Rubén Pérez Trujillano
Universidad de Granada
El libro Jueces contra la República: el poder judicial frente a las reformas republicanas (Dykinson, Madrid, 2024) analiza el tratamiento dispensado por la administración de justicia a algunas de las reformas más emblemáticas de cuantas se adoptaron durante la II República española. Para ello su autor, Rubén Pérez Trujillano, realiza un análisis exhaustivo de jurisprudencia y otras resoluciones judiciales, fiscales y gubernativas basándose en el rastreo de archivos históricos (judiciales, ministeriales, eclesiásticos, municipales, etc.) que ofrecen testimonio de las prácticas institucionales tanto a escala central como periférica.
El capítulo I trata sobre la oposición judicial a la secularización del Estado. Para ello, examina algunas reverberaciones judiciales de la relación entre Iglesia y República, tal es el caso de la contestación de los jueces a los crímenes cometidos tanto por elementos del clero como por elementos anticlericales. El capítulo II analiza el modo en que se interpretó la organización territorial del Estado contemplada por la Constitución de 1931. Se verá, pues, una línea de intervención judicial sobre los consensos básicos que cimentaron la República y que ensamblaban dos de las cuestiones más urgentes y apremiantes afrontadas por el nuevo régimen: la agraria y la regional. El capítulo III aborda una de las facetas que hacían de la justicia un cuerpo clasista y reacio a las exigencias del Estado de derecho. En efecto, el estudio de la detención gubernativa permite vislumbrar un sistema judicial poco o nada interesado en subordinar la acción del gobierno a la ley siempre que dicha acción se dirigiera a castigar las amenazas al orden social tradicional. Por último, el capítulo IV hace de una de las mayores innovaciones jurídicas y jurisdiccionales alumbradas por la República su objeto de estudio. La controvertida Ley de vagos y maleantes introdujo categorías y directrices de nuevo cuño en el ordenamiento jurídico español, como la noción de “peligrosidad social”. Este capítulo pone de manifiesto cómo fue recibido, asumido y redirigido semejante instrumento por los jueces para, de paso, calibrar su impacto nocivo en el estatuto ciudadano y, a fin de cuentas, adverso a los objetivos pretendidos por el legislador y el constituyente.
En definitiva, la investigación se vale de una metodología inductiva sólidamente asentada sobre una labor a ras de archivo para extraer las tendencias aplicativas e interpretativas verdaderamente operativas en el aparato judicial en un momento clave de reforma normativa e institucional como fue, sin duda, los años en que se produjo por primera vez la implantación del Estado constitucional en España. De este modo, queda al menos parcialmente cubierto el hueco bibliográfico existente en nuestro país con respecto a otras experiencias similares, como la de la Alemania de Weimar, la italiana o la de la I República portuguesa, que gozan desde hace tiempo de una literatura especializada acerca de la tensión entre creación y aplicación del derecho bajo la vigencia de regímenes democráticos socialmente comprometidos.
A continuación reproducimos el apartado final de Jueces contra la República, cuya lectura íntegra está disponible en el siguiente enlace: https://hdl.handle.net/10016/43768. Invitamos a su lectura.
Reflexiones finales
Es difícil saber si Paul Klee, al trazar el Angelus Novus sobre el papel, acarició alguna de las ideas que poco después desarrollaría Walter Benjamin en torno a su obra. Seguramente no. Sin embargo, nadie puede contemplar hoy el dibujo de 1920 sin pensar en el “ángel de la historia”, aquel ser que, en el mismo instante en que la fuerza del progreso lo obligaba a marchar hacia delante, hallaba en el pasado, fugazmente, un doloroso amasijo de ruinas y cadáveres. “Bien le gustaría detenerse –declaró Benjamin en su tesis IX–, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado”[1]. No lo logrará.
Tampoco parece probable que Marga Gil Roësset divagara sobre el poder de los jueces y la salus populi cuando dio a la imprenta los dibujos que adornan un hermoso libro que, por cierto, reclama una reedición: El niño de oro[2]. Escrita por su hermana Consuelo y alumbrada el mismo año que el Angelus Novus, es imposible que esta narración fantástica supiera algo de cuanto iba a suceder en la España de los años venideros. Lo cierto es que ni siquiera Marga conoció los acontecimientos que se desencadenaron más allá de 1932, ya que fue ésta la fecha en que se suicidó angustiada –suele reconocerse– por un amor no correspondido, el del poeta Juan Ramón Jiménez[3]. Quizá Consuelo examinase de manera muy distinta las viñetas de su hermana muerta a raíz de la primavera huracanada de 1931 y todo aquello que la genialidad de Marga se conformó con, sencillamente, augurar. Pero –admitámoslo– todo esto parece imposible.
Y, pese a ello, hay una lámina de Marga Gil Roësset que trata de la II República. Se ve en ella a un tribunal. El estereotipo despeja cualquier duda: los señores visten togas con sus correspondientes puñetas y ciñen pelucas al estilo británico. No hay espacio para la alegoría, están perfectamente identificados como lo que son. Todos aguardan la muerte de la muchacha que yace en una cama, es verdad, mas hay matices. Aunque topamos de frente con un séquito bastante homogéneo, se aprecian ligeras diferencias en las expresiones faciales de los jueces.
Uno de ellos, en el centro de la imagen, toma el pulso a la joven. El juez “principal” lleva a cabo una tarea importante. Ya sea para certificar el fallecimiento o para marcar la cuenta atrás, sigue los minutos con calma, con atención, con gélida indolencia, mientras observa fijamente su reloj de bolsillo. Los demás jueces tampoco apartan la mirada de la moribunda salvo uno, al fondo, que interpela al espectador con cierta jovialidad bien disimulada. Está disfrutando de la escena. Un tercer juez se inclina sobre el lecho sin molestarse en ocultar su impaciencia. ¿Por qué tarda tanto en exhalar su último aliento? Detrás de él destaca otro juez. Al igual que un quinto, situado más a la diestra, no transmite regocijo ni expectación. Si acaso no lo desean, el desenlace les resulta indiferente; no les afecta en absoluto. Otro par de jueces completa el tribunal. De ellos, tan solo uno deja escapar lo que podría interpretarse como un gesto de preocupación, quizá hasta de resignación. Resta el enfado del séptimo juez, a quien le desespera la terquedad con que la desahuciada se aferra patéticamente a la vida. Puede vérsele en el extremo derecho.
La joven mujer abre sus ojos pálidos y resecos al infinito. Es la república, en minúsculas. Una niña chiquita cuelga horrorizada de su brazo, cansado y vencido. Es el progreso, o acaso una tierna revolución en la infancia, que señala con espanto al espectro femenino, joven y tenebroso, que acecha al pie de la cama: la reacción, o acaso la tradición. El tribunal de justicia, ora impávido, ora cómplice, elude la fatal amenaza que se aproxima a la joven con paso firme y cierta cautela. Sigue a lo suyo, puede que complacido con el destino. Ante todo, ambiciona concluir un expediente que presumimos de larga data.
La obra de Marga Gil ilustra la historia de la República que ha ocupado a estas páginas. Los jueces son protagonistas, sin serlo, durante el período 1931-1936. Activamente militantes o insultantemente ingenuos, deliberadamente negligentes o trágicamente incapaces, su intervención dificultó de forma objetiva y sistemática el proceso de implantación y desarrollo del Estado constitucional en España, con todo su elenco de reformas. Aquí se han abordado algunas de signo territorial, social, secular, cívico y ético, proporcionando una muestra representativa acerca del rol desempeñado por el aparato judicial. Si el Angelus Novus de Paul Klee ansiaba resucitar a los muertos, los jueces de Marga Gil hubieran querido que la muchacha expirara. O no. Desde luego, no deseaban que sobreviviera.
El poder judicial tomó una parte activa en la crisis del Estado constitucional que –no se olvide– fue la República. Como nos recuerda Daniel J. García López, la palabra “crisis” reviste al menos tres significados. De acuerdo con su origen griego, krísis es separar y también es decidir. Decidir acerca de la salud, es decir, acerca de la vida y la muerte. Decidir lo que es justo o injusto; en otras palabras, organizar y conservar un determinado orden terrenal, el de la polis. Decidir, en fin, lo más gravemente trascendente, esto es, la salvación o la condena en el juicio final[4]. Ahora sabemos que los jueces representados en el dibujo de Marga Gil Roësset no se limitaban a presenciar un hecho, llámese epopeya o tragedia. Su presencia no es superflua. Hay algo más, una acción judicial absolutamente esencial.
Ese acto que comenzamos a intuir en los jueces no consistió en constatar o en dar fe de la crisis. Los jueces retratados por Marga Gil no se limitan a sujetar un reloj a la espera de acontecimientos; ni siquiera a la espera del acontecimiento. Al contrario, en la obra de arte y en el documento histórico, los jueces diagnosticaron la desestabilización de un orden sustancial y sustraído a la ley democrática y a la Constitución normativa, a las que en gran medida imputaron la causa de la enfermedad. Los jueces plantearon un método de resolución de la crisis adoptando la decisión de condenar a muerte y a algo más: el derribo de la República trajo, guerra y exterminio mediante, un régimen apocalíptico, vale decir, una dictadura totalitaria. Tales son los ángulos médico, judicial y teológico desde los que cabe observar la obra de 1920 y, por extensión, la intervención de la judicatura entre 1931 y 1936.
Según la coyuntura específica y los agentes involucrados[5], el boicot judicial a las reformas republicanas pudo ser más o menos intenso, más o menos severo, más o menos discreto, más o menos sutil. Pero no hay duda de que, al hilo de las problemáticas estudiadas en este libro, las actuaciones judiciales manifiestan una tendencia jurisdiccional a contrarrestar los fundamentos y fines de las reformas emprendidas por la República poniendo en solfa, a la vez, sus bases constitucionales. Ese comportamiento sistemático deja entrever una seña de identidad de la judicatura, un signo sistémico acreedor de un sistema de poder preconstitucional resistente al Estado constitucional. Atendiendo a Bernd Rüthers, hay “un asunto esencial” en los oficios de jurista y juez que pivota sobre “su relación con el sistema de valores subyacente al ordenamiento jurídico”. De ahí que sea imposible “una jurisprudencia apolítica, ideológicamente neutral y éticamente libre de valores”[6]. En el caso español de 1931-1936, se constata una relación conflictiva entre los cambios impulsados por el nuevo régimen –e involucrados en el mismo– y la acción de los jueces y magistrados. Fue la suya una jurisprudencia política y éticamente –en muchos casos– contraria a la República.
Puede que el problema estribase, más que en una agenda ideológica consciente, en el hecho de que la mentalidad, la cultura y el hábito de la judicatura no evolucionaron al ritmo de las mentalidades colectivas, las actitudes políticas y los compromisos constitucionales sobre los que se alzó la República. Mucho podría decirse y algo se ha dicho al respecto[7]. Empero, esta dimensión del asunto, sin ser irrelevante, se revela momentáneamente como secundaria por dos razones. La primera es que, como observó António Manuel Hespanha, la división social del trabajo en la clase dominante –en la que se insertan los jueces y magistrados– no suele coincidir con la plasmación estrictamente política de su voluntad. La práctica jurídica tiende a expresar la voluntad de la clase dominante sin necesidad de que la guíe una concreta determinación política, por hallarse inmersa en una racionalidad profesional y por discurrir bajo una lógica concreta de estratificación social[8]. La idea de “justicia de clase” acuñada por Karl Liebknecht hacia 1907 se refería a ese haz de prácticas y experiencias judiciales caracterizadas por su adhesión a un concreto sistema de estratificación, con o sin consciencia de ello[9]. En pocas palabras, el partido judicial existe sin necesidad de partido político.
En segundo término, la dimensión cultural, psicológica y sociológica del conflicto entre jurisdicción y República posee un carácter secundario a poco que comprendamos cuál es su dimensión central, a saber: las repercusiones concretas y finales de la acción judicial sobre el conjunto de las relaciones sociales y jurídicas de poder. Retomando la metáfora, el gobierno de los jueces fue una suerte de gobierno de y a través de la crisis. Si los militares sublevados en julio de 1936 –a los que usualmente se atribuye la categoría de verdugos– podrían haber cosechado el éxito a falta de la praxis togada que los precedió y acompañó es algo que no admite una respuesta unívoca. Es contrafáctico, si se quiere. Lo irrefutable es que una y otra secuencia, una y otra terapia, uno y otro proceso, uno y otro juicio final no pueden desligarse. El ruido de togas y el ruido de sables coincidieron, se solaparon, se tocaron. Rara vez se negaron mutuamente. La sanguinaria vehemencia del segundo pudo quitar importancia a la elegancia y la retórica del primero. Pero los sujetos políticos y sociales de la época reconocieron y denunciaron el problema judicial, lo que muchas veces fue objeto de represión penal[10]. Ese problema, examinado desde la perspectiva de sus efectos, presenta un doble semblante que cabe describir junto a Gilles Deleuze y Félix Guattari[11]. Mientras que la justicia española capturaba las energías necesarias para edificar el Estado constitucional, por otro asumía derechos de captura, derechos de dominio sobre la energía retenida. Se trató de un proceso negativo y positivo a la vez; destructivo en todo caso: al sabotear la implantación del régimen constitucional y democrático, regaba el campo de cultivo para otro régimen antagónico. Al desconstitucionalizar, la justicia constitucionalizaba un nuevo orden o, más bien, apuntalaba un orden preconstitucional.
La historiografía ha podido sentir la necesidad apremiante de atender al problema militar. La pólvora atrae más que la tinta. Ahora bien, estamos ante una falsa dicotomía. Al igual que no pueden confundirse, no puede ignorarse que están atados por una misma lógica. La acumulación de conocimientos obliga a constatar que el militar y el judicial son dos caras de un mismo problema: el de la reacción al intento más serio y formidable de construcción de un Estado constitucional en España. No en balde, queda patente que la reacción –judicial en este caso– actuó contra reformas meramente –o eminentemente– republicanas, y no a consecuencia de unas hipotéticas derivas revolucionarias del régimen republicano. En este sentido, los jueces no sólo secundaron las derivas contrarreformistas y a menudo desrrepublicanizadoras que echaron a andar durante el segundo bienio. En muchos casos, se anticiparon a ellas.
Que un régimen sufra la oposición de sectores sociales y políticos amplios supone un problema cuya incidencia sobre la legitimidad y el acatamiento del derecho puede llegar a ser grave. Que la oposición sea burocrática y más específicamente judicial genera un problema autónomo y sumamente grave de por sí, aunque su relación con el anterior problema presenta un gran interés en tanto que lo condiciona y aun lo sustituye, al menos en ciertos casos. Por eso hay que repensar la historia global de la República a la luz de esta historia de la justicia.
La experiencia de la II República resiste los análisis ordinarios basados en la clase dominante y la élite del poder porque, a mi modo de ver, entra dentro de las excepciones históricas contempladas por Zygmunt Bauman. El poder de la República, como variante del Estado capitalista ataviada con las instituciones del sistema de partidos y los órganos de presión, no cumplió con eficacia su función de dominación burguesa, es decir, disoció el proceso de gobierno y el dominio de clase en tanto que se produjeron desplazamientos en el bloque de poder tradicional. En efecto, la República presentaba todas las “señales de debilidad” anotadas por Bauman: dificultad para obtener el consenso de la población alrededor de la forma capitalista de poder, reforzamiento paralelo de los movimientos anticapitalistas y, por último, fraccionamiento y antagonismo crecientes entre las distintas fracciones de la clase dominante. De ahí que la etapa 1931-1936 presencie el intento de la gran burguesía y la aristocracia de dejar atrás el sistema de partidos, conducta apuntada por el citado autor como lógica en tales trazados históricos. El enfrentamiento de esta fuerza política y social con los movimientos anticapitalistas y con las políticas reformistas impidió el establecimiento de la dictadura republicana a partir de 1934, conduciendo al duelo final entre fascismo y socialismo del trienio 1936-1939[12].
Procede resituar el campo de batalla en la esfera administrativa; en concreto, en la administración de justicia, por ser ahí donde en gran medida se encastilló el viejo bloque de poder una vez que los sucesos del 14 de abril lo empujaron del centro formal de toma de decisiones. Los funcionarios, los burócratas –allí donde exista administración, por supuesto–, pueden ocupar un lugar aventajado cuando el conflicto político y social se estanca, ya sea porque las fuerzas en liza entran en un impasse, en un equilibrio “catastrófico” o por otro motivo[13]. Al hilo de cuanto se ha analizado, la actuación judicial se tornó clave debido al agotamiento del conflicto político y social durante los años republicanos. Cabe ilustrarlo remarcando dos conclusiones: una subjetiva, concerniente a la condición de la justicia; y otra objetiva, referente a las consecuencias de su acción.
En primer lugar, de esta manera quedó en entredicho la neutralidad de la administración de justicia en la mediación del enfrentamiento y en la regulación de la organización estatal. Aunque ya viniese gozando un papel nada desdeñable en la historia de España –muy en la línea con la burocracia alemana[14]–, la tesitura vivida entre 1931 y 1936 –que podríamos esquematizar en el fracaso reiterado de las conspiraciones monárquicas, de las jacqueries y las revueltas de sabor anarquista, del estallido revolucionario de Asturias y Cataluña, etc., así como en la disgregación creciente de los partidos– confirió a la magistratura dosis muy cargadas de protagonismo político en el episodio español de la crisis de entreguerras. La dirección y los efectos de esa participación sitúan a la judicatura en posiciones más próximas a la reacción que a la revolución y aun a la pura reforma. En clave jurídica y constitucional, todo esto la ubicaba en el polo reacio a la eficacia plena de la Constitución, que se vio condicionada a un orden superior, tradicional, de valores y reglas no escritas. Es lo que cabe explicar como una confrontación entre, por una parte, la Constitución normativa, formal, de 1931, y, por otra parte, la Constitución material, esculpida por esta sucesión de decisiones judiciales con unas notas muy concretas de catolicismo, españolismo, centralismo, antiobrerismo, higienismo y, en última instancia, antiparlamentarismo.
Si la coyuntura de 1931-1936 configuró un escenario de poder a favor de la justicia, en segundo lugar, el ejercicio de ese poder se manifestó con gran autonomía y a veces disconformidad con respecto a los otros poderes públicos. Al problema de lealtad jurisdiccional hacia el código constitucional se le suma, pues, un problema institucional, entre órganos del Estado. En tal medida y sobre todo en tanto resultase opuesto al paradigma constitucional –sedimentado en el Estatuto del Gobierno provisional, en la Constitución, en el Estatuto de Cataluña…–, la acción del poder judicial revistió un carácter regresivo con relación a la República y su institucionalidad. Volviendo a Deleuze y Guattari, eso quiere decir dos cosas. Primero, que la República o aun la Constitución carecieron de un soporte estatal esencial: ni fundaron ni conquistaron el Estado. Segundo, que el régimen republicano no consiguió domeñar la “máquina de guerra”, ni en su faceta propiamente militar –esto ya lo sabíamos– ni en su faceta judicial[15]. Empleando los términos gramscianos, eso implica afirmar que un segmento considerable –muy considerable– del Estado entorpeció el “dominio” y el “consenso activo de los gobernados”, dada su vinculación a un bloque tradicional de poder de cuya subsistencia institucional se hizo valedora[16]. Así, la interpretación judicial del derecho contribuyó a minar la legitimidad del régimen. Pero también la judicatura, al privar a la República de las reformas garantes de su vitalidad –las reformas más elementalmente ligadas a la producción de hegemonía–, desplegó dos efectos con una profunda significación constitucional. De un lado, le negó el derecho a dotarse de su propio Estado. El Estado programado como constitucional, social y democrático de derecho tropezó con el Estado preconstituido. De otro lado, impidió que el ordenamiento jurídico operara al servicio del Estado proyectado por la República, lo que suponía dinamitar desde dentro el proceso de construcción de un modelo concreto de sociedad, de ciudadanía y de convivencia[17]. La aparente paradoja de estos enunciados da muestra de la grave contradicción insertada por la justicia en el corazón de la República, su derecho y sus instituciones.
Quizá ahora se comprenda mejor por qué es errónea la interpretación generalizada acerca de la cuestión judicial durante el lustro republicano, basada en la descalificación de los intentos de reforma de la justicia emprendidos por el ejecutivo y el parlamento democrático como una secuencia de presiones, intromisiones o injerencias, sin distinguir poco más que matices o grados de intensidad entre el bienio republicano-socialista, el bienio radical-cedista y la etapa frentepopulista[18]. Estamos habituados a este género de simplificaciones, que tan bien suenan a nuestros oídos, embrujados por ciertas ideas contemporáneas acerca del legado de Montesquieu que no resultan pertinentes, sin embargo, para el análisis histórico que nos ocupa[19]. Dichas simplificaciones han podido dar buenos resultados en el pasado, en tanto que las noticias que han ofrecido permitían cubrir pasajeramente los huecos cuya existencia era desconocida por muchas otras aproximaciones historiográficas. Perseverar ahora en ellas sería, a lo más, una decisión ingenua, romántica, idealista: el triste testimonio, histórico ya, de una hipótesis superada. La imagen de la administración de justicia bajo la República seguiría estando velada por un conjunto de precomprensiones conceptuales, sobreentendidos políticos y omisiones empíricas si el tópico persistiera.
En efecto, si la condena de aquellos proyectos y normas de reforma y aun de depuración judicial por su insensibilidad o su abierta animadversión hacia la separación de poderes carece de consistencia por razones de índole cultural, institucional, político y jurídico[20], la experiencia jurisdiccional de las meras reformas republicanas suministra otro puñado de razones. La conducta judicial a través del ejercicio de sus potestades interpretativas manifestó una reluctancia –cuando no una oposición frontal– frente a la eficacia y el desarrollo aplicativo de las normas constitucionales, por lo que los esfuerzos por embridarla y someterla a la Constitución merecen otra lectura.
¿Tiene esto alguna relevancia más allá de los círculos intelectuales, más allá del atesoramiento de conocimientos y la curiosidad historiográfica de la multitud? Sí. La historia de la acción del sistema judicial durante 1931-1936 interesa en su devenir; es lo que hemos perseguido sin remilgos en las páginas precedentes. Ahora bien, ese vaivén de actos y resoluciones, de argumentos y falacias, de avances y retrocesos, debe ser examinado globalmente bajo dos puntos de vista. Por un lado, ese devenir se mide al compás de sus impactos. Son los efectos de la práctica de los tribunales los que han permitido calificar esta historia en términos de conflicto entre el poder judicial y la República democrática. Mas, por otro lado, el devenir ha de juzgarse también por la potencia de su transcurso, por la posibilidad de una continuación. El hecho de que esta hipótesis pueda tener algún sentido –y lo tiene– impregna a esta problemática histórica con un interés cívico superlativo.
La historia del sabotaje judicial a las reformas republicanas tiene relevancia porque, como Bartolomé Clavero dejó escrito, es necesario hacer un tipo de historia “que interese o que deba interesar a la justicia en la sociedad y a la conciencia en la ciudadanía”. No se trata de incurrir en presentismos[21], sino de hacer una “historia sin más”, sin otra “particularidad” que la de derribar las ficciones, las componendas y los trampantojos que impiden una “historia sin encubrimiento ni complicidad”. Porque es necesario –y además lo más honorable para un investigador profesional– hacer “historia pura y dura con conciencia personal y responsabilidad ciudadana”, el comportamiento de la judicatura española frente a la democracia constitucional y social en nuestro pasado interesa –y mucho– a la memoria histórica[22].
Notas
[1] Walter Benjamin, “Sobre el concepto de Historia”, p. 310.
[2] Consuelo Gil Roësset, El niño de oro.
[3] Montserrat Siso Monter, “Marga Gil Roësset”.
[4] Unas interesantes reflexiones tomando como base la aclaración conceptual de Koselleck sobre la crisis en Daniel J. García López, Ínsulas extrañas, pp. 221-227.
[5] Un magistrado de la Audiencia provincial de La Coruña reconoció que el derecho, y más aún la legislación penal, eran y debían ser aplicados conforme a criterios de conveniencia política. Ver Hilario Núñez de Cepeda, 1870. Código penal. 1932, p. 154.
[6] Bernd Rüthers, Derecho degenerado, p. 225. Cursivas en el original.
[7] He dedicado un artículo a explorar cómo las pautas de interpretación y el modo de motivar las decisiones judiciales lastraron la legalidad republicana a fuerza de estereotipos y prejuicios. Rubén Pérez Trujillano, “El espejismo positivista”.
[8] António M. Hespanha, A história do direito na história social, p. 42.
[9] Roberto Bergalli, Hacia una cultura de la jurisdicción, p. 204.
[10] Sirva como ejemplo la SAPBar 30-XI-1932, referida a un procesado que envió al presidente de la Audiencia territorial de Barcelona una carta donde denunciaba los “acostumbrados abusos de poder dictatorial” de cierto juez penal.
[11] Sobre el derecho estatal como fenómeno violento “que consiste en capturar, a la vez que se constituye un derecho de captura”: Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, p. 454.
[12] Zigmunt Bauman, Fundamentos de sociología marxista, pp. 230-231. La posibilidad de una “competencia” u “oposición” entre distintas clases dominantes en la cúspide de una misma sociedad ha sido remachada por Ralf Dahrendorf, Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial, pp. 249-250.
[13] La intervención de la burocracia civil en las crisis de hegemonía es examinada por Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, pp. 64-69 y 90-93. El énfasis en el empoderamiento de la burocracia es todavía mayor en Isaac Deutscher, Las raíces de la burocracia, p. 27.
[14] Sobre el importante rol desempeñado por la burocracia y el ejército alemán en la dominación de clase en la época guillermina, prolongándose hacia la etapa republicana: Charles S. Maier, La refundación de la Europa burguesa, p. 51. La semejanza entre España y Alemania en lo tocante a la justicia se advirtió en Miguel Ángel Aparicio, “Prólogo a la edición castellana”, p. IX.
[15] Acerca de la posibilidad de que la “máquina de guerra” adquiera un “sentido específico (…) judicial”: Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, p. 470.
[16] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, pp. 95-96 y 158-159.
[17] Sobre el derecho como instrumento del Estado y sobre la justicia como instrumento estatal de signo represivo y educativo: ibid., pp. 105 y 154.
[18] Tal es la visión hegemónica, lo mismo en la historiografía jurídica que en la política, por lo que pondré sólo algunos ejemplos. Joaquín Tomás Villarroya, “Gobierno y Justicia durante la II República”, pp. 2631, 2639, 2647 y 2650. Celso Rodríguez Padrón, La conformación del poder judicial, p. 80. Miguel Á. Aparicio, El status del Poder judicial en el constitucionalismo español, pp. 178-179. Pascual Marzal Rodríguez, Magistratura y República, pp. 73, 77, 79, 86, 90, 100-104, 113, 157, 165 y 220-221. Íd., “Intervención política y judicatura española durante la II República española”, pp. 557 y ss. Raúl C. Cancio Fernández, Guerra civil y tribunales, p. 27. Marta Lorente Sariñena, Fernando Martínez Pérez y María Julia Solla Sastre, Historia legal de la justicia en España (1810-1978), p. 536. Rafael Bustos Gibert, “La justicia (título VII: arts. 94-106)”, pp. 233-234. Esther Seijas Villadangos, “La legislación judicial”, pp. 395 y 404-406. Manuel Álvarez Tardío, “Los enemigos enmascarados de la República”, pp. 250 y 273-274.
[19] Como analizó Clavero, el pensador francés nunca planteó nada parecido a lo que después y desde luego hoy se tiene por separación de poderes. En profundidad: Bartolomé Clavero, El orden de los poderes. Además, no puede olvidarse que el constituyente español rechazó explícitamente la teoría de Montesquieu, como se desprende del discurso de Jiménez de Asúa al presentar el proyecto constitucional: DSCC, n.º 28, 27 de agosto de 1931, p. 647. La subordinación del poder judicial al legislativo, y de éste a la soberanía popular, fue señalada como nota característica del constitucionalismo de la primera posguerra mundial, entre otros, por un constitucionalista republicano de la talla de Enrique Martí Jara, El Rey y el Pueblo, pp. 159 y 186. Acerca de los cambios experimentados por la teoría de la independencia judicial, que pasó de ser un “bastión” de la burguesía contra el monarca para enfrentarse al proletariado, véase Dieter Simon, La independencia del juez, pp. 5, 9-12 y 50-51.
[20] He abundado en ellas en Rubén Pérez Trujillano, Ruido de togas, capítulo I, epígrafe II.
[21] Una síntesis sobre los riesgos del presentismo en la historiografía jurídica: José Antonio López Nevot, Manual de historia del derecho, pp. 1-2.
[22] Bartolomé Clavero, El árbol y la raíz, p. 18.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: acto de apertura del año judicial, el 15 de septiembre de 1932, en presencia del ministro Álvaro de Albornoz (foto: Duque)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia