Eran, sus techos, celajes.
Y así eran.
Las paredes, ramas de cagiga, colchón con escajos su crujir al caminar. Y así eran. A veces, solo a veces, joyus de piedra gris y boca negra, joyus con sapuletus y vacarizus. Pasos cortos sobre brezo humeante por el frío, hilillos que salen de fogata (breve, muy breve). Agua y rozadas color raposa. Un bote metálico donde ahumar hierbas verdes.
Y así eran.
Con sus techos de celajes.
Hay, por los Montes de Casaio, un sitio al que dicen Ciudad de la Selva. Así, en castellano. Hay, allí, restos, arqueología. Tenedores, cajas, enseres. También tapias, y cartuchos, porque eran importantes, sí, en el monte, las tapias y los cartuchos. La Ciudad de la Selva fue, durante décadas, casi leyenda, susurros de hace ochenta años, bisbisear de sarrujanes y vecinos. La megalópolis del maquis. Remoto, en lo más profundo de Valdeorras. Existían documentos firmados allí, órdenes, circulares. Es, cuentan, yacimiento más importante sobre guerrilla en la Europa Occidental. Pueblos más que pueblo, aldeas y barriadas a ojo de loma, a yelso que ves.
Nos dicen en Ciudad de la Selva. Historia e Arqueoloxía da guerrilla nos Montes de Casaio (Ediciones Positivas, 2024) que entre Morteiras y A Bruña existieron hasta seis campamentos: Fraga Merela, Pinguela, Burgozos, dos en Morteiras, otros dos en A Bruña. De uno a otro... camberucas fragosas, orografía con tallado de hoz. De uno a otro hay sendas entre rebollos y toxos, entre salces de hojas verdeoliva y hayedos que ululan con viento sur. Allí, en esos seis sitios, vivieron, de 1941 a 1946, unas cincuenta o sesenta personas. Unos cincuenta o sesenta guerrilleros. Porque en la Ciudad de la Selva ondeaba bandera con tres colores... Fue, explican, la agrupación que más quebraderos dio al cruel franquismo.
Eran en mitad del monte, en un espacio al que aun hoy cuesta llegarse. Vehículos todo terreno, luego pateadas de tres horas, dicen quienes estuvieron. Los autores del estudio, los arqueólogos, aquellos que colaboraron en un documental sobre esta Cibola sin riquezas (o de riquezas colmada). Solo ahí, entre los buitres y el corzo, era posible vivir, organizarse, planear, puede, sobre retornos y victorias. Solo ahí. Cuentan que los aliados avanzan, cuentan que ya llegan hasta Roncesvalles. Esperar.
Eso toca.
Esperar. En montaña, aislados, tiritando por los fríos. Lobos más allá de los lobos. Esperar.
Nos describe, al menos, el tópico. Que así, que así vivían. Cada crepúsculo de cada amanecer. Ellos, los que se echaron al monte. Los que habitaron dignidades húmedas, fragilidad de tos y tisis. Quienes, rendidos, dijeron de no rendir. A los que rastrearon como alimañas. A los que cazaron entre mentiras y miedos.
Porque la realidad es, la realidad fue, otra bien distinta. Al menos las más veces. Se durmió, sí, en cuevas encaramadas por picachos, cuevas que permitiesen ver sin que te viesen, castrum de caliza y glauca. Pero, también, usaban bodegas o socarreñas de quienes apoyaban al fascismo. Soluciones rápidas, para noche, quizá algún pequeño hurto. Lo contaba José Marcos Campillo en Del mito a la historia. Guerrilleros, maquis y huidos en los montes de Cantabria (Editorial de la Universidad de Cantabria, 2009), escrito por Valentín Andrés Gómez. Que tenían llaves distintas, de calibre diferente. Que iban probando, lima aquí y allá. Que, cerraduras de pueblo y prao, tampoco costaba mucho hacerle click. También pasaban noches en casetas de camineros, como esa donde capturaron a Alejandro Martínez, en pleno Monte Palombera de Celis... O invernales, las chozas donde pastores y mesguerías buscaban refugios al caer noche por seles y majás. Cuatro piedras, silbos de aire entre huecos, tiritonas bajo piel y pellejo...
Con todo, lo más común dentro de este universo tan poco común era refugiar en casucas o cuadras. Vivir, si es que vivir se puede, donde el primo o el cuñao, donde aquel que mira el mundo como nosotros miramos. Molinos donde enlazar y, a veces, dormir tres horas. Construcciones casi en ruinas, el cuarto que quedó libre de bardas. Recuerdos. A veces, incluso, una vivienda afín que estuviera algo alejada del barrio. Sin miradas que no queremos. Sin susurros que pueden matarte.
Como en Tama.
Lo de Tama fue ya tarde, en el cincuenta y dos. Mes de octubre, que viene por Liébana con viento sur y seca frutos del castaño y el nogal, esos que guardas para pasar eneros. Lo de Tama fue en el cincuenta y dos, sitio que llaman El Coterillo. Apartado, como está, del pueblo, apenas a unos kilómetros de Potes, capital lebaniega. Epicentro, sí, de los maquis en Cantabria. Los que quedaban, los que querían quedar. Los que aguantaron.
Uno de ellos se llamaba Hermenegildo Campo, pero todos le llamaban Gildo El Tresvisano (no engaña, no, ese "Campo"). Por la casuca de Tama se refugiaban, a veces, Gildo y los suyos. Por la casuca de Tama, donde vivían Dominador Gómez, y Carmen de Miguel, y Carmen, la hija de diecisiete años. Allí abrigaban los del monte, allí abrigaban. Allí se vino la tragedia.
Porque llegaron los agentes, y era veinte de octubre, lunes, feriado en Potes. Llegaron los agentes, que llevaban ya un tiempo, en cantinas y colmaos, diciendo que algo ha de pasar, que una muy gorda se espera. Llegaron los agentes, con sus manchas de tinta y de cera. Eran cuatro, ellos; eran tres los del monte. Gildo, Pin El Asturiano y Joaquín Sánchez, a quien todos decían Andaluz. Cuatro eran ellos, tres los otros. Cuatro que llegan, que llaman a la puerta, que les abre Carmen. Registro. Ella, tranquila, empiecen ustedes por el desván, empiecen por el desván. Negación. Mejor aquí, la planta baja. Miran, remiran, no hay suerte cuando la suerte se echó. Un cancelo que no abre, disparos. Huyen por la bodega, alguien espera, agazapado, tras la higuera que huele a fruto dulzón. Sargento Sanz, se llama, y lleva fusil ametrallador. Hay más tiros, hay muertos. Cuentan que uno de los huidos, Joaquín Sánchez, logra volver a huir, y que se pierde entre bardas, y que va dejando cicatrices en el bosque, cicatrices de color sangre y miedo.
Muere, en el ataque, el sargento Sanz. Mueren, también, Gildo El Tresvisano y Pin El Asturiano.
Morirá más gente.
Porque hay furia, hay nervios, hay frustración. Hay sed de la que solo aplacas con dolores. Dicen que pusieron, los tres guardias, la familia justo frente a su casa, en la misma puerta. Dicen que estaba, allí, Dominador, y también Carmen. Dicen los decires, y son casi ya susurros, que la niña se abraza, temblando, a su madre, que no se separa. Y, entonces, dispararon. Tres cuerpos caen, dos adultos, la mozuca. Tres cuerpos caen, tres cuerpos suben a un carro, tres cuerpos llevan hasta Potes, que está lleno, Potes, que es día de feria, en Potes. Tres cuerpos llevan, en ese carro, hasta el cuartel, y todo el mundo puede ver tres cuerpos, todo el mundo ve.
La casa, para entonces, ardía con fuego de mal.
No termina ahí, la historia. No termina ahí, porque hay detenciones. Entre familiares, entre conocidos de unos y otros. Crudeza y agresividad. Tortura. Hasta Laureano Campo, que era alcalde de Tresviso, sufrió consecuencias. Curioso hombre, este Laureano, que fue luchador por la República y, apenas década más tarde, lo nombran regidor en su pueblo. El mismo gobernador civil, dicen, presionó para que acepte. Si no coges el ayuntamiento después pasará lo que pase... Y eso que era, pásmense, cuñado de Gildo, el guerrillero...
Pero qué importa. Tras lo de Tama cogieron a Laureano, lo llevaron a Potes, le rompieron costillas. Estaba preso en la cuadra, entre caballos nerviosos que soltaban coces y daban mordiscos. Luego a Laureano le confrontaron con su mujer. Medio muerto pareció, muerto pensaba ella que quedó allí, y se le quiebran los sentires, y deja de razonar. Acaba, ella, en un centro de salud mental. Acaba, él, tres años en la prisión provincial. Por muy alcalde que fuese...
Eso fue tras lo de Tama. Ahora quedan, en ese sitio, restos, recuerdos, matorrales con forma de historia, tres o cuatro sonsonetes y romances de media voz.
Eso queda en ese sitio.
Y el silencio.