Es uno de los primeros movimientos del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez de cara al exterior y la primera decisión de carácter humanitario que toma el Ejecutivo socialista tras su llegada a la Moncloa. El próximo sábado desembarcarán en el puerto de Valencia los más de 600 migrantes y refugiados que llevan desde el pasado sábado a la deriva a bordo del buque Aquarius, gestionado por la ONG SOS Méditerranèe y Médicos Sin Fronteras (MSF). La negativa de las autoridades maltesas e italianas de permitir su desembarco en cualquiera de sus puertos, combinada desde el primer momento con las incendiarias declaraciones del ministro del Interior italiano y líder del partido xenófobo Liga Norte, llevaron al Gobierno capitaneado por Pedro Sánchez a ofrecer Valencia como puerto “seguro” para atracar. Un movimiento que fue aplaudido por varios dirigentes de la Comisión Europea y que permite que 600 seres humanos puedan pisar tierra tras una semana en medio del Mediterráneo.
El paso al frente humanitario dado por España, pero sobre todo el trabajo que hacen estos navíos de salvamento en un Mediterráneo que ha engullido
más de 14.000 vidasdesde 2014, evoca tiempos pasados. Años en los que aquellos que trataban de escapar de la miseria y la guerra cruzando el inmenso océano no eran sirios, sudaneses o iraquíes. Una época en la que la esperanza del barco
Aquarius estaba en navíos como el
Winnipeg, el Sinaia o el Stanbrook. Eran los últimos compases de los años 30 y principios de los 40. Los del éxodo masivo de españoles tras la victoria del bando golpista del general Franco en la Guerra Civil. Los de la política de brazos abiertos en el México de Lázaro Cárdenas o en el Chile de Aguirre Cerda. Los de un valiente capitán escocés que, desafiando las órdenes de su jefe, sacó a más de dos millares de personas de un Alicante arrasado por los bombardeos.
El Winnipeg de Neruda
El
Winnipeg es, probablemente, uno de los
barcos de la esperanza más famosos de la posguerra española. Su
historia arrancó a mediados de 1939. Con el bando golpista controlando ya todo el territorio, y con miles de personas cruzando desesperados la frontera con Francia, el poeta Pablo Neruda decidió plantear al presidente de Chile, Pedro Aguirre Cerda, la necesidad de conceder asilo a miles de estos refugiados españoles abandonados a su suerte en suelo galo. A pesar de las presiones, el Gobierno del Frente Popular decidió dar luz verde a la propuesta, nombró al poeta cónsul especial para la emigración republicana española y
Neruda comenzó a preparar la operación de rescate. Mientras voluntarios del Partido Comunista galo se empleaban a destajo para acondicionar el buque de carga
Winnipeg, el escritor viajó por toda América Latina recaudando fondos.
Después de meses de trabajo, el plan trazado por Neruda se ejecutó pocos días antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. El 4 de agosto de 1939, el
Winnipeg zarpó del puerto de Pauillac, al oeste de Francia, entre lágrimas y puños en alto, con un Neruda controlando en todo momento la partida hacia tierras chilenas. Un mes después, el 3 de septiembre –el mismo día que Alemania invadió Polonia–, el carguero alcanzó las costas de Valparaíso. Los
casi dos mil españoles comenzaron a descender por la escalinata. De fondo, los aplausos y los cánticos de todos los grupos de chilenos que fueron a recibirles. Entre ellos se encontraba el entonces ministro de Salubridad del Ejecutivo de Cerda, un joven Salvador Allende. Tras el desembarco en Valparaíso, unos 1.200 españoles fueron trasladados a Santiago para ser distribuidos por la capital y otras ciudades del Sur.
Sinaia, el comienzo del exilio
Sin embargo, la trágica historia del exilio español tras la Guerra Civil no arrancó en Pauillac. El pistoletazo de salida se produjo a 500 kilómetros al oeste, en la localidad gala de Sète. Desde allí zarpó el 25 de mayo de 1939 el buque de vapor francés
Sinaia rumbo al México de brazos abiertos de Lázaro Cárdenas. Con unos 112 metros de longitud, este navío galo construido en Glasgow en 1924 alcanzó la costa de Veracruz a mediados de junio
con más de 300 familias de refugiados españoles a bordo, unas 1.800 personas que habían decidido refugiarse en Francia tras el final de la Guerra Civil. La expedición, organizada por el Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles (SERE) en colaboración con el Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles –la filial del SERE en México–, fue financiada por el
National Joint Committee for Spanish Relief, una organización humanitaria británica.
Este viaje no fue el primer gesto de la política de puertas abiertas de Lázaro Cárdenas –en 1937, los mexicanos recibieron “con hondas simpatías” a unos 400 niños españoles que llegaron al país a bordo del barco con bandera francesa
Mexique–. Tampoco fue el último. Al
Sinaia, que terminó convertido en 1942 en barco hospital por la Alemania nazi y echado a pique cuatro años después para ser utilizado como bloqueo, siguieron otros muchos buques con nombre propio: el
Ipanema, el Mexique, el Flandre, el Nyassa o el Serpa Pinto II. En total, se calcula que todos estos navíos trasladaron a México entre mayo de 1939 y octubre de 1942 entre 22.000 y 30.000 españoles, según
consta en el Portal de Archivos Españoles del Ministerio de Cultura.
Stanbrook y el héroe escocés
Pero de todos los barcos que se hicieron un nombre durante esos años, hay uno que ha quedado grabado a fuego en la memoria colectiva: el
Stanbrook, el último barco –junto con el
Maritime– con exiliados que salió de las costas españolas justo antes de que se desmoronara por completo la Segunda República. El
último exilio masivo de la Guerra Civil se produjo el 28 de marzo de 1939 en el puerto de Alicante. Allí se encontraba fondeado un buque carbonero británico, el
Stanbrook, con la orden de cargar naranjas y azafrán. Frente a él, miles de civiles se amontonaban con la esperanza de poder salir del país antes de que las tropas franquistas tomasen el enclave. Una imagen que cambió por completo los planes del capitán galés
Archibald Dickson.
Aunque el propietario del barco había dado la orden de no evacuar civiles, Dickson decidió desafiar la instrucción y dejó las naranjas de lado para tratar de salvar el mayor número de vidas posibles. Aunque el buque sólo tenía capacidad para un centenar de personas, esa noche
subieron por la escalinata del navío más de 2.600 personas. Con la lluvia de bombas cayendo sobre la ciudad, el Stanbrook partió ese mismo día hacia Orán, por entonces territorio colonial francés. El desembarco también se tornó complicado, por las trabas que iban poniendo las autoridades. Muchos de los exiliados que consiguieron salir de Alicante en el Stanbrook lograron embarcarse hacia Francia o México. Otros tantos, sin embargo, fueron recluidos durante mucho tiempo en campos de internamiento franceses en territorio argelino.