Francisco García Salve, exjesuita, preso político, cura obrero, dirigente de
Comisiones Obreras, miembro del Comité Central del
PCE y, cuando rompió su militancia en desacuerdo con los compañeros de viaje, abogado laboralista hasta su jubilación a los 72 años, ha muerto esta mañana a los 85 años. Había cursado la carrera de Derecho en una de sus estancias en la cárcel, en concreto en la de Zamora, que la dictadura franquista abrió solo para curas. “¡Qué vergüenza! La única cárcel concordataria de la humanidad. Mancha indeleble de la Iglesia española. ¿Privilegio, aquel antro esquinado? Tiempos de ignominia, cuando el dictador se pavoneaba bajo palio entre obispos que le daban y daban al botafumeiro”,
declaró a EL PAÍS hace un año. Para él, la Guerra Civil había sido, efectivamente, una cruzada, como la definieron los obispos en carta colectiva, pero “una criminal cruzada gamada”.
Nacido en los Monegros (Farlete, Zaragoza. 1930), García Salve tenía cuatro años cuando perdió a su padre, guardia civil, a manos de unos anarquistas que asaltaron en 1934 el cuartel de Uncastillo. No fue su primer desastre de guerra incivil. Recogido por los abuelos en Palencia, la madre lo llevó cuatro años después a vivir a Bilbao, en casa de un tío que era tranviario, militante de la UGT y que había estado condenado a muerte por tener en casa un retrato de Pablo Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT.
Pobres de solemnidad, la madre escuchó un día el consejo de un sacerdote bondadoso: “Paco es muy listo. Pidamos beca a los jesuitas”. Hizo la carrera más brillante y acabó haciéndose jesuita, de los de pata negra, con gran futuro. Un día pidió viajar a Roma, a hablar con el prepósito general, el padre Pedro Arrupe. “Vivimos entregados al poder”, le dijo. Pese a todo, se despidieron con un abrazo. Regresó a Bilbao, hizo la maleta y se fue a vivir a una chabola en Madrid. Peón de la construcción, trabajó en muchas empresas y fue despedido de todas por implicarse en luchas y huelgas. Su biografía posterior es también brillante, como dirigente sindical y comunista, siempre en el conflicto por exigir más compromiso y coraje en las luchas obrera y política, también con sus compañeros.
Había muerto Franco, estaban a punto de llegar al Gobierno los socialistas y todavía hubo de sentarse García Salve en el banquillo de los acusados por la publicación en 1980 del libro ‘Yo creo en la clase obrera’, procesado por la Audiencia Provincial de Madrid. Condena: cuatro penas de cuatro meses de arresto mayor y 50.000 pesetas de multa por otros tantos delitos de desacato a la autoridad judicial, y cinco penas de tres meses de arresto mayor y multa de 50.000 pesetas por otros tantos delitos de injurias graves a clases determinadas del Estado. La sentencia fue un escándalo mayúsculo, firmada en primer lugar por el magistrado Luis Pérez-Lemaur. Yo creo en la clase obrera era, en realidad, una narración novelada de la experiencia política y sindical de Paco el Cura, con especial referencia al proceso 1.001 ante el Tribunal de Orden Público (TOP), y con duros ataques a ese brutal órgano judicial de represión franquista y a algunos de los funcionarios judiciales componentes del mismo, con sus nombres y apellidos.
La disputa entre la vocación jesuítica, sincera y responsable, y el compromiso social y político de García Salve ha quedado plasmada en la biografía que publicó hace dos años al historiador Juan Antonio Delgado de la Rosa, editada por Endimión con el título Francisco García Salve, preso político, cura obrero y sindicalista de CC OO. Así explica Paco el Cura sus dos conversiones: “El joven espigado y enjuto por el hambre que yo fui, terminado el bachiller con los jesuitas, tenía que elegir entre emprender la carrera de ingeniero, como toda mi familia de rudos trabajadores deseaba, o ingresar en la Compañía de Jesús como mi estrella idealista me impulsaba. En toda encrucijada, la cabeza y el corazón se enfrentan. Dos años duró esta mi dolorosa lucha fratricida. A mi corazón le dolía romper con la Compañía de Jesús que me había dado todo el acervo de mi cultura y que me aseguraba el sendero, plácido y sin sobresaltos, de una existencia acomodada bajo su cobijo seguro, siempre servido por mis queridos hermanos coadjutores. Pero la razón, siempre audaz, en connivencia con mis ancestros de parias explotados y mi urticante desazón, que venía de lejos, por sentirme rebozado en opulencia y tan lejos de los marginados, sentenció mi sendero. Dejar hablar al corazón es poesía. Cuando caí en Madrid como un aerolito candente de entusiasmo, cambié mi sotana por un pantalón de pana. Derribado el muro, ya estaba entre los míos”.
Si la Iglesia católica salió viva de su maridaje con la dictadura franquista se lo debe al clero que rompió con sus obispos en los años sesenta del siglo pasado para comprometerse con los movimientos de oposición. Muchos –varios cientos- acabaron en la cárcel, en su inmensa mayoría abandonados por sus jerarcas. “Los santos y los herejes arden en la misma hoguera”, dijo García Salve en enero de 2015 cuando se presentó su biografía en el colegio Gredos de Vallecas con discursos del líder de CC OO, Ignacio Fernández Toxo, y de los abogados Paquita Sauquillo, Nicolás Sartorius y Cristina Almeida.