divendres, 24 de gener del 2014

España: Las tumbas de la vergüenza

Posted: 23 Jan 2014 03:36 AM PST
Sus súplicas fueron finalmente articuladas en público en un foro internacional. Para lograrlo, tuvo que recorrer, fatigada y anciana, el camino de la desgracia en el que muchos perecieron: primero debió sobrevivir el maratón de una vida de inclemencias y, luego, recorrer esos 10.000 kilómetros de sprint final que no impidieron que llegara a su destino y pronunciara las palabras que muchos españoles querrían no escuchar.
Ni en su más remota imaginación habría podido soñar mi abuela con un recibimiento en tierras extranjeras como el que protagonizó. Arropada y escuchada por el Congreso de los Diputados de Buenos Aires, el Senado, y por las Madres de la Plaza de Mayo, logró luego sobreponerse a una terca fiebre y a la vejez incómoda para declarar en el Juzgado de la magistrada Servini, que amablemente prestó sus oídos a la causa de mi abuela.
“Los gobiernos [españoles] no han hecho nada. Nadie se ha acordado de ellos [los muertos]. Solamente Suárez les dio la pensión a las viudas y la cartilla de la seguridad social”.
Entre frase y frase, suspira, coge aire y continúa su relato. “Mi madre, con la pensión que les concede a todas las viudas el gobierno de Adolfo Suárez, le pone una lápida que dice «Timoteo Mendieta, muerto por la democracia y la libertad». Y la pone en la parte de arriba para que los familiares del resto de los ejecutados que estaban ahí con mi padre pudieran poner sus nombres”.
“Mi madre, por lo que ha hecho por sus hijos, se merece un altar”, apostilla.
Con un gesto que denota un profundo malestar, prosigue su denuncia destacando los insalvables obstáculos y la falta de ayudas para exhumar los cadáveres en España. “Hemos hecho gestiones administrativas iniciales, porque no te dejan llegar a más. Empezamos en el año 2000 para exhumar a mi padre, pero ni pública ni privadamente nos lo permiten”.
“Las víctimas del terrorismo tienen ayuda de la administración. Y nosotros exigimos un estatuto jurídico similar al de las víctimas del terrorismo. Nosotros también somos víctimas de terrorismo”.
Cuando concluye su testimonio en el Juzgado, mi tía, Chon Vargas, acompaña a mi abuela al hospital para que un médico examine esa bronquitis que apenas le deja respirar.
“Tu tía, Aitana, me ha ayudado tanto…”, agradece mi abuela ya desde su casa en García Noblejas. “Me preguntó si quería ir a Argentina. Y yo le dije que sí”. El empeño de mi tía Chon por satisfacer el infinito deseo de mi abuela no cesó un instante desde que adquirió consciencia del dolor desgarrador que carcomía el espíritu de su madre. También, el apoyo incondicional de mi padre, Francisco, y de mi otra tía, Pilar, a su madre se hacen constar en la tranquilidad final que refleja el rostro de mi abuela tras sus declaraciones en Buenos Aires. Los tres hijos son querellantes en la causa abierta en Argentina; Un triángulo familiar que ha servido para aliviar el canto desesperado de una mujer que tejió la vida de sus hijos con alfileres y punzadas de punto y lana desde su hogar en un modesto barrio madrileño.
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“A lo mejor me muero y no les han sacado [a los muertos], pero me quedo tranquila porque hemos hecho todo lo que hemos podido”.
Mis sentimientos gravitan entre el alborozo y la pesadumbre al clavar la vista en una fotografía de mi abuela junto a Darío Rivas, dos de los querellantes más longevos que tuvieron la oportunidad de conocerse en Buenos Aires. Con la sombra de la muerte sobre sus espaldas ancianas, llegan al final de sus días como la gran mayoría de nosotros nunca lo hará, luchando por aquello en lo que durante décadas creyeron. Se llevan su lucha hasta la tumba. Pero aún en la antesala de la muerte, son iconos en una España turbia y descompuesta donde los valores e ideales pesan poco y escasean. Más allá de señalar culpables – que sí debe hacerse – los reclamos de mi abuela son los reclamos que trascienden agendas políticas e intereses subrepticios, porque son los reclamos básicos de cualquier ser humano: rescatar “al menos un hueso de la fosa y llevármelo conmigo a la tumba”.
Como le dijo a la magistrada Servini, “en mi casa lloro. Me da pena…tantos años sin haber hecho nada”. Creo que tal vez el luto de mi abuela sea de esos que conviven en los confines de la eternidad. No hay consuelo para una anciana cuyo padre fue acribillado a balazos cuando era una niña, acribillado a sangre fría como a miles de españoles que compartieron la misma desgracia. A quienes apretaron el gatillo no les tembló el pulso, ni les falló la puntería. Sistemáticamente mataron, asesinaron, torturaron, arrebataron niños de los brazos de sus padres. No hay consuelo ni para ella, ni para los familiares de quienes compartieron semejante destino. Porque no olvidemos que la causa de mi abuela es la causa de cientos de miles de españoles. Y esa causa, en una España democrática, no se puede olvidar ni sepultar bajo toneladas de tierra, piedra, escombros y presiones políticas – jamás.
El caprichoso destino ha querido que yo asista a este episodio familiar – e histórico – a medio camino entre mi destierro angelino y mi Mediterráneo natal. Y mientras surco las nubes del océano Atlántico para abrazar a mis seres queridos, adquiero conciencia del vacío generacional, de la desconexión entre el momento histórico que vivió mi abuela y el que me ha tocado vivir a mí, resultado directo de la tiranía de silencio que se ha impuesto desde las altas esferas en España para evitar destapar las vergüenzas de nuestro país. Nadie quiere hablar de Franco ni de sus crímenes. Pero el dolor descomunal que llevan apuntalado las víctimas en el pecho es imposible de acallar. Y ese pesar inconmensurable está empezando a emerger a la superficie de la conciencia nacional. Ese terrible dolor que nadie puede taponar se encuentra ya en flor en las mesetas ibéricas y en los campos de olivo, en las crestas de las olas del Mediterráneo, en el Juzgado Número 1 de la Cámara Federal de Buenos Aires, y en su día en el Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional de Madrid.
“Hemos sufrido mucho antes y después de la guerra”. “Esto va por vosotros, que vamos por buen camino”, le canta mi abuela a sus hermanos y padres fallecidos sobre la sombra de sus tumbas mientras coloca un ramo de flores con sus manos arrugadas.