españoles huyeron a Francia, en donde los internaron en campos de concentración, siendo muy mal tratados. El régimen de Francisco Franco fue un gobierno de terror. Hablar de la guerra, o de las personas que murieron en la guerra, no estaba permitido. Miles de españoles fueron a prisiones, donde muchos fueron torturados y fusilados, y si no, murieron de hambre y de frio en la reconstrucción de carreteras, o sitios como el Valle de los Caídos en donde trabajaban casi sin agua, y muy poco de comer. Entre familias y amigos nada se podía discutir por miedo de ser denunciado a la Guardia Civil o la Falange. Las leyes de Franco controlaban todo, cómo hablar, cómo pensar, y también cómo vestir: largas las faldas y mangas para las mujeres, chaquetas y corbatas para los hombres.
España se convirtió en un país de hambre, un país de miedo. Nunca se sabía si la policía llegaría en medio de la noche golpeando las puertas para llevarse alguien de la familia, a la cárcel o para ser fusilado. Madres que no podían lamentar la muerte de sus hijos, no se podía hablar o recordar a nadie que luchó y murió por la República de España. Niños que crecieron sin saber nada de sus hermanos, de sus padres, de sus abuelos, o amigos de la familia que murieron en la guerra, o que fueron asesinados en las cárceles después de la guerra.
Poco a poco estos mismos niños empezaron a imitar lo que veían en las calles: falangistas marchando con brazos extendidos en el saludo fascista, o haciendo juegos imitando a la Guardia Civil golpeando y matando a “los rojos”. La educación en las escuelas se convirtió en una educación fascista incitando a los niños en contra de sus padres y a denunciar a cualquiera persona que hablara en contra de Franco. Con mucha pena, yo fui parte de esa generación.
En 1943 me mandaron a los Estados Unidos, cuando tenía 13 años. Mi primer viaje de vuelta para visitar España fue en 1960, y no me sorprendió ver que España todavía mantenía el silencio, y que los jóvenes seguían a Franco sin saber qué era la libertad de creencia, o ideas y pensamientos que no fueran parte del fascismo. Todo pertenecía a Franco. Me acuerdo el día que, durante una de mis visitas a Madrid, tomé una foto de dos guardias civile. Uno de los guardias arrancó la cámara de mis manos pisándola bajo sus botas y al mismo tiempo diciéndome: “Aquí en España no se toman fotos de la guardia civil”.
Pero mi primera visita a España después de la muerte del “Caudillo” fue peor que mi visita anterior. El nuevo gobierno había impuesto algo llamado “el pacto del olvido”, para que la gente de España no hablara de la guerra, o de las atrocidades durante el franquismo. Los asesinos que torturaron y mataron a miles de españoles, los ladrones y asesinos que trabajaron para Franco nunca serían juzgados por sus crímenes durante la dictadura. Por el contrario, muchos fueron invitados a tomar parte del nuevo gobierno sin perder o devolver lo que robaron de la gente.
Para los turistas, los españoles parecerían tener dinero, más libertades, comían bien, la gente bien vestida, los restaurantes llenos, los hijos y nietos de obreros ahora vivían en elegante casas. Las calles y carreteras llenas de coches nuevos. Turistas bebiendo vino y comiendo tapas, playas en Alicante llenas con la nueva juventud que nada sabía de los sacrificios de sus padres y abuelos durante la Guerra Civil y durante la tiranía del Caudillo.
Veteranos de la guerra ahora ancianos y solos, las esposas y madres de soldados que murieron en la guerra, los prisioneros en cárceles por treinta o más años que salieron enfermos. Todos estos españoles están muriendo solos sin reconocimiento por su patria. De vez en cuando, agencias del gobierno los llevan de vacaciones; servicios de doctores y hospitales son gratis. Todo esto está bien (y mucho mejor que otros países), pero no puedo dejar de pensar en los miles de españoles que no pueden ir de vacaciones: los españoles que murieron luchando por una España mejor, los españoles enterrados en las cunetas de muchas carreteras, en fosas apilados unos encima de otros, sin honor, y sin la gratitud de su país.
Todo esto es muy triste para mí. España no es la misma España de los cuentos de mi abuelo; no es la misma España que yo recuerdo.
Hago preguntas, pero nadie me contesta.
María J. Nieto
Poesía de M.J. Nieto: Rompiendo el silencio
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