El inspector Alcántara
sacó una llave del bolsillo de su chaqueta, abrió el escritorio y cogió un
sobre de su interior. En la parte frontal, en dos líneas paralelas de cuidada
caligrafía, se leía: Inspector Francisco Alcántara. Personal. Alto
secreto. Contenía las instrucciones de su próximo caso y le había sido
entregado por el Comisario Cabañas dos horas antes.
Cuando terminó de leer
el par de folios que se alojaban en el sobre lo primero que pensó fue renunciar
al encargo, pero sabía que no podía hacerlo. Era un buen policía, respetado por
sus compañeros y superiores que no había dejado un caso sin resolver. Contaba
con una mente lúcida y analítica y un sentido común que le hacía destacar del
resto de los inspectores. Su riguroso trabajo en la Brigada de Investigación
Criminal, le había hecho merecedor de la medalla de plata al mérito policial un
año antes.
Pertenecía al Cuerpo
General de Policía desde el final de la Guerra. Su defensa de la patria contra
la barbarie roja y la influencia de su amigo Antonio Camacho, fueron los únicos
méritos de los que se valió para ingresar en el Cuerpo. Pasó sin dificultad el exhaustivo
informe de fidelidad.
Se alegraba de no
haber dado con sus huesos en la Brigada Político-Social, pues aunque se le iba
la mano de vez en cuando con algún delincuente, carecía de agallas para romper
el cuerpo y el alma de nadie, por muy marxista que fuera.
Tenía dos años cuando
llegó a Madrid desde Extremadura. Su padre, huyendo del hambre de jornalero,
comenzó a ganarse la vida como limpiabotas. Conservaba pocos recuerdos de él ya
que falleció antes de que cumpliera tres años. Su madre lavó, planchó y cosió
ropa de media ciudad para sacarlo adelante. Apenas fue a la Escuela y a los
ocho años ya trabajaba como chico de los recados y recogía colillas de las
calles, convirtiendo la venta del tabaco que contenían en un dinero extra que
llevar a casa.
Cuando estalló la
guerra le llevaron a fortificar Madrid y más tarde fue llamado a filas,
incorporándose al Ejército republicano donde le enseñaron a leer, a escribir y
llenaron su cabeza con unas briznas de cultura. Una noche, harto de pasar
hambre y frío, de convivir con piojos y miedo, salió de la trinchera para
escapar de aquel infierno. Dos horas después se encontraba en posiciones
franquistas, así que levantó los brazos y a gritos avisó que se pasaba
voluntariamente de bando. La primera noche con el que hasta hacía pocas horas
era el enemigo nunca la olvidaría. Cenó alubias con chorizo y tocino.
Francisco Alcántara
nunca tuvo otro ideal que no fuera sobrevivir. Por eso, cuando no le quedó más
remedio que ser soldado del ejército franquista y seguir pasando el mismo frío,
la misma hambre y el mismo miedo que cuando lo era del republicano, lo aceptó
como había aceptado todo en su vida. Nunca pudo elegir y tampoco se planteó la
posibilidad de hacerlo, ni tan siquiera cuando le propusieron alistarse en
Falange.
Guardó las
instrucciones en el sobre y recordó las palabras con las que le despidió el
comisario en la puerta del despacho:
-No me defraude
Alcántara. No me defraude.
*
Eran las ocho de la
mañana del día siguiente cuando su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo
Franco, Victorioso Caudillo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, se
encontraba en su despacho privado. Acariciaba una raída pluma de ganso traída
de Salamanca, donde había sido utilizada para firmar cientos de condenas a
muerte. Ya no la usaba para tal menester, pero le gustaba conservarla. Ahora
las firmaba con una pluma alemana regalo del Führer y escribía de su puño y letra
el enterado y el método: fusilamiento o garrote. También decidía qué
ejecuciones debían ser publicitadas para que sirvieran de escarnio. El General
era un hombre implacable hasta la crueldad que recurría a la violencia más
descarnada. La máquina de matar trabajaba sin descanso y el quinto mandamiento
«No matarás» fue sustituido por «Matarás con justicia» para justificar la
represión institucionalizada.
María Torres
"Los vivos y los
muertos" (extracto)
Editions Arcane 17,
2015
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