divendres, 11 de desembre del 2015

Todos los pueblos deben enterrar a sus muertos.




El pacto de silencio de la Transición ha evitado la profundización de la democracia en nuestra sociedad, evitando que el discurso de la memoria democrática sustituyese a la memoria impuesta
Solo podremos llegar a la dignificación y reparación integral de las víctimas mediante la superación del marco artificioso creado por la Transición
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¿Veremos el día en que se sienta una vergüenza generalizada por la complicidad de nuestras instituciones con los crímenes de la dictadura? Espero que sí, aunque últimamente no soy demasiado optimista. Sobre todo cuando veo en televisión al presidente de un gobierno que se dice de todos los españoles alardear estúpidamente, con tono chulesco, de haber anulado la Ley de Memoria con el sencillo mecanismo de dejarla sin fondos en los presupuestos. Cuando veo cómo el relator de la ONU nos saca los colores públicamente y nuestros partidos políticos ni se inmutan, ni se sienten aludidos, ni se sonrojan. Cuando veo a los descendientes de los desaparecidos, fusilados, enterrados en fosas sin nombre y vilipendiados por unos políticos sinvergüenzas que los acusan de buscar subvenciones o querer “romper España”, solo porque quieren saber qué fue de sus padres, madres, hermanos o hermanas.

Esos mismos políticos sin escrúpulos son los que miran hacia Alemania cuando se trata de recortar servicios sociales, de pedir que mejoremos nuestra productividad, que nos apretemos el cinturón… ¿Por qué no miran cómo han funcionado las políticas de memoria en Alemania que, a pesar de los debates y las controversias, ha conseguido recordar sus crímenes y víctimas? ¿Han pensado lo que pasaría si la actual Canciller dijese públicamente que ha dejado sin validez el proceso de memorialización porque le parece bien? ¿Se han dado cuenta de que la Constitución alemana sí habla de responsabilidad histórica y de dignidad humana, mientras la nuestra ha servido como coartada para la impunidad del franquismo?

En Alemania, los juicios al nazismo adquirieron una dimensión que trasciende a las víctimas, y se convirtieron en un revulsivo para la sociedad, una catarsis para la población. En España no ha habido juicios, no ha habido revulsivo, porque ha faltado que los responsables se sentasen en el banco de los acusados y que su condena acabase con la cultura de la impunidad y del negacionismo, algo que los alemanes comenzaron a quitarse de encima en los años sesenta, y que nosotros aún estamos esperando. Los defensores del régimen surgido de la Transición que tanto se oponen a que se juzguen los crímenes del franquismo no temen tanto las posibles condenas, sino el efecto transformador que tendrían en la forma de entender la sociedad española.

¿Por qué no miran cómo han funcionado las políticas de memoria en Alemania que, a pesar de los debates y las controversias, ha conseguido recordar sus crímenes y víctimas?
Los diferentes gobiernos españoles se han escudado en que no se pueden “reabrir” las heridas del pasado, debido al riesgo de… ¿qué? ¿Se trata de una amenaza? ¿Tan frágil es nuestra democracia que no podemos asumir con garantías el intento de cerrar esas heridas? Además, las heridas de las víctimas no se han cerrado nunca: la Transición no ha conseguido nunca sanar esas heridas. Las heridas permanecen y, tristemente, lo único que conseguirá cerrarlas será el inexorable paso del tiempo y la desaparición de la generación de los testigos; un testimonio que debemos mantener vivo con los medios a nuestro alcance.

Mientras tanto, las instituciones españolas se comportan como si tuvieran muchas lecciones que impartir y ninguna que recibir, señalando que nuestra Transición fue una “transición modélica”, pero en materia de verdad, justicia y reparación, ningún gobierno español, ninguna institución, puede dar lecciones de nada, como no sea de desvergüenza. Países muy diferentes han asumido la herencia sangrienta de sus dictaduras, sin que se hayan reabierto las “heridas”, sino al contrario. Alemania e Italia juzgaron a sus verdugos y dignificaron a las víctimas, sin que ocurriera nada; en América Latina también se ha juzgado a los criminales, se han anulado “leyes de punto final” y, que se sepa, no ha habido estallidos ni violencia en las calles. ¿Por qué aquí ha de ser diferente? Todos los pueblos deben enterrar a sus muertos, de una forma o de otra.

El pacto de silencio de la Transición ha evitado la profundización de la democracia en nuestra sociedad, evitando que el discurso de la memoria democrática sustituyese a la memoria impuesta. El Estado nunca ha asumido sus responsabilidades de investigar los delitos, de reparar a las víctimas, y cuando se ha visto presionado ha puesto un pobre presupuesto para que las víctimas se hagan cargo de las funciones que ellos han dejado de ejercer, como coartada persistente a la dejación de sus obligaciones, para luego anunciar que ese presupuesto se queda en cero para poder ayudar a la “reconciliación” de las dos Españas, esas dos Españas que ellos mismos han creado. Mientras tanto, las instituciones públicas no pierden ocasión para dejar clara su adhesión a las cláusulas de silencio, olvido e impunidad propias del falso consenso de la Transición. Como ejemplo, basta un botón: el gobierno francés homenajea a los republicanos españoles que lucharon en Francia, mientras aquí se homenajea a los miembros de la División Azul.
Los partidos mayoritarios tienen difícil reconocer lo que pasó, porque quedarían humillados por pactar el olvido de los crímenes. Pero esa actitud no va a hacer que los muertos desaparezcan. Solo podremos llegar a la dignificación y reparación integral de las víctimas mediante la superación del marco artificioso creado por la Transición.