El 22 de febrero
de 1939 fallecía en la localidad francesa de Colliure el gran poeta, aquel que
siempre fue un hombre bueno, D. Antonio Machado Ruiz. Cada año multitud de
actos, de artículos, de recuerdos, inundan la sociedad en memoria de uno de las
más admiradas plumas de nuestra literatura.
Recordar como el
exilio, el éxodo de miles de españoles y españolas a otros países, casi siempre cruzando los Pirineos, llevo
lejos de España a un par de generaciones de las más altas cimas en el saber, lo
que se llamó “el atroz desmoche”. Cientos de científicos, escritores,
investigadores, maestros, penalistas, etc.…, cruzaron la frontera huyendo de la
más que probable represión o la muerte por la acción criminal fascista.
Dicen que el
vate murió de pena, la gran mayoría de personas que le conocieron están de
acuerdo en que D. Antonio, cansado, triste, se dejó morir al contemplar como su
patria era pasto de la fechoría nacionalcatólica. Recuerdo que ya lo comenté en
otras ocasiones como mi padre me lo dijo al hablar de su encuentro con él en
Valencia, supongo que cuando señalaba que le vio en un huerto (según parece era
en la localidad de Rocafort) notó en él a una persona mayor y fatigada.
Quizá este
aniversario sea un tanto especial habida cuenta de la situación creada tras las
elecciones en Andalucía. El triunfo del trifascio y las noticias respecto a la
asunción de lo que debería ser la recuperación de la memoria democrática por
parte de la ultraderecha hace temer un retroceso en los mínimos avances en la
materia. La pasividad y cobardía para afrontar de una vez por todas la
eliminación del franquismo en todas sus facetas pone en manos de los herederos
del fascio la utilización de las instituciones. Es curioso ver a los nuevos
representantes de la bilis azul mahón ocupando cargos en instituciones
democráticas.
La España de
charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de
espíritu burlón y de alma inquieta, ha de tener su mármol y su día, su
infalible mañana y su poeta.
La Andalucía de
la que dijo, al hablar de cómo había aceptado la plaza en el instituto de
Soria, la capital de provincia más pequeña de España donde apenas vivían 3000
habitantes, “Yo tenía un recuerdo muy bello de Andalucía, donde pasé mis años
de infancia. Los hermanos Quintero estrenaron entonces en Madrid El genio alegre, y alguien me dijo: Vaya
usted a verla. En esa comedia está toda Andalucía. Y fui a verla y pensé: Si es
esto de verdad Andalucía, prefiero Soria. Y a Soria me fui”
Todo ello, todo
aquello por lo que sufrió y padeció está aquí. ¿Se fue alguna vez?
Hace poco tiempo
la editorial Anaya publicaba un texto para los alumnos de primaria donde hacía
una versión “agradable” de la muerte de dos de los más grandes poetas
andaluces, de dos de los juglares más universales, Lorca y Machado. Del primero
decía que «murió cerca de su pueblo, durante la
guerra en España», del segundo «Pasados unos años se fue a Francia con su
familia. Allí vivió hasta su muerte». Según les parece a estos “traficantes del
saber” los niños no entienden las palabras fusilamiento o exilio. Tratan a los
niños y a los jóvenes como faltos de desarrollo intelectual. Todo esto me ha
traído a hacer una exposición de lo que opinaba D. Antonio acerca de la
juventud. Aquí va el “discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas” el día
1 de mayo de 1937.
Se vela por la pureza
de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia
anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos
inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y
acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y
hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los
linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la
turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al
joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por
ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que
ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que,
dentro de ellos, la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra
faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará, si
vosotros no la hacéis.
Uno de los graves
pecados de España, tal vez el más grave, acaso el que hoy purgamos con la
tragedia de nuestra patria, es el que pudiéramos llamar «gran pecado de las
juventudes viejas». Yo las conozco bien, amigos queridos, perdonadme esta
pequeña jactancia. En mi ya larga vida, he visto desfilar varias promociones
y diversos equipos de jóvenes pervertidos por la vejez: ratas de sacristía,
flores de patinillo, repugnantes lombrices de caño sucio. Los conozco bien. Y
son esos mismos jóvenes sin juventud los que hoy, ya maduros, mejor diré, ya
podridos, levantan, en la retaguardia de sus ejércitos mercenarios, los
estandartes de la reacción, los mismos que decidieron, fría y cobardemente,
vender a su patria y traicionar el porvenir de su pueblo. Son esos mismos
también, aunque no siempre lo parezcan, los que hoy quisieran corromperos,
sembrar la confusión y el desorden en vuestras filas, los enemigos de vuestra
disciplina, en suma, cualesquiera que sean los ideales que digan profesar.
¡La disciplina!... He
aquí una palabra, que vosotros, jóvenes socialistas unificados, no
necesitáis, por fortuna, que yo os recuerde. Porque vosotros sabéis que la
disciplina, útil para el logro de todas las empresas humanas, es imprescindible
en tiempos de guerra. De disciplina sabéis vosotros, por jóvenes, mucho más
que nosotros, los viejos, pudiéramos enseñaros. Contra lo que se cree, o
afecta creerse, también la disciplina es una virtud esencialmente juvenil,
que muy rara vez alcanza a los viejos. Sólo la edad generosa, abierta a todas
las posibilidades del porvenir, realiza gustosa el sacrificio de todo lo
mezquinamente individual a las férreas normas colectivas que el ideal impone.
Sólo los jóvenes verdaderos saben obedecer sin humillación a sus capitanes,
velar por el prestigio, sin sombra de adulación, de los hombres que, en los
momentos de peligro, manejan el timón de nuestras naves; sólo ellos saben que
en tiempo de guerra y de tempestad los capitanes y los pilotos, cuando están
en sus puestos, son sagrados.
Nada temo de la
indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he
temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido
peyorativo de estas dos palabras —un hombre encanecido en actividades
heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un
anarquista verdadero puede ser un santo— de ese espíritu díscolo y rebelde a
toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para
imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente
individual: los humores, y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más
turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he
temido siempre.
Si repasáis la breve
historia de nuestra República, que se inaugura magníficamente con signo
juvenil, dominada por hombres que gobiernan y legislan atentos al porvenir de
su pueblo, veréis que es un hombre profundamente viejo, un alma decrépita de
ramera averiada y reblandecida, el llamado Lerroux, quien se encarga de
acarrear a ella, de amontonar sobre ella —¡nuestra noble República!— todos
los escombros de la rancia política en derribo, toda la cochambre de la
inagotable picaresca española. A esto llamaba él ensanchar la base de la República.
Yo os saludo, pues,
jóvenes socialistas unificados, con un respeto que no siempre pude sentir por
los ancianos de mi tiempo, porque muchos de ellos estaban deshaciendo a
España, y vosotros pretendéis hacerla. Desde un punto de vista teórico, yo no
soy marxista, no lo he sido nunca, es muy posible que no lo sea jamás. Mi
pensamiento no ha seguido la ruta que desciende de Hegel a Carlos Marx. Tal
vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación
demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo; me
resisto a creer que el factor económico, cuya enorme importancia no
desconozco, sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la
historia. Veo, sin embargo, con entera claridad, que el Socialismo, en cuanto
supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad
de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los
privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia; veo
claramente que es ésa la gran experiencia humana de nuestros días, a que
todos de algún modo debemos contribuir. Ella coincide plenamente con vuestra
juventud, y es una tarea magnífica, no lo dudéis. De modo que, no sólo por
jóvenes verdaderos, sino también por socialistas, yo os saludo con entera
cordialidad. Y en cuanto habéis sabido unificaros, que es mucho más que
uniros, o juntaros para hacer ruido, contáis con toda mi simpatía y con mi
más sincera admiración>>
Talavera del Tajo. 22 de febrero de 2019
Emilio Sales Almazán
Foro por la Memoria de Toledo