dissabte, 13 de juny del 2020

Viaje por las carreteras de los 15.000 esclavos del franquismo.



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ESCLAVOS FRANQUISMO PAÍS VASCO


Entre Guipúzcoa y Navarra, trazamos un itinerario por carreteras preciosas que ocultan una historia terrible: fueron construidas por presos republicanos.



Luis Ortiz Alfau (señalado en el centro), con otros trabajadores forzados. ARCHIVO DE LUIS ORTIZ ALFAU
Luis Ortiz Alfau (señalado en el centro), con otros trabajadores forzados. ARCHIVO DE LUIS ORTIZ ALFAU

Tuvo que venir Luis Ortiz Alfau, pocos días antes de cumplir 100 años, a mostrarnos cosas que nunca habíamos visto en los sitios por los que siempre pasamos. En la primera rampa de Jaizkibel, una de las carreteras más frecuentadas por los ciclistas guipuzcoanos, aún resisten unos muros ruinosos entre la vegetación.
-Aquí nos amontonaban a los presos que construimos estas carreteras. Nos lo hemos callado toda la vida. Yo he pasado medio siglo invernando como los osos, y ya sabéis que los osos, cuando se despiertan, tienen mucha hambre y están muy activos, ¿no?
Más que un oso, Luis parecía un pajarito: un hombre con boina que no llegaba al metro sesenta, delgado, de movimientos muy ágiles, que achinaba los ojos y acercaba el oído para escuchar mejor. Aquel día de septiembre de 2016 viajó desde su casa en Bilbao hasta Jaizkibel, 250 kilómetros ida y vuelta en el coche de su amigo Valentín, para desvelar una placa entre las ruinas. Hasta muy poco antes de morir con 102 años, viajaba a los homenajes a las víctimas del franquismo, a los desenterramientos de esqueletos en fosas y trincheras, a las mesas redondas para contar su historia de la guerra como voluntario de la Izquierda Republicana, su testimonio del bombardeo de Gernika, la batalla de Elgeta, el frente de Catalunya, la huida a Francia, los campos de concentración, los trabajos forzados, la represión de una posguerra interminable.
-Es que no queda nadie más, así que tengo que venir y dar testimonio.
Hasta que escuchamos a Luis no nos habíamos dado cuenta. Nuestros mejores recorridos ciclistas (Jaizkibel, Erlaitz-Pikoketa, Arkale, Aritxulegi, Agina, Artesiaga...) siguen precisamente las carreteras construidas por los trabajadores forzados de la posguerra: carreteras solitarias, serpenteantes, asomadas al mar, sumergidas en bosques, montaña arriba, montaña abajo, carreteras absurdas por las que apenas circulan coches. Son una maravilla: fueron un horror. Los ingenieros no las proyectaron con ninguna lógica civil, sino con una lógica militar antigua. Entre 1939 y 1945, las nuevas autoridades franquistas construyeron estas carreteras cerca de la frontera con Francia porque temían invasiones y querían rutas para subir a las fortificaciones de la montaña, pasar tropas de un valle a otro, comunicar puestos remotos. Podían permitirse estas obras tremendas porque contaban con mano de obra barata: quince mil presos republicanos en Guipúzcoa y Navarra, a los que castigaban y de paso inculcaban "el hábito profundo de la obediencia", como decían los reglamentos de aquellos batallones. No tenían ningún delito que imputarles, no les hicieron ningún juicio ni les dictaron ninguna condena. Igual que a otros cien mil en toda España, los clasificaron como "desafectos al régimen" y los mandaron a picar piedra a valles remotos. Construyeron carreteras, aeropuertos, ferrocarriles, pantanos y canales, con un beneficio para el Estado de 780 millones de euros, según cálculos de Isaías Lafuente.
Carretera de Aritxulegi y Agina. ANDER IZAGIRRE
Carretera de Aritxulegi y Agina. ANDER IZAGIRRE
-A mí me empujaron con un fusil y me dijeron tira p'alante. Ese fue todo el contrato que me hicieron -contaba Luis.

El absurdo de Jaizkibel

En Lezo, a nueve kilómetros de San Sebastián, arranca la subida a la montaña costera de Jaizkibel. Por aquí han subido los mejores corredores del último medio siglo durante la Clásica de San Sebastián, la Vuelta al País Vasco, incluso el Tour de Francia, por aquí subimos una y otra vez los ciclistas de la zona. Ahora, al pasar ante la placa que inauguró Luis en la primera rampa, ya no podemos ignorar los restos de los barracones de los presos, los almacenes, las cocinas. Nos damos cuenta también de lo absurda que es esta carretera: si ya existe la nacional que va directa de San Sebastián a Irún, ¿para qué sirve este itinerario sinuoso que sube y baja por una montaña despoblada?
Superamos unas rampas duras, con desniveles del 10% y el 12%, hasta pasar a la ladera oceánica de Jaizkibel. Allí subimos ya más suave, asomados a los acantilados y con vistas a casi toda la costa vasca, desde el faro de Biarritz hasta el cabo de Matxitxako. Luego bajamos veloces hacia el fuerte de Guadalupe, el motivo por el que existe esta carretera: una mole de 30.000 metros cuadrados con muros, fosos, búnkeres, baterías, nidos de ametralladoras, patios, túneles, alojamiento para seiscientos soldados y cañones que apuntaban a la frontera francesa, a Hendaia, a la desembocadura del Bidasoa. Lo levantaron en 1900 y enseguida, con el nacimiento de la aviación, ya no servía para nada. Pero los franquistas mandaron a miles de presos a construir la carretera de Jaizkibel solo para disponer de otro acceso hasta esta fortaleza, donde instalaron un observatorio y algunas ametralladoras. Si abrieron la carretera por la vertiente océanica, mucho más abrupta que la vertiente interior, era porque así quedaba oculta y no podían bombardearla desde Francia.
El fuerte de Guadalupe nunca sirvió para nada, que es lo mejor (lo único bueno) que se puede esperar de sitios así. Y la carretera quedó para uso casi exclusivo de ciclistas, montañeros y turistas.
Luis Ortiz Alfau, ante la casa en la que estuvo dos años en Vidángoz. ANDER IZAGIRRE
Luis Ortiz Alfau, ante la casa en la que estuvo dos años en Vidángoz. ANDER IZAGIRRE

El campamento Babilonia

Pasamos de Hondarribia a Irún, donde una pequeña carretera sigue la orilla del arroyo Arantzate hacia el sur. Debería terminarse en la base de las Peñas de Aia, un poderoso macizo de granito, pero allí obligaron a los presos a abrir una subida brutal (cuatro kilómetros al 10%) hasta un viejo fuerte abandonado en la cumbre de Erlaitz, para bajar luego a Oiartzun. En esa bajada está el caserío de Pikoketa, donde las tropas franquistas fusilaron a trece milicianos que defendían un pequeño puesto en la montaña. Un monolito y una placa recuerdan los nombres de las víctimas, muchas de ellas chicas y chicos entre 16 y 18 años. Y casi al final de la bajada, junto al poste kilométrico 1, quedan otros restos muy tenues: unos suelos de cemento entre la hierba. Las viejas fotos aéreas lo confirman: justo ahí estaban los barracones de los presos que construyeron la carretera. A su lado permanecen el caserío Markelainberri y el caserío Babilonia, que dio nombre a este asentamiento de esclavos.
‒¡El campamento Babilonia! -recordaba Luis Ortiz Alfau. Después de un año y medio como trabajador forzado en el valle pirenaico del Roncal, lo destinaron aquí otro año más. A los presos los tenían hacinados en barracas, vestidos con ropas mínimas para resistir las heladas, con los pies envueltos en trapos porque no tenían ni alpargatas. Los despertaban a fustazos, les daban una taza con infusión de cebada y los mandaban a picar rocas y a palear tierra, para abrir el desmonte de la futura carretera. En la pausa del mediodía les servían un poco de caldo con algún garbanzo viudo. Los presos cazaban lagartos para comérselos crudos, robaban las mondas de patata que los vecinos del pueblo echaban a los cerdos, roían los nabos que otros vecinos les dejaban medio escondidos en el camino. Muchos murieron de hambre, de neumonía, de agotamiento. Si no rendían lo suficiente, les daban palizas y los tenían trabajando de noche.
Y así un día y otro día y otro día. Y otro día y otro día y otro día.
‒Nunca supimos cuánto tiempo íbamos a estar allí ‒decía Luis, que era el administrador de la compañía porque sabía llevar cuentas y escribir a máquina, y así se libró de los peores trabajos. Su testimonio es muy valioso porque conoció desde dentro los mecanismos del régimen esclavista: la corrupción de los militares, la reventa de alimentos en el mercado negro, la arbitrariedad con la que castigaban, la impunidad con la que fusilaban a los presos, cuyos certificados de defunción tenía que redactar el propio Luis, disimulando siempre los hechos.
-No sabíamos si iban a ser unas semanas, unos meses o toda la vida. A veces te desesperabas, pero qué ibas a hacer.
Qué ibas a hacer: carreteras.
-Los cocineros preparaban la comida en unos peroles enormes. Un día estaban haciendo el caldo con una pata de vaca. Al acabar, cogieron el hueso y lo tiraron al monte. Entonces salió corriendo un prisionero y se lanzó a por el hueso, a ver si podía chuparlo un poco. Es que nos hacían pasar un hambre horrible. Cogió el hueso, pero casi al mismo tiempo apareció un perro vagabundo, que tendría tanta hambre como él, también se tiró a por el hueso y empezaron a pelearse. Fue un espanto. El perro le destrozó el brazo izquierdo al pobre hombre, le quitó el hueso de vaca y le dejó sangrando, todo el brazo desgarrado. Echaba sangre por todos lados.
Luis se llevaba las manos a las sienes.
‒Todavía tengo pesadillas con aquello. Los gruñidos, el brazo destrozado, toda esa sangre.
Terminamos la bajada cerca del barrio de Gurutze. Desde allí quedan setecientos metros hasta el alto de Arkale, por otra carretera que construyeron los presos para acceder a los túneles y búnkeres excavados en estas peñas, desde las que vigilaban el corredor estratégico San Sebastián-Irún. Aún se pueden recorrer, linterna en mano, si preguntamos en los alrededores y si los encontramos en el bosque cercano a la carretera.

La boca del infierno

El túnel de Aritxulegi. ANDER IZAGIRRE
El túnel de Aritxulegi. ANDER IZAGIRRE
Desde Oiartzun pasamos a Navarra por la GI-3420, atravesando los puertos de Aritxulegi y Agina. Esta carretera recorre 19 kilómetros por unas montañas en las que hay unos pocos caseríos desperdigados, por un trazado sinuoso que se mete en los bosques, que se apoya en muros y contramuros para bajar a los barrancos, que atraviesa un túnel de fama negra. Esta carretera enlaza un pueblo de 10.000 habitantes (Oiartzun) con otro de 2.700 (Lesaka). Y antes ya se podía ir de uno a otro por la carretera nacional del Bidasoa. ¿Hicieron semejante obra para acortar quince minutos el trayecto entre dos pueblos tan pequeños, a través de unas montañas despobladas?
No. Esta carretera es una consecuencia directa de la Guerra Civil. En agosto de 1936, las tropas franquistas bajaban por el Bidasoa hacia Irún cuando se encontraron con que los republicanos habían volado el puente de Endarlatsa, y no tuvieron más remedio que emprender una marcha penosa a través de las montañas para llegar a Oiartzun y de allí a Irún. Comprobaron que la ruta del Bidasoa era muy vulnerable. Así que al acabar la guerra decidieron construir una carretera por aquí, por los pasos de Aritxulegi y Agina, una alternativa para mover tropas entre San Sebastián y el Bidasoa. No tenía sentido civil, nunca tuvo uso militar, pero cuatro mil presos abrieron esta carretera endiablada con pico, pala, dinamita y carretillas.
El túnel de Aritxulegi, justo en la cima del puerto, fue el escenario de los sufrimientos más atroces. Los presos picaban el granito a mano durante horas para colocar algunos cartuchos y avanzar con las voladuras. Testigos de la zona como Xebe Sistiaga explican que debían avanzar sesenta centímetros diarios en la perforación del túnel, bajo amenaza de castigos, horas extra, más hambre. Segundo Pagadizabal, un carretero que vio a Franco cuando vino a inaugurar el túnel en 1948, recordaba cómo a veces llegaba algún esclavo a su caserío:
-Venían medio muertos, muy pálidos, arrastrados. Les dábamos un poco de queso y un trago de vino, y resucitaban. Si encontraban por ahí un nabo, lo pelaban y se lo comían crudo. Hasta las mazorcas de maíz se las comían crudas: crac-crac-crac…
En Oiartzun abundan los recuerdos de aquellos trabajadores fantasmagóricos que pululaban por la montaña, hambrientos, descalzos, sufriendo tifus, sarna, tuberculosis, arreados a fustazos monte arriba y monte abajo. Cuando uno de ellos se fugó, los militares escogieron a siete al azar y los fusilaron. Bajaron los cadáveres en camillas improvisadas con dos palos y una manta. Los cuerpos se bamboleaban monte abajo, recordaba el vecino Joxe Maia, y así los llevaron hasta el cementerio de Rentería. Sus actas de defunción están en el Ayuntamiento.
Habrá pocos tramos más dulces para pedalear que esta carretera de los esclavos: la bajada de Aritxulegi hasta el embalse de Endara, la subida de cuatro kilómetros por el hayedo hasta el alto de Agina, la bajada curveante hasta Lesaka. Quien sigue una huella debe un agradecimiento. Los ciclistas que recorremos esta carretera deberíamos, por lo menos, contar su historia.
Escultura de Mikel Iriarte en Artesiaga.  ANDER IZAGIRRE
Escultura de Mikel Iriarte en Artesiaga. ANDER IZAGIRRE

El camino injusto

De Lesaka a Irurita, remontamos el Bidasoa. Primero entre las montañas que estrechan el valle, luego por un paisaje más amplio, un oleaje de colinas verdes, bosques, arroyos, maizales, palacios de piedra rosada, caseríos blancos desperdigados en las praderas como dados lanzados en un tapete. En Irurita empieza otro tramo ideal para ciclistas: los 27 kilómetros hasta Eugi a través del puerto de Artesiaga, otro trabajo de esclavos.
La carretera sube dulce, con alguna rampa dura, con descansos, con vistas cada vez más altas sobre el valle verde, los caseríos blancos, el bosque oscuro. Poco antes de llegar al collado, en un montículo al borde de la carretera instalaron en 2009 unas planchas y barras de acero corten: es una escultura de Mikel Iriarte, titulada Bidegabeko bidea (El camino injusto). Parece hermoso, quizá demasiado optimista, que en euskera "injusto" se diga "bidegabea": literalmente, "sin camino". Un panel recuerda que 1.756 presos construyeron esta carretera entre 1939 y 1941, y que otros 3.463 trabajaron en las fortificaciones del Baztán. El vizcaíno Francisco Barrena asistió a la inauguración de la escultura y contó que pasaron hambre, frío y mucho dolor, que los castigaban por cualquier cosa, que por ejemplo les hacían cavar un agujero y luego rellenarlo, o que les colgaban al cuello sacos con diez kilos de piedras y que se pasaban la jornada entera trabajando con esa carga que los destrozaba, que pasaban tanta hambre que una vez, en invierno, bajaron hasta el pueblo porque alguien les dijo que había una gallina muerta, y que allí la encontraron, entre la nieve, y se la comieron.
Al día siguiente de la inauguración, la escultura amaneció chorreando pintadas negras. Las firmaba Falange Baztán, proclamaban varias veces "Viva Cristo Rey" y dejaban una serie de amenazas en un euskera apretado: "39n irebazi giñun ta beti irebaziko" ("ganamos en el 39 y siempre ganaremos"), "Rojos kontuz ibili" ("rojos, andad con cuidado"). La limpiaron y ahora aparece bien cuidada. Quizá sería buena idea incluir una foto de aquel ataque en el panel informativo al borde de la carretera, porque los autores de las pintadas negras completaron de manera involuntaria pero muy efectiva el mensaje de la escultura: la justicia, la necesidad, la actualidad de la memoria.

Epílogo hasta Pamplona

El pueblo de Eugi, en la orilla de un pantano, a los pies de los bosques del Quinto Real, es un destino estupendo para terminar el recorrido. Si queremos completar la etapa hasta Pamplona, poco después de Eugi podemos tomar la pequeña carretera NA-2520, otra obra de los trabajadores forzados, para cruzar el alto de Egozkue y bajar a Olague. En la periferia norte de Pamplona, una carretera bacheada sube desde Artika hasta el Fuerte de San Cristóbal, en la cumbre del monte Ezkaba, donde hacinaron y maltrataron a cientos de presos republicanos. El 22 de mayo de 1938 emprendieron una fuga extraordinaria que terminó en masacre: de los 795 escapados, los guardias y militares asesinaron a más de doscientos en las siguientes horas y días, detuvieron a todos los demás y solo tres se salvaron pasando a Francia tras una caminata de varias jornadas.

diumenge, 7 de juny del 2020

Muertes, presos republicanos y una obra monstruosa: la historia de la Engaña, el túnel de tren abandonado en Cantabria.


https://www.publico.es/actualidad/tunel-engana-muertes-presos-republicanos-obra-monstruosa-historia-engana-tunel-tren-abandonado-cantabria.html


El Túnel de la Engaña, que iba a formar parte del eje ferroviario Santander-Mediterráneo, fue abandonado sin llegar a albergar la doble vía que estaba prevista para atravesarlo


El túnel de La Engaña.- EFE


El túnel de La Engaña.- EFE




Un trampantojo en mitad de la nada.
Todo es verde, apenas motitas de gris aquí y allá por donde asoman tejados de pizarra. Monte y más monte, una línea que serpentea a lo lejos y por la que, cada mucho rato, bajan reflejos de parabrisas muy lentos. Huele a hierba, a humedad, a riachuelos que arrastran hojas y dejan dulzor metálico en el paladar si pasas mucho tiempo sentado a su orilla. Castaños, salces, alisos en las sombras, algunas cagigas. El reino del silencio.
Y lo demás.
Allí, en mitad de un cuadro de Friedrich, surgen visiones extrañas. Ruinas comidas por las enredaderas. Explanadas donde únicamente debería haber sendas angostas, pindias, charcos de barro.
Es difícil resistir la tentación. Caminar, ver qué hay. Avenida de París trasplantada a este apartado rincón de los Montes del Pas. Ligero ascenso. Pronto nos encontramos con la boca de un túnel, cortito. Luego otro, y otro más, y un cuarto. A derecha e izquierda hay vestigios, recuerdos de un pasado que no llegó a ser. Casas, edificaciones, torres, muros de contención. Y, tras unos minutos, él.
Él.
Abre su boca enorme como esas ballenas que nadan en los bosques de Miguelanxo Prado. Dormido. Los ojos apenas pueden atisbar más allá de unas docenas de metros. Después, negrura. Pies que avanzan por sí mismos, buscan la historia, son completamente autónomos. Pocos pasos… y nada. Encima de nosotros toneladas de piedras, de raíces, de bardas, helechos y sapos. Encima de nosotros, el mundo. El camino se adentra, como una lengua entumecida, casi siete kilómetros. En aquel lugar imposible que casi parece un no lugar.
Sea usted bienvenido al Túnel de la Engaña.
- Hombre, yo desearía ver venir el tren, con lo que trabajamos allí…
Manuel Pelayo Revuelta tiene 96 años y sonríe con los labios así, un toque de picardía que no se va a perder nunca, supongo. Yo intento sonreír con los ojos, que es como se hace en estos tiempos de máscaras y virus, pero no sé si me sale. Él sigue a lo suyo. Desgrana recuerdos. Memoria prodigiosa, un hablar calmo, de voz bajita. Menudo, rostro de pasiego. Su hijo está apoyado en el quicio de una puerta. Tez morena por el sol (es época de segar ahora, dalle al hombro y olor a hierba atropada), ojillos vivos y expresión de quien ha escuchado ya esas historias pero no le importa volver a oír.
Entre ambos, entre el padre y el hijo, hay un cuadro. Una composición con retratos en blanco y negro. La abuela, el abuelo, Manuel, sus 14 hermanos. Otros dos trabajaron también allí.
Allí.
En el túnel.
A priori parecía una buena idea. Lo del Santander-Mediterráneo. Comunicar el pujante puerto del Cantábrico nada menos que con Sagunto, salida al Mare Nostrum. Comunicar, también, Cantabria con la Meseta a través de una nueva vía férrea, una que evitase la salida clásica por Reinosa y, adicionalmente, las elevadas tarifas de la Compañía del Ferrocarril del Norte. Sí, podía funcionar. El asunto se va barruntando desde finales del siglo XIX, aunque su aprobación no tuvo lugar hasta el año 1913. Entre unas cosas y otras (el tema de la Gran Guerra traía el futuro bastante inestable), la cosa no se abordó seriamente sino en 1925. Y lo hizo, claro, por la parte más fácil.

El túnel de la Engaña.- EFE
El túnel de la Engaña.- EFE

Para 1930, después de que las obras avanzasen a buen ritmo, se había abierto el tramo entre Calatayud-Ribota y Cidad-Dosante, Zaragoza y el norte de Burgos. Más de 350 kilómetros. La cosa pinta bien. Pero quedaba lo más complicado. Entrar a Cantabria, salvar la Cordillera. Por la zona pasiega, concretamente. Tarea titánica. Cinco años después se aprobó el trazado definitivo, ese que haría desembocar el tren en Vega de Pas a través de un enorme túnel de casi siete kilómetros de longitud. El más largo de su época. Le dijeron Túnel de la Engaña, que es como se llamaban los montes que debía horadar.
En cinco años se concluyeron 363 kilómetros de vía férrea. Otros veinte no bastaron para completar los 60 que restaban.
Manuel vivió las tres épocas en la construcción del Túnel de la Engaña. O, más correctamente, de todo el tramo que surge, que aun hoy surge, en los alrededores de Yera. Que no solo fue el túnel famoso. Hasta otros cuatro picaron, a puro músculo, aquellos hombres. El Majoral, El Empeñadiro, El Morro y El Morrito. Precisamente la familia de Manuel tenía una finca que se llamaba El Majoral, junto a la obra, y allí una pequeña cabaña donde dormía nuestro protagonista tras la jornada de trabajo. Ocho horas diarias, de lunes a sábado, recuerda. Aunque normalmente se hacían nueve o diez, hasta a las doce llegaban. Eso sí, siempre cobradas, ¿eh?.
Pero hablábamos de los distintos momentos. Él entró a trabajar en la obra del Santander-Mediterráneo en 1941, un par de años después de acabada la guerra civil. En aquel tiempo como empresa adjudicataria aparecía la Sociedad Anónima de Ferrocarriles y Construcciones ABC (iniciales de su fundador, Ángel Bau Caso). Corporación privada, vínculos muy fuertes para con el nuevo régimen, claro. Sueldos bajos, condiciones infrahumanas. No llevaron luz hasta las bocas a excavar, por lo que el trabajo tenía que hacerse tirando de compresores abastecidos con gasoil. Menos eficaces, menos potentes. Una pesadilla.
En 1950, y ante la incapacidad de ABC (luego volveremos a esto) la obra es transferida a Portolés y Compañía, una constructora aragonesa que subió los salarios y modernizó, en parte, los medios de aquellos tipos curtidos en frío y madrugón. Ahora ya podían tener compresores eléctricos, por ejemplo.
Entre medias, el tercer momento. Con tantos desconocidos, tan extraños, venidos de tan lejos.

Los presos

"Yo sí creo que aquel ferrocarril pudo tener sentido, al menos como tren de mercancías". Hablamos con Víctor y Javier Gómez, dos hermanos pasiegos que se van turnando en la palabra, completando el uno las historias del otro y viceversa. Ambos mezclan erudición y memoria personal para contarnos cosas sobre el Túnel, sobre la época, sobre posibilidades y desventuras.
Que era una obra rara. Por su tamaño. Y, sobre todo, por el lugar. Una pirámide en mitad del monte, un área casi inaccesible, malas comunicaciones hasta hace pocos, muy pocos años. Fotografía descontextualizada, por así decir.
"El problema", continúan, "es que aquel último segmento del Santander-Mediterráneo se dividió en diez tramos, y únicamente se iniciaron los trabajos en seis. Por eso resultó tan sencillo dejarlo de lado cuando vinieron las dificultades. Si se hubiesen empezado todos a la vez el ferrocarril habría llegado a pasar por aquí". Quedaron únicamente cuarenta kilómetros por construirse. Ya casi cuatrocientos rematados. Cuatrocientos kilómetros de doble vía, atravesando la meseta castellana, sí, pero también algunos de los paisajes más agrestes, más desconocidos, de toda la Península Ibérica. Allanando tierras que llanas nunca habían sido. Arrancando, cachito a cachito, verrugas a las rocas.

Mudos

El cambio llegó en 1942, cuando trajeron hasta la Vega de Pas presos republicanos para trabajar en régimen de redención de penas. Convivieron durante unos años con los obreros libres. Los segundos eran casi todos pasiegos, de los primeros no lo era ninguno. Chicos jóvenes, fuertes, provenientes sobre todo del sur. Andalucía, Extremadura, Murcia.
Eliminen tópicos. En contra de lo que pudiera parecer, aquellos "rojos" estaban bien considerados por la empresa ABC. Al menos en la teoría. "Es porque era gente preparada", nos cuenta Víctor. Ingenieros, peritos, personas con experiencia que venían a complementar lo que aquí faltaba. Mucho tesón, poca idea de cómo meterle mano a esas peñas que se llevan viendo desde niño, que uno piensa eternas.
Sufrir sufrían, cómo no. Por las privaciones, por el clima. Los andaluces temblaban como pajarillos, indefensos ante la lluvia, ante la humedad perpetua que aquí se disfraza de niebla y deja gotitas esféricas en el vello de los brazos. El interior del túnel era peor, claro. Polvo, bocas y narices que aspiran polvo con olor a muerte. Qué le vas a hacer. Cada día trabajado redimía dos de pena. Tirar hacia delante.
Eso sí, con el mismo jornal que los trabajadores libres, no se crean. Aunque tiene truco. Ese dinero iba casi íntegro para la Jefatura del Servicio Nacional de Prisiones, que era quien debía suministrarla después al reo. Ya ven, qué risa. La propia empresa recibía una fracción de la suma, y proporcionaba otra, más pequeña, al cautivo. Para gastos.

Vista de la estación de Yera, en la parte cántabra del túnel de la Engaña, construido a mediados del siglo pasado por presos republicanos y habitantes de la Vega de Pas (Cantabria), que iba a formar parte del eje ferroviario Santander-Mediterráneo y que f
Vista de la estación de Yera, en la parte cántabra del túnel de la Engaña. EFE

Lo podían invertir en la Vega de Pas, porque vivían y circulaban libremente por allí. Bueno, todo lo libremente que permitía la época, claro. Los reclusos dormían en las antiguas escuelas que levantó en su pueblo Enrique Diego-Madrazo, pasiego, uno de los médicos (y filántropos) más importantes de España. Krausista convencido, de esos que intentaron llevar cultura, educación y sanidad hasta el último rincón de su tierra. Paradójicamente, en aquel tiempo el doctor Madrazo estaba en la cárcel, tras ser denunciado al principio de la guerra civil. Cuando contaba 86 años y estaba prácticamente ciego. Solo le dejarían salir unas semanas en 1942, para morir.
En la actualidad, ruinas de esas escuelas se pueden contemplar a las afueras del pueblo. Muros comidos por la hiedra, ortigas altas como un niño que erizan la piel solo de mirarlas. A veces el paisaje se pone de lo más simbólico.
Y las fugas. ¿Las fugas? Carlos Cobo (pasiego también él, de San Roque de Riomiera, a los de su familia les llamaban Trompones) me había contado una historia casi de novela, una que habla de huidas nocturnas, presos saltando bardas y coronando collados en luna nueva, caminares apresurados cumbre tras cumbre hasta llegar a Francia. Le pregunto a Manuel Pelayo sobre eso. ¿Alguien se fue, usted recuerda? Él niega, primero con la cabeza, luego en palabras. Pero interviene el hijo. Sí, hombre, aquello que contaba siempre mamá. Algunos se iban. Les decían que iban a ser trasladados a otro lugar, a otra obra, y ellos, claro, desconfiaban. Por si en vez de hacer pantanos acababan tirados en cunetas. Aprovechaban las noches. Tierra de contrabandistas ésta, agreste y peligrosa para el forastero. Caminos que conocen unos pocos, hoces que se deben atravesar solo en ciertas fechas. Quién sabe. Salvar el pellejo. Quién sabe.
Hoy en día no queda vivo ninguno de aquellos presos (se calculan unos 700 en total) que un día estuvieron haciéndole cosquillas a las montañas en el Pas. El último se llamaba Pepe, era de Mazarrón, y falleció con casi cien años.
A veces los números no sirven de nada. Son fríos, rigurosos, incapaces de entender las manos hormigueando temprano, cuando una neblina espesa alfombra las fincas del valle.
Pero otras veces, sí. Otras los datos dibujan contornos precisos, trazan cartografías que, de lo contrario, serían inaprehensibles. Como ocurre con el túnel.
La idea era, ya dijimos, horadar la montaña. Entre Valdeporres y Yera. Las Merindades burgalesa y el valle cántabro del Pas. Un agujero casi recto, pequeña curva al final. O al principio, depende de por dónde usted comience el camino. Anchura de ocho metros, altura de seis y medio. Una auténtica autopista, perfectamente preparada para dos vías, para que los trenes pudieran cruzarse, estruendo sobre silencio, en la oscuridad que no cesa. Casi siete kilómetros de longitud (el dato oficial nos habla de 6.976 metros). Durante mucho tiempo será el túnel ferroviario más largo de España… solo que por allí jamás pasó ningún tren.
Por cierto, la proporción fue casi exacta entre ambos lados. Desde el sur perforaron 3.500 metros, por el norte llegaron a los 3.476. Unos 600.000 metros cúbicos de tierra, piedras, lombrices, arañas y fango se arrancaron directamente desde las tripas de esa montaña con expresión de asombro. Sacados vagoneta a vagoneta.
Las únicas que circularían por el Túnel de la Engaña.
"Yo entré allí con dieciséis años", nos dice Manuel, "y pude hacerlo de obrero. Un amigo mío, al que llevaba solo unos meses, aun no los había cumplido y tuvo que empezar como pinche". Hasta de catorce había allí. Llevando botijos con agua, subiendo alimentos, cargando recados y fardos entre la Vega y aquel rincón perdido en mitad del verde.
Era Manuel ayudante de martillero. Vamos, que estaba en primera línea del trabajo. Duro, extenuante. ABC prácticamente no llegó ni a empezar La Engaña, pero sí concluyó las obras anteriores. Los otros cuatro túneles, la estación, el aplanado de un terreno que antes eran camberas, légamos por donde solo hollaban pezuñas de mulas y vacas. Picando casi a mano. Labor extenuante.
Luego, cuando hubo que mancillar la gran montaña, proceso distinto. Lo primero, abrir una pequeña brecha en la parte superior de lo que acabaría siendo la boca. A eso le llamaban el avance, y en esa grieta introducían las pegas… cartuchos de dinamita, para entendernos. Más tarde llegaba la destroza, que consistía en limpiarlo todo, ensanchar, rematar. Laborioso, día a día. Enfermedades de mineros donde ni minas hubo. Algunos, asturianos y leoneses que habían llegado a la Vega atraídos por una obra parecida a la que ellos desempeñaban en sus casas, encontraban similitudes. Mira ese cómo respira, mira qué ruido hace aquel al toser.
"En el interior del Túnel solo trabajaban los solteros", me cuenta Manuel Morueco. "Se cobraba más pero a la larga era peor". Manuel Morueco tiene 77 años y viven en Higuera de las Dueñas, un pueblecito de Ávila. "Pero vuelvo mucho a la Vega de Pas. Allí hice la primera comunión. Y allí están enterrados mis padres". Miguel estuvo en la obra durante cuatro años. Tornero fresador. Catorce primaveras tenía cuando aprendió el oficio en el pequeño taller construido junto al Túnel. Aprendiz de noche: "Por el día todos los tornos estaban ocupados y no podían enseñarme". Su padre era encargado en La Engaña. Hasta febrero de 1959. Una explosión, un derrumbe, una desgracia. A Manuel lo pilló trabajando de noche, y no le comunicaron la desgracia hasta que acabó su turno, a las ocho de la mañana. Se había convertido en el hombre de la casa, el mayor de seis hermanos.
Por aquel entonces había brotado casi un pueblo nuevo junto a la boca del Túnel, porque bajo Portolés los obreros fueron fabricando sus propios edificios. Barracones, un refectorio, una capilla, incluso escuela, bar y frontón. Allí, al lado de la piedra que bosteza, los niños acudían a clase, las mujeres tendían la ropa, los hombres bebían y apostaban. Y, ¿cuánto ganaban, señor Pelayo? Él no recuerda, pero José Manuel, su hijo, sí. Aun mejor, esboza a una sonrisa, sale, vuelve al momento cargado con un fajo enorme de papeles. Mira, mira. Son los jornales, las cartas de pago. Todas, perfectamente ordenadas más de medio siglo después. Con cuidado, papel quebradizo que amarillea. Año 1956, sobre las 350 pesetas cada quince días, 700 mensuales. En aquel entonces el periódico costaba una peseta.
Momento de esplendor, paradójico, para la Vega de Pas. Jóvenes y familias con perras frescas. Tabernas y comercios, también las ferias. En esos años se incrementó mucho la población de este rincón diminuto. Por encima de las dos mil almas. Hoy no llegan a ochocientas. El pueblo que fue y ya no es.
Víctor inicia una tonadilla, rebusca en su memoria, no sabe continuarla. Manuel Pelayo lo mira con ojos traviesos, habla en voz bajita, como lo hace él, apenas necesita entonar.
"La Vega ya no es la Vega. / La Vega es medio Madrid. / Antes tenía el camino viejo / y ahora el ferrocarril".
Todos sonríen. El aire sabe a otro tiempo.
La empresa ABC abandonó los trabajos en 1945. Factores económicos, dijeron. Era un eufemismo, aunque no una mentira. El 9 de octubre de aquel año se decretó un indulto "a los condenados por delito de rebelión militar y otros cometidos hasta el 1º de abril de 1939". O, dicho de otra forma, ya no se iban a poder usar presos políticos en los trabajos del túnel, y aquello rentaba menos. Además, el tema era más complicado de lo que parecía al principio. Humedad, mal tiempo, metros y metros de nieve en algunos días de enero o febrero, los ojos que se entrecierran cuando miras el manto blanco brillando ante ti. No, mejor lo dejamos, tal cual. Encantados de haberles conocido. Pelillos a la mar.
No será hasta 1950 cuando este encargo será transferido a Portolés y cía. Manos a la obra apenas un año más tarde. Aumentan el ritmo de trabajo, la tierra cede ante explosiones, picos, desescombro. Algunos dicen que esa velocidad trajo consigo un empeoramiento en los materiales. Origen del deterioro posterior.
Eso y el abandono, claro.
Inicialmente el proyecto debía concluirse en 52 meses. Al final tardó casi 18 años, porque somos así. No nos asustemos, que los ferrocarriles en el siglo XIX tenían retrasos aun más gordos, oigan.
Fue el 26 de abril de 1959 cuando las dos cuadrillas (la que picaba desde Cantabria, la que hacía lo propio a través de Burgos) se encontraron. Debió ser cosa emocionante, sin duda. También inútil. Ese mismo mes el Estado decidió suspender el proyecto Santander-Mediterráneo. Que se siguiera trabajando allí aun dos años para completar el túnel hasta dejarlo completamente operativo (pero sin operatividad) es algo que no deja de sorprender. Que para celebrar esa conclusión organizasen una cena con prebostes, empresarios y damas de alto copete en la que se fumaron puros y se cerraron negocios (de humo) entre promesas (falsas) sobre el tren es algo que, desafortunadamente, nos resulta más familiar.
"Tanto trabajo, tanta mala leche, la gente que murió… para nada", dice, casi para sí, Manuel Morueco.
Quedaban aun unos cuarenta kilómetros por construirse, aquellos que habrían de comunicar la estación de Yera con Sarón. Con (más) túneles, algunos incluso ya marcados, aunque jamás llegaron a excavarse. Otra obra monstruosa que incluía horadar la base del puerto de La Braguía, entre Vega de Pas y Selaya, para abrir una cavidad que se iba más allá de los dos mil metros.
Por mucho que excaves siempre quedan galerías por hacer, según parece.
Hasta hace unos años, el túnel se podía pasar. A pie, en bicicleta. Con cuidadito, una linterna adecuada, mirando dónde ponías los pies. Era camino relativamente transitado por montañeros, deportistas, adolescentes ansiosos de emociones fuertes. Casi rito iniciático, si quieren. Más atrás algunos, los pasiegos, los que lo conocían, hacían uso de La Engaña para evitar el temido Puerto de El Escudo. En invierno, cuando la nieve y las nieblas y las heladas que te dejan sin frenos a la altura de Bollacín. Hasta camiones cruzaban, dice Javier, allá por los años setenta.
"El sitio tiene un gran potencial turístico", nos cuenta Víctor. En la boca sur hay una especie de parque de aventuras que aprovecha las espectaculares ruinas que allí existen. Y, si se volviesen a conectar los dos municipios, Vega de Pas y Merindad de Valdeporres, se podría habilitar un tren eléctrico orientado al turismo, quizá con alguna intervención en el interior de la estructura que contase la historia fascinante de cómo surgió aquello. Un viaje, también, entre dos paisajes. De la meseta a los valles de Cantabria, de un mapa donde la tierra amarillea a otro que huele a helechos y lluvia recién caída. Es difícil, porque la bóveda está muy deteriorada, y todo eso reclamaría una inversión altísima que, actualmente, nadie parece inclinado a arriesgar. Pero las ideas surgen por doquier.
Actualmente pasar es imposible. Un desprendimiento en 1999 (y otro posterior en 2005) han cegado el túnel. Aunque no del todo. Allí, al fondo, en la parte superior, se puede ver cómo asoma una lengua de luz.
El último recuerdo de dos mundos que una vez estuvieron conectados.