Blog d'en Jordi Grau i Gatell d'informació sobre les atrocitats del Franquisme.....
"Las voces y las imágenes del pasado se unen con las del presente para impedir el olvido. Pero estas voces e imágenes también sirven para recordar la cobardía de los que nada hicieron cuando se cometieron crímenes atroces, los que permitieron la impunidad de los culpables y los que, ahora, continúan indiferentes ante el desamparo de las víctimas" (Baltasar Garzón).
Los pasados días 22 y 23 de abril han tenido lugar, en Madrid, las Jornadas sobre represión y lucha de las mujeres en el tardofranquismo, organizadas por el Grupo de Mujeres de La Comuna, asociación de presos y represaliados por la dictadura franquista.
En estas jornadas se ha señalado la importancia de prestar atención al tardofranquismo, un periodo clave de nuestra historia reciente que, sin embargo, sigue enfrentándose a un importante abandono teórico/académico y político. Es evidente que hay grandes intereses en juego y que hay sectores que se benefician de este olvido impuesto sobre los años finales de la dictadura y sobre la forma en que se gestó la denominada "Transición", pero una sociedad democrática no puede sostenerse sobre la amnesia y el silencio.
Precisamente otro de esos silencios que estas jornadas buscaban superar es el que rodea a las mujeres en la historia en general, y en la historia del tardofranquismo en particular. En este sentido, se ha enfatizado la necesidad de atender a las experiencias de las mujeres y de dejar atrás ese relato androcéntrico que continuamente nos relega a un lugar secundario, invisibilizando nuestras existencias, vivencias y resistencias. A lo largo de las diferentes mesas, mujeres diversas (obreras, estudiantes, bolleras, madres, presas…) han sido visibilizadas como protagonistas de un relato que, demasiado a menudo, las continua excluyendo, esencializando y victimizando.
Una idea clave que se ha transmitido en estas jornadas es que la represión (en este caso la represión franquista) no puede entenderse sin las resistencias (en este caso las resistencias antifranquistas y feministas). Es importante, por tanto, que a la hora de abordar las experiencias de las mujeres durante el tardofranquismo, lo hagamos desde una perspectiva que trascienda el padecimiento, de forma que el relato no se centre exclusivamente en el eje de la represión, sino que se aborden también las experiencias de las mujeres como sujetas activas, como luchadoras antifranquistas y como resistentes.
Se ha incidido, asimismo, en que esta historia, la historia de la resistencia, la estamos construyendo ahora y la estamos construyendo entre todas, a través de encuentros como este, basado en el debate entre activistas y académicas (y académicas-activistas y activistas-expertas) y estructurado en torno a diversos espacios clave: cárceles, reformatorios, maternidades, fábricas, universidad, barrios y los diversos espacios de los que el movimiento feminista se apropió tras su (re)nacer en los años 70.
La represión (tardo)franquista
Gracias a los cada vez más numerosos estudios publicados, hoy sabemos que la represión de género jugó un papel clave para el franquismo durante el golpe de Estado, la guerra y la larga posguerra. Pero también es necesario insistir, frente a un determinado relato dulcificador sobre el tardofranquismo, en que esta represión mantuvo su centralidad hasta el fin de la dictadura. El caso del robo de bebés, por ejemplo, muestra cómo el crimen mantuvo su raíz represiva aunque evolucionaran los discursos o prácticas concretas, produciéndose un desplazamiento desde las prisiones de mujeres hacia otros espacios como las maternidades. El caso del Patronato de Protección a la Mujer también es muy significativo en este sentido, pues como ha demostrado la investigadora Carmen Guillén, los internamientos se volvieron más indiscriminados en los años 60 de lo que habían sido en la posguerra, aumentando así la arbitrariedad de este encierro brutal contra aquellas jóvenes cuya sexualidad no se amoldaba a los preceptos nacionalcatólicos.
Igualmente, en el contexto de los cambios sociales y económicos que tuvieron lugar en los años 60 y 70, la represión siguió ejerciéndose ferozmente contra las mujeres que se organizaban políticamente en fábricas, barrios y organizaciones estudiantiles. Esto demuestra que el régimen no estaba dispuesto a permitir cambios en la base nuclear de su sistema social: un orden de género basado en la idea de la complementariedad entre una feminidad-privada-reproductiva-pasiva y una masculinidad-pública-productiva-activa. Por ello la represión de género franquista es una represión total, capilar, que permea todos los espacios. De ahí la necesidad de atender a los aspectos específicos de la represión de las mujeres en las comisarías, cárceles, las maternidades, los centros del Patronato o las fábricas del tardofranquismo, por ejemplo, pero también en otros espacios "olvidados", como los manicomios, donde tuvieron lugar violencias brutales, como demuestra, para el caso del Manicomio de Jesús en Valencia, el libro Nueve nombres de María Huertas Zarco.
Resistencias
Como decíamos, la represión no puede entenderse sin las resistencias. Las mujeres combatieron al franquismo desde el primer momento (por ejemplo alistándose como milicianas en el ejército republicano tras el golpe de Estado o participando en la evacuación de los niños y niñas de la guerra, por señalar solo algunas de las múltiples áreas en las que se implicaron) y, una vez perdida la guerra, siguieron resistiendo durante la larga posguerra, el tardofranquismo, la "Transición" y hasta hoy.
Se ha señalado muchas veces, su primera resistencia consistió en sobrevivir. En el entorno extremadamente hostil de la dictadura, su mera supervivencia se convirtió en una forma de resistencia. Centrándonos en el periodo del tardofranquismo en particular, a lo largo de estas jornadas hemos podido comprobar cómo las mujeres resistieron a las comisarías y cárceles, a los reformatorios del Patronato, a la explotación en las fábricas, a las carencias en los barrios, al asfixiante control social y familiar… Pero las mujeres resistieron no solo salvando sus vidas, sino también afirmando sus identidades y defendiendo su dignidad, tanto a través de "pequeños" gestos cotidianos como mediante estrategias de lucha más organizadas. Así, las mujeres se organizaron en las cárceles, en las fábricas, en las universidades, en los barrios y en todos los ámbitos donde se encontraban para luchar contra la dictadura y por mejorar sus condiciones de vida. No es de extrañar, por tanto, que muchas de estas experiencias de organización colectiva acabaran cristalizando en un movimiento feminista que durante la "Transición" abogaría por una transformación radical de la sociedad bajo la idea de que lo personal es político.
La estela de esa resistencia de las mujeres antifranquistas llega hasta hoy, a través de su lucha por la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. En el ámbito de la verdad, su lucha continúa porque, como hemos visto, aun quedan muchas piezas por montar para componer un relato sobre la dictadura franquista que incorpore las experiencias de las mujeres, de todas las mujeres. Si bien se ha alcanzado un grado de conocimiento importante sobre lo ocurrido durante la posguerra y el primer franquismo, hay un importante vacío sobre todo lo que tiene que ver con el tardofranquismo (y más con las mujeres en e tardofranquismo). Estos vacíos se aprecian también si atendemos a la realidad específica de determinados grupos, como por ejemplo las lesbianas, cuya memoria histórica se ve obstaculizada por la falta de referentes a las que acudir para trazar esa genealogía y por haber sido represaliadas por la vía de una psiquiatrización que apenas ha dejado huella documental. Otra demanda concreta en este sentido tiene que ver con la opacidad de la Brigada Político Social o el Patronato de Protección a la Mujer y de otras instituciones implicadas en la represión franquista, como la Iglesia católica, que sigue bloqueando el acceso a los archivos y, con ello, torpedeando el derecho a la verdad tanto de las víctimas como de la sociedad en su conjunto.
El principio de justicia, por su parte, reconoce tanto el derecho de las víctimas a un proceso judicial como la obligación del Estado de investigar las violaciones de Derechos Humanos y juzgar a sus autores. En esta lucha contra la impunidad es esencial recordar que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles e inamnistiables, de ahí que la lucha por la justicia sea una línea de trabajo fundamental para organizaciones como La Comuna, por medio de la interposición de querellas (tanto en Argentina como en el Estado español) y el señalamiento a los responsables de los crímenes perpetrados bajo la dictadura. Lo cierto es que a la hora de denunciar los crímenes sufridos durante la dictadura, las mujeres han de superar diversos obstáculos vinculados, fundamentalmente, a una consideración de sus experiencias como secundarias y a una concepción patriarcal de la justicia. En este sentido, se ha señalado la necesidad de trabajar en definiciones no androcéntricas de lo que se entiende por trabajos forzados o tortura, por ejemplo. Respecto a los perpetradores, en estas jornadas se ha señalado a una gran diversidad de agentes que no han sido juzgados, que no han asumido su responsabilidad y que, por supuesto, no han pedido perdón. Al interior de las instituciones represivas (la Iglesia, la Sección Femenina, la psiquiatría, la Brigada Político Social…) se han destacado en estas jornadas nombres propios como el cardenal Gomá, el psiquiatra Vallejo Nájera o los torturadores Antonio González Pacheco (Billy el Niño), Benjamín Solsona y Ángel Castellanos, pero estos individuos no fueron "monstruos aislados" sino perfectos eslabones en el engranaje represivo franquista, un engranaje que agrupó a psiquiatras, policías, jueces, empresarios, políticos, militares y a un amplio grupo de otros profesionales.
El derecho a la reparación tiene tanto una dimensión individual (de restitución, de indemnización y de rehabilitación) como una dimensión colectiva, a través de medidas simbólicas de restitución moral. En este sentido, es reparación que las luchadoras antifranquistas sean reconocidas como tales por parte del Estado y que la sociedad en su conjunto reconozca que estamos en deuda con ellas. Para ello se requiere, claro, de una sociedad (in)formada que sepa, por ejemplo, quién fue la maestra republicana Justa Freire, quién fue el militar Millán Astray y por qué es la primera y no el segundo quien merece tener una calle en Madrid. Otra medida de reparación tiene que ver con la conservación y señalización de espacios de memoria, como se ha conseguido en la antigua prisión provincial de mujeres de Valencia o en la antigua maternidad de Peñagrande en Madrid, en los que hoy una placa explica lo que allí ocurrió. Pero lo cierto es que la mayor parte de los espacios represivos empleados por el franquismo contra las mujeres siguen sin señalizarse, habiendo, en muchos casos, desaparecido, lo que constituye una pérdida irreparable.
Todas estas medidas están directamente vinculadas con las garantías de no repetición. Para el caso concreto que aquí nos ocupa, la memoria feminista antifranquista se configura como nuestra mayor garantía de no repetición. Debemos, por tanto, seguir trabajando juntas para continuar tejiendo esa genealogía que nos permite conectarnos con las experiencias de las mujeres republicanas y antifascistas, de las mujeres que se resistieron en las cárceles, en los reformatorios, en los barrios, en las fábricas, en las universidades y en los hogares. Es esta genealogía la que nos permite no tener que partir de cero ante las amenazas que se avecinan. Esta memoria feminista antifranquista es una fuente de valores inquebrantables y una escuela de lucha y resistencia. Por ello, no puedo acabar sino dando las gracias a estas luchadoras y diciendo que es un orgullo caminar a vuestro lado y que seguimos, juntas, unidas, fuertes, porque aquí no se rinde nadie.
En el cementerio de Pueblonuevo se encuentra la fosa común más grande de la cuenca minera cordobesa. En ella reposan los restos de 600 personas condenadas en juicios sin garantías
La conversación es más breve de lo que me esperaba. Ella tiene ganas de hablar y creo que le gustaría poder decir más cosas de las que finalmente cuenta. Sus mejillas, ruborizadas como un ramillete de led rojas, dan a entender que, o le intimida tener una grabadora delante o le sofoca admitir todo lo que desconoce. Quizá ambas cosas. Sea como sea, Ana Triviño da testimonio inseguro, sin demasiadas certezas. Como ella misma reconoce, supo por casualidad del asesinato de su bisabuelo Antonio Manchado Benítez cuando, en 2014, se le ocurrió elaborar su árbol genealógico. Comenzó, como es lógico, por sus parientes más inmediatos, pero, al llegar a la cuarta generación, lo que había sido un cúmulo de fotografías y anécdotas se volvieron vaguedades y frases hechas.
Desde 1939 en casa de los Manchado se habló poco de las consecuencias familiares de la Guerra Civil
Desde 1939 en casa de los Manchado se habló poco de política y, menos aún, de las consecuencias familiares de la Guerra Civil. Ni la esposa ni los hijos de Antonio contaron demasiado acerca de lo que ocurrió, por ello “la única a la que podía preguntarle —nos dice Ana— era a mi abuela, es decir, la nuera de Antonio, pero ya era muy mayor, tenía 95 años”. Toda la información es, pues, indirecta y obtenida a cuentagotas.
El Manchaíllo —como llamaban en el pueblo a Antonio— regentaba un ultramarinos y trabajaba como albañil en Peñarroya-Pueblonuevo, al norte de Córdoba. Entonces, su periferia era una vorágine de carbón, metal, humo y ladrillo. Las minas y la industria en las que trabajaban la mayoría de sus 30.000 habitantes la hicieron capital del movimiento obrero de la cuenca minera cordobesa, por lo que no fueron necesarias muchas piruetas para que penetraran las ideas comunistas y republicanas. De hecho, Antonio se afilió al PSOE cuando tenía veintitantos. No sabemos hasta cuándo duró su militancia socialista. Otro vacío biográfico.
En las pocas charlas que mantuvieron sobre el asunto, a Ana le insistieron en que Antonio “no mató a nadie” y que tras la victoria franquista “fue delatado por un cura”
Lo que sí sabemos es que durante la Guerra Civil fue miliciano en el Valle del Guadiato, y que algunos de sus hijos le llevaban víveres al frente. En las pocas charlas que mantuvieron sobre el asunto, a Ana le insistieron en que Antonio “no mató a nadie” y que tras la victoria franquista “fue delatado por un cura”. Producto de este soplo, el 5 de junio de 1939 los guardias civiles Bartolomé Cantador Pedraza e Ildefonso Mendoza Broncano aprehendieron al Manchaíllo por ser un “significado marxista” y “tener noticias [de] que durante la dominación roja intervino en registros domiciliarios de las personas de derechas”, tal y como establece el atestado militar de su detención. Tras cuatro días de cautiverio, el juez militar Francisco de Arróspide Olivares —quien ejerció como Secretario de la Administración de Justicia hasta su jubilación, en 1975— decretó prisión preventiva en una cárcel improvisada en los lavaderos del cerco industrial de Pueblonuevo. Allí quedó encerrado durante los siguientes cinco meses.
El camión desapareció camino al cementerio. Antonio tenía 50 años
A pesar de que vivió hasta 1989, Ana tampoco averiguó demasiado sobre Juliana Pizarro Tapia, la esposa de Antonio. Sólo que fue “una mujer muy trabajadora” y que vistió de un único color durante sus últimos cincuenta años de vida: el negro. Poco más. O mucho, según se mire. Hay que remontarse al 21 de noviembre de 1939, cuando siendo aún muy temprano —tanto que el cielo todavía parecía petróleo—, el aullido gutural de un camión militar resonó en el barrio obrero de El Cerro, en Pueblonuevo. Precisamente muy cerca de la antigua calle Ibáñez Marín, donde tenía su casa el Manchaíllo y a pocos metros del quiosco de churros de Juliana. Aquella mañana se había despertado muy pronto, por lo que se cruzó con el vehículo mientras encendía la freidora. Al acercarse, pudo ver a Antonio en el interior del camión. No iba solo. Junto a él estaba el hojalatero Emilio Toril López, también amordazado. Uno de los soldados, al percatarse de este encuentro fortuito escupió, con tono burlón, su ácida bilis: “A este no le ves más”. El camión desapareció camino al cementerio. Antonio tenía 50 años, y en el acta de defunción la causa de su muerte permanece en blanco. Juliana, por su parte, se quemó el brazo con el aceite.
Los disfraces de la justicia franquista
“Uno de nuestros problemas como historiadores es discernir el nivel de fiabilidad de los datos que se encuentran en expedientes como este”. La advertencia me la hace Francisco Acosta Ramírez, coordinador del proyecto de investigación ConCord de la Universidad de Córdoba. Desde hace una semana tengo abierta una pestaña en el navegador de mi ordenador con el expediente del juicio sumarísimo de urgencia nº 26043, que recoge la condena a muerte de Antonio Manchado. Habré leído sus casi 50 páginas unas diez veces, tratando de descifrar cada palabra manuscrita, cada vericueto de tinta borrada y página calcárea. Es la primera vez que consulto un documento de este tipo y me sorprende el esfuerzo que los sublevados dedicaron a enmascarar lo que ya estaba decidido de antemano. Instructores, testigos, fiscales, defensores, atestados, registros, auditores… demasiado reparto para una obra tan predecible. En estos juicios “no hay garantías de nada, sino una apariencia de legalidad”. La voz de Francisco, habitualmente tranquila y pausada, sale ahora del teléfono algo más grave. “Esta fue una preocupación que tuvo el aparato represor franquista. Aquí fueron bien aleccionados por los nazis, que aconsejaron la estructura de todo este aparato de justicia militar”.
Instructores, testigos, fiscales, defensores, atestados, registros, auditores… demasiado reparto para una obra tan predecible. En estos juicios “no hay garantías de nada, sino una apariencia de legalidad”
Al iniciar la lectura del expediente, una de las cuestiones que más llama la atención es la incorporación de varios informes elaborados por las fuerzas vivas del régimen. Están firmados por personas que difícilmente conocieron al encausado y que reconocen hablar de oídas; aun así, tienen la misma carga probatoria que cualquier testimonio directo. El primero de los informes pertenecía al comandante Justo Cánovas Aybar, que entonces contaba con 32 años de servicio. El segundo, a un brigada de la Guardia Civil, y el tercero al alcalde de Peñarroya-Pueblonuevo, José Borreguero Borreguero, un camisa vieja de Falange. Los tres fueron emitidos poco después de la detención de Antonio, en junio de 1939, y en todos ellos se le acusaba de ser “de ideas extremistas, dueño de un establecimiento de bebidas donde se reunían constantemente elementos muy significados en las ideas marxistas”, así como de ser “miliciano y jefe del grupo de reservas del Partido Comunista durante la dominación roja”, además de formar parte “voluntariamente de la columna roja que salió para atacar el pueblo de Hinojosa del Duque y efectuó registros en los domicilios de personas de derechas”.
Salvo por algunas palabras, estos informes son idénticos. Parecen haber sido elaborados en serie a la espera de que alguien estampara su firma. Un cuarto informe correspondía al delegado local de Falange, un tal Martín, sustancialmente distinto a los anteriores y que añadió otras imputaciones, como la de haber dado la orden de asesinar al veterinario del pueblo.
Antonio Manchado tomó la escopeta para defenderse de un golpe de Estado. Su asesinato no es, por tanto, nada más que un crimen, sino que también es un asunto político
La mayoría de estas acusaciones fueron negadas por el Manchaíllo. Ni fue militante del PCE, ni utilizó su ultramarinos como sede política, ni ordenó matar a nadie, ni participó en los saqueos y ejecuciones de Hinojosa del Duque. Pero hubo otras cosas que sí confesó. Era de izquierdas, fue miliciano, llevó a cabo requisas domiciliarias y combatió en la columna que, en 1936, partió hacia Hinojosa del Duque para recuperarla. Antonio Manchado tomó la escopeta para defenderse de un golpe de Estado. No fue una víctima aleatoria, no era alguien que sólo pasaba por allí, sino que fue arrollado por una guerra que no provocó. Su asesinato no es, por tanto, nada más que un crimen, sino que también es un asunto político. Como aconseja el historiador italiano Enzo Traverso, mal haríamos en reemplazar la “memoria de las luchas” con “la memoria de las víctimas”.
Leídos los informes llegó el turno de los testigos. De los 11 testimonios recogidos sólo uno es abiertamente positivo, el de Carmen Carracedo. Con poco más de 20 años, Carmen presenció uno de los registros de Antonio; en esta ocasión, en el domicilio de su abuelo. Para evitar que la familia pudiese recibir algún mal trato, Carmen escondió la única pistola que había en el corral, pero el Manchaíllo se percató del movimiento. Le hizo saber que la había descubierto, pero no la delató a sus compañeros “por no hacerle daño”. También, insistió Carmen, el registro se produjo con amabilidad y corrección. “Se comportó bien, sin molestar a nadie”.
En cambio, los testimonios más duros provinieron del entorno del encausado, incluida una persona a la que el mismo Antonio solicitó entrevista. Aunque el testigo no supo situarle con certidumbre en ningún acontecimiento, sí que señaló que “no le extrañaría que hubiese tomado parte de registros domiciliarios, así como en otras clases de desmanes dadas sus ideas marxistas”. Algo similar ocurrió con un compañero de armas que anteriormente había sido delegado sindical del sector minero. Éste le acusó de haber emitido una orden de detención contra un vecino por escrito y firmada de su puño y letra, un extremo altamente improbable, ya que Antonio Manchado no sabía leer ni escribir y, por ello, rubricó todas sus declaraciones con su huella dactilar. El investigador Francisco Acosta Ramírez explica esta deslealtad por “el clima de miedo y represión, el temor a las consecuencias personales que podría tener emitir un informe favorable a una persona que estuviese encausada por la justicia militar”. “Seguramente —matiza sobre el caso del minero sindicalista— antes de haber dado testimonio habría pasado un tiempo en la cárcel, y es fácil imaginar qué sucedía en las cárceles franquistas. De hecho, es probable que esa persona también tenga un expediente”.
La sentencia da por probadas todas las imputaciones, a pesar de que ningún testimonio le relaciona con delitos de sangre concretos
Como es previsible, las personas simpáticas con el golpe a las que, supuestamente, Antonio requisó armamento, respondieron a las preguntas del instructor con ánimo incriminatorio. Un médico y un farmacéutico que eran hermanos, y un veterinario que había sido acusado de estupro en Fuente Obejuna antes de la II República, apoyaron los cargos imputados. Ninguno de ellos, en cambio, pudo atribuirle delitos de sangre.
Finalizada la instrucción, en agosto de 1939 se constituyó el Consejo de Guerra presidido por Rafael Mora Sánchez, un experimentado militar de Infantería. Hasta ese momento, Antonio no había contado con asistencia letrada. Y para el caso, lo mismo daba. El defensor asignado —que no elegido— fue Ramón Romero Encinas, quien se apresuró a solicitar al tribunal la pena de 30 años de cárcel para su defendido, inculpándole de todas las acusaciones realizadas por el fiscal, el capitán Fernando Fernández Albarrán. Que la persona que debería velar por sus intereses se inhibiese de su labor no era un hecho insólito en este tipo de procedimientos: “La defensa es una formalidad”, aclara Francisco Acosta, ya que el abogado “es siempre un militar de inferior graduación al fiscal”, hecho que no es baladí en el ambiente castrense, marcado por la obediencia debida al elemento jerárquicamente superior. De hecho, añade Acosta, es fácil advertir que “sistemáticamente el abogado defensor se limita a pedir la pena inmediatamente inferior a la que solicita el fiscal”, sin atender a las pruebas —o ausencia de las mismas— ni a cualquier otra circunstancia.
Para sorpresa de nadie, Antonio Manchado fue condenado a muerte. La sentencia da por probadas todas las imputaciones, a pesar de que ningún testimonio le relaciona con delitos de sangre concretos. Tampoco constan pruebas documentales, sólo orales. El Manchaíllo se negó a sellar con su dedo índice aquel despropósito, y la notificación de la sentencia sólo la firman el instructor de cumplimiento y su secretario. El dictador Francisco Franco se dio por enterado el 11 de noviembre de aquel año. Diez días después, a las 6.45 su cuerpo rebotó contra la tapia del cementerio de Pueblonuevo, empujado por los proyectiles del piquete de fusilamiento. España aún no ha revocado la sentencia.
Cuando la tierra hable
Antonio Manchado fue enterrado en la sepultura 25 y línea 2 del grupo quinto, en algún lugar del cementerio de Pueblonuevo. Su bisnieta Ana ruega porque los restos estén en alguna de las dos extensiones de tierra que todavía se conservan sin nichos ni jardines. Si no fuera así, serían todavía más difícil de detectar y exhumar. El terreno sobre el que se puede intervenir más fácilmente representa sólo una tercera parte de la extensión que el camposanto tenía en 1939. La titánica tarea de localización la encabeza Rafael Espino Navarro, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Aguilar de la Frontera (Aremehisa). Rafael calcula que puede haber en torno a 600 cadáveres en dos fosas, con una extensión conjunta de 1.900 m² como mínimo. Cien de los desaparecidos han podido ser identificados con nombres y apellidos por la Asociación, aunque la mayoría de sus descendientes ni siquiera lo saben.
Rafael Espino calcula que puede haber en torno a 600 cadáveres en dos fosas del cementerio de Pueblonuevo
Aquellas personas fueron, en vida, militares, carteros, carpinteros, mineros y obreros de todo tipo, procedentes, mayoritariamente, de Andalucía y Extremadura, pero también de ciudades tan dispares como Madrid, Lleida o Valencia.
Justamente, fue alguien de esta última ciudad la que inició la búsqueda. Su pariente, Amadeo Molina Perea, fue fusilado en 1940 y enterrado en la misma fosa que Antonio. Cuando localizó el expediente del juicio sumarísimo descubrió que, junto a él, se encontraban dos personas más. Y así, poco a poco, Aremehisa ha ido tirando del hilo hasta dar con los cien primeros nombres. La saca más poblada llegó a reunir ocho fusilamientos durante una misma alba.
Rafael Espino también me cuenta que una particularidad de las fosas de Pueblonuevo es que las sepulturas parecen ser individuales, por lo que los cuerpos no fueron apilados y arrojados a una zanja, cosa que tiene sentido en tanto que los fusilamientos se prolongaron, como poco, durante dos años. Asimismo, los testimonios recogidos por Aremehisa dan a entender que los padres, parejas e hijos de los asesinados nunca fueron notificados oficialmente, y conocieron la triste noticia por comentarios, rumores o, como en el caso de Juliana Pizarro, por las chanzas de los cómplices.
Rafael Espino: “La Junta de Andalucía está desaparecida de todas las intervenciones que estamos realizando, aunque lleven aprobadas en BOJA desde 2016”
La Asociación que preside Espino lleva un año documentando las ejecuciones, para lo cual contó con una asignación de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) de 3.000 euros. Para la segunda fase, la realización de catas sobre el terreno, el mismo organismo ha destinado 9.200 euros. La Diputación de Córdoba y el Ayuntamiento de Peñarroya-Pueblonuevo están colaborando en el plano administrativo, pero la Junta de Andalucía esta “desaparecida por completo en todos los aspectos. Pero no sólo de esta intervención, sino de todas las que estamos realizando en la provincia de Córdoba, intervenciones que llevan aprobadas en BOJA desde 2016 y 2017”, denuncia Rafael Espino. Aunque ningún gobierno andaluz ha brillado por su implicación en este ámbito, “en esta legislatura ha sido entrar, y una parálisis total y absoluta”.
Aunque encontrar el cuerpo del Manchaíllo sería un alivio para Ana Triviño, aun quedaría mucho trabajo que hacer. Como la justicia franquista fue insaciable, años después de su fusilamiento, en 1943, se inició el Expediente nº 339 de incautación de bienes en su contra, al amparo de la Ley de Responsabilidades Políticas. Cuatro años bajo tierra no fueron óbice para concluir la venganza, por lo que los investigadores militares procedieron a intentar localizar las propiedades de la viuda, Juliana, con la intención de expropiarlos. Sin embargo, no encontraron nada. Ana tampoco sabe qué pasó con el ultramarinos, pero lo cierto es que se esfumó. En el Registro de la Propiedad tampoco hay rastro. En 1947 se dio por cumplido el expediente. Juliana pagó su deuda con el Régimen entregando un marido y ocho años de persecución.
Personas identificadas en la fosa de Pueblonuevo. Si reconoces algún nombre ponte en contacto con Aremehisa (aremehisa@hotmail.com):
Manuel Aguililla Donoso, Francisco Romero Álvarez, Rubén Toril Nieto, Bartolomé Rodríguez Álvarez, Teógenes Gómez Sánchez, Evaristo Montes Ruiz, Teófilo Moreno Fernández, Pedro Tenado Murillo, José Clemente García Valencia, Sebastián Arribas Cáceres, Elías Díaz Vázquez, Hermenegildo Estévez Ferrer, Pedro Gahona García, Juan Escribano Román, Juan A. Martín Cortés, Emilio Soligo Moliné, Segundo Tercero Sereno, Emilio Alcázar García, Gabriel González Godoy, Marcos Gómez Sánchez, Román Closa Llaureus, Quintiliano Herrero Blanco, Florentino Cubero Aranda, Antonio Muñoz Moreno, Jaime Trondoni Genes, Antonio Fusimañas Sabatell, Antonio Moreno Alcántara, Bartolomé Santos Tena, Juan Manuel Ortega Mora, Victoriano Hernán Francisco, Ricardo Herrero Cirujano, Domingo Martínez Castillo, Sandalio Sánchez Castillejo, Martina Alcántara Calvo, Juan Gómez Peralvo, Gregorio Martín Romero, Julio Perea Peña, Ceferino Cerezo Garzo, Marcelo Habas Rodríguez, Antonio García Prieto, Honorio Esquina Benavente, Fermín Pradera Nieto, Felipe González Molero, Cecilio Molina Muñoz, Gumersindo Lujan Rodríguez, Santiago Cáceres Delgado, José Balsera Prado, Amadeo Molina Perea, Rafael Bejarano Medina, Antonio Benítez Fernández, Rafael Fernández Fernández, José Mansilla Moreno, Nereo Mansilla Moreno, Eugenio Martín Infantes, José Merino López, Martín Rodríguez Caballero, Antoniano Villareal Chaves, Antonio Rey Villa, Ramón Rodríguez Ortiz, Tadeo Vega Caballero (Gallego), Alfonso Rodríguez Invernón, Andrés Fernández Caballero, Jacinto Garrido Rueda, Mariano Calero Aguirre, Eulogio Angulo Ramos, Manuel Caballero Caballero, Manuel Hernández Molina, Diego Maturana Rivera, Manuel Monterroso Núñez, Juan Serrano Galán, Manuel Martínez Pozo, Tomás Armenta Muñoz, Emilio Díaz Ruiz, Bibiano Arévalo Rivero, Manuel Castillejo Romero, Vicente Gómez Fayos, Antonio García Torres, Teodoro Doblado Aragón, Juan de Dios Mansilla Moreno, Emiliano Toril López, Juan Elías Gallego Sánchez, Miguel Herrador Castillejos, , Antonio Manchado Benítez.
Un campo de concentración en una isla canaria que termina convirtiéndose a la caída de la noche, con la imaginación de todos, en un lugar de espectáculos donde los reclusos, homosexuales represaliados, viven la fantasía que les arrebata la realidad.
Atresplayer Premium ha iniciado el rodaje de una de sus ficciones más arriesgadas de su trayectoria y para la próxima temporada estrenará Las noches de Tefía, que se inspira en un campo de prisioneros real que estuvo en dicha localidad de la isla de Fuerteventura. Patrick Criado y Miquel Fernández (ambos coincidieron en Mar de plástico), el actor cubano Jorge Perugorría (protagonizó Doctor Portuondo para Filmin), Marcos Ruiz (Las leyes de la frontera) y el prolífico Roberto Álamo (entre sus últimas series, Caronte o Antidisturbios)son los actores protagonistas.
La ficción se inspira en unas instalaciones reales, una colonia de reclusión y represión, que existieron entre los años 50 y 60, el autor teatral Miguel del Arco es el guionista y director de Las noches de Tefía, produccion de Buendía Estudios Canarias y Atresmedia.
La historia contará con seis episodios y el elenco lo completarán Raúl Prieto, Javier Ruesga, Carolina Yuste, Ana Wagener, Israel Elejalde y José Luís García Pérea.
El lugar tenía el nombre de Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía y funcionó entre 1954 y 1966 en un paraje desértico de Fuerteventura. A dicho campo las autoridades enviaba a los condenados por la entonces ley de vagos y maleantes. La ficción parte del relato de Airam Betancor (Ruiz de joven, Perugorría de adulto), uno de aquellos presos homosexuales, que se ve obligado a recordar los 17 meses de trabajos forzados que padeció.
Las investigaciones de un documentalista que intenta dar voz a la historia de silencio de la colonia penitenciaria fuerzan a Airam a hacer un doloroso ejercicio de memoria que provocará muchos problemas en su vida. El recuerdo adormecido de la terrible vida en la colonia se mezcla con el de las narraciones que uno de sus compañeros de barracón improvisaba por las noches para aliviar sus miserias. Charli (Miquel Fernández), el narrador, inventó para todos ellos El Tindaya, un deslumbrante music hall donde cada uno tiene su alter ego.
Un espacio de libertad en el que, como dice su tema de bienvenida, el límite de lo posible revienta al imaginar.
Nos es grato comunicarles, que el próximo día 8 de mayo de 2022 a las 10 de la mañana, en el cementerio de Santa Mariña Lagostelle, Guitiriz, Lugo, llevaremos a cabo las dignificaciones e inhumaciones, de lo ocho represaliados asesinados por los fascistas en octubre de 1936, cuyos nombres aparecieron en una nota en el interior de botellas, siendo visible el de Edmundo Peinado Ponte.
Con la colaboración de la ARDF DESAPARECIDOS, Vicepresidencia da Deputación de Lugo y o Área de Memoria Histórica, donde se leerá poesía y lírica creadas para el evento, se amenizará con grupo musical da tierra Os Valuros. No habrá risas ni tristeza, pero si alegría por dignificar e inhumar a demócratas republicanos que dieron sus vidas por libertad ante los genocidas fascistas que sesgaron su presente futuro y el de sus familias.
En julio de 2019 se llevaron a cabo los trabajos de exhumación de la fosa común situada a espaldas de la parroquia de Santa Mariña de Lagostelle, en Guitiriz-Lugo, tras una campaña de financiación vía crowfunding solidario. Estos días, también hay otra campaña de financiación en kukumiku.
Se encontraron los cuerpos de ocho represaliados del franquismo ejecutados en octubre de 1936. De los ocho restos recuperados, seis estaban en ataúd, perfectamente alineados, algunos con los brazos cruzados sobre su pecho y dos sin féretro a continuación de los demás.
EXHUMACIÓN FOSA COMÚN SANTA MARIÑA DE LAGOSTELLE – GUITIRIZ – LUGO
Relatar un recuerdo no es sino una historia de violencia con la que garantizar la supervivencia del mismo Juan Manuel Gil
Reflexionar sobre nuestra aportación, sobre nuestro granito de arena, al conocimiento de la dictadura franquista puede parecer un ejercicio de vanidad, de inmodestia. Ciertamente, ese tipo de tareas suele pedirse a profesionales que bien están al final de sus carreras o bien gozan de éxito e influencia. Un encargo de esta naturaleza a un profesor de provincias por consolidar es, como mínimo, un acto de fe del que, sospechamos, debemos estar agradecidos y del que esperamos salir indemnes.
En estas líneas mezclaremos las memorias con el análisis historiográfico. La idea es presentar un sucinto balance de aquello que creemos haber aportado, mas tenemos la convicción de que ese trabajo resulta más explicativo si se contextualiza con las condiciones en las que se desarrolló y se ofrece un relato causal de la evolución e influencias. Partimos, en cualquier caso, de dos a priori –en forma de citas– que pretenden servir de excusa para cualquier injusticia u omisión. Walter Benjamin escribió que «no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie». Eligiendo esta desgarradora sentencia pretendemos reconocer que nuestro trabajo no está exento de disputas, odios y banderías y que, como cualquier otro académico, no hemos estado ajenos a esas poco edificantes circunstancias. Por otro lado Alessandro Portelli advierte que «la memoria es un constante trabajo de búsqueda de sentido». Las personas traemos al recuerdo aquello que hoy tiene significado relegando al sótano del olvido aquellas experiencias que ya carecen de valor. Además, cualquiera que haya trabajado con fuentes orales debe reconocer la existencia de fantasmas, de memorias no olvidadas sino suprimidas, intersticios del relato por los que se cuela la perturbación, el trauma. Resumiendo estas dos sentencias podríamos preguntarnos, con la frase de Juan Manuel Gil que encabeza estas líneas, si rememorar un recuerdo no es sino una historia de violencia que consigue perpetuarlo.
-I-
Cuando decidíamos dedicar nuestra tesis doctoral al estudio de la dictadura aparecían, en torno al 2000, una serie de monografías que, a nuestro juicio, supusieron un hito en la historiografía del franquismo. Nos referimos a Las políticas de la Victoria, de Antonio Cazorla, al Tiempo de Silencio, de Michael Richards, al Vivir es Sobrevivir, de Conxita Mir y a El Franquismo en Valencia, coordinado por Ismael Saz y Alberto Gómez Roda. Estos trabajos –diversos en sus planteamientos, enfoques y metodologías– trataban de penetrar en el que hasta ese momento se consideraba el gran déficit de la historiografía del franquismo: el problema de las actitudes sociales y la opinión popular bajo la dictadura. En ese momento no lo sabíamos –nuestros primeros pinitos en la investigación eran un estudio sociopolítico del Frente de Juventudes– pero ese debate se convirtió en la cuestión que guió nuestras pesquisas y, en gran medida, las de las siguientes dos generaciones de investigadores del franquismo. Determinante, en ese sentido, fue la influencia de Antonio Cazorla quien, allá por la primavera de 2001, ofreció en la UAL un curso de doctorado sobre el primer franquismo. De las lecturas que recomendó, de nuestras charlas y de la propia sensación de fracaso con la que concluimos el trabajo de investigación DEA extrajimos la convicción de que el análisis de FET-JONS ni podía ni debía ser el objetivo principal de nuestra investigación. Una convicción que se veía reforzada por el impacto que nos había causado una conferencia de Ismael Saz en Ávila, en unas jornadas organizadas por el Seminario de Fuentes Orales de la Universidad Complutense. La charla sobre los obreros de Sagunto nos trajo al presente los relatos de nuestros abuelos –antiguos productores de ENDESA–. Ese era el tipo de historia que queríamos narrar.
Las circunstancias que nos rodeaban impedían que pudiéramos emular el trabajo sobre los obreros industriales valencianos. A pesar de que, junto a nuestra compañera Sofía Rodríguez, nos preocupáramos desde el primer momento de construir un fondo de testimonios orales lo cierto es que nuestra juventud, y nuestra condición de forastero, nos tenían desconectado del entorno de los partidos políticos y del movimiento obrero en la provincia. Una provincia, por otro lado, en la que el sector industrial carecía de importancia y en la que el gran motor económico –de haber alguno– era el campo: la uva de embarque. Finalmente, en el grupo de investigación donde trabajábamos había otras tesis en curso y eso, en gran medida, motivó que existiera cierto reparto –nunca del todo explicitado pero sí obvio y notorio– de tareas e, incluso, de fuentes de archivo. Esos factores, y nuestra propia timidez y ensimismamiento, nos condujeron al Archivo Histórico Provincial de Almería donde nos encontramos una documentación abundante y prolija: los partes de la Guardia Civil.
Los partes eran una documentación copiosa –había miles y se conservaban hasta mediados de los cincuenta– que ofrecían un retrato vívido, fuerte y desolador de la sociedad de postguerra. Eran, por otro lado, una fuente que permitía hacer historia social y desde abajo sin necesidad de estudiar organizaciones políticas o sindicatos, atendiendo a las prácticas y acción de la gente corriente –de los sectores más depauperados de la sociedad–. Nuestro problema principal fue que teníamos mucha documentación pero carecíamos de conocimientos teóricos que nos ayudaran a conectar el problema de las actitudes sociales bajo las dictaduras con los delitos y acciones que aparecían en los documentos. Habíamos leído a Thompson, a Rudé, a Hobsbawm… y también algunos trabajos sobre la delincuencia y la justicia ordinaria en el franquismo –en ese sentido fue fundamental la aportación seminal de Conxita Mir– pero conjugar ambas visiones en un relato que ofreciera un sentido político a la acción de los de abajo no estaba explorado ni era tan obvio. En ese punto, el descubrimiento de la obra de James C. Scott fue vital coincidiendo la traducción de Los dominados y el arte de la resistencia con el Encuentro de Investigadores del Franquismo de Albacete. Allí pudimos leer diferentes comunicaciones sobre delincuencia y justicia ordinaria pero, sobre todo, acercarnos al uso de Scott que hacía Ana Cabana. No recuerdo exactamente cuando me decidí a contactar con ella –no sé si fue antes o después de que le dieran el Premio de Jóvenes Investigadores de la AHC– pero intercambiar escritos y poner en común nuestras impresiones y lecturas fue esclarecedor: allí donde nosotros teníamos casuísticas ella aportaba brillantez y claridad teórica. El dibujo que comenzamos a esbozar del franquismo fue el de una sociedad extremadamente dinámica y conflictiva y en la que el miedo y la conformidad no podían ocultar los estallidos ocasionales, las quejas individuales y las resistencias cotidianas. La paz social franquista era, en gran medida, un mito. Éste ocultaba una gran conflictividad.
-II-
Así, una de nuestras primeras aportaciones no sólo pretendía discutir el retrato que sobre la opinión popular presentaban los informes de FET-JONS y de la DGS sino también presentar el proceso de destrucción de la clase obrera como un proceso no sólo físico sino también cultural en el que jugó un papel capital la destrucción de la esfera pública –la transformación violenta de la sociedad española en una sociedad autovigilada–. Esa asfixiante y coercitiva realidad no impidió que, como resaltaba Scott, pudiéramos constatar la existencia de un discurso oculto, de espacios donde expresar disidencias al discurso oficial de relaciones de poder. Utilizando la documentación encargada de reprimir –el discurso contrainsurgente– mostramos un amplio repertorio de protestas individuales y colectivas que evidenciaban que incluso en una región periférica y poco dada a la protesta como Almería persistían identidades y lenguajes de clase que mostraban ruido de fondo bajo la paz franquista. Nuestro interés por recuperar esas voces y quejas no sólo pretendía mostrar las diferentes prácticas y actitudes de resistencia y contestación sino que, también, entraba dentro del, ya añejo, proyecto de recuperar a los perdedores de «la enorme condescendencia de la posteridad».
Mas nuestra principal aportación no se dio en el terreno de la política. Nuestro análisis de caso era más favorable a poner de relieve las resistencias cotidianas a la autarquía. La historiografía había sido prolija señalando tanto la miseria a la que dio lugar la política económica franquista como el malestar popular por las condiciones de vida. Sin embargo no se había apostado tanto por dar un valor político a las transgresiones de la ley como los hurtos, los timos o el estraperlo. Nuestra aportación no pretendía equiparar todas estas acciones sino, más bien, señalar que algunas de ellas podían ser entendidas como armas de los débiles, lucha de clases sin clases. En la amplia gama de delitos contra la propiedad encontraremos un amplio abanico que oscilaba desde el egoísmo hasta las acciones que formaban parte de estrategias de la oposición organizada pasando por prácticas de resistencia individual fundamentadas en nociones morales compartidas. Debatir y distinguir el valor político del hurto nos llevó a proponer que estas prácticas no podían ser catalogadas como oposición o antifranquismo sino, más bien, como micropolítica popular o subalterna. Al fin y al cabo, las resistencias al trabajo, a las políticas de control de precios o a los abusos burgueses, o del Estado, tenían una larga trayectoria remontándose, como mínimo, a los inicios de la contemporaneidad. Estas estratagemas no sólo se dieron contra la dictadura si bien era cierto que su política económica abrió territorios donde desplegarlas.
Unas prácticas que ni eran exclusivas de nuestro país, en el contexto europeo del momento, ni podían desligarse de la hambruna que asoló a la España de los cuarenta. Nuestra aproximación transnacional al fenómeno del mercado negro –publicado en un dossier de Miguel Cabo y Ana Cabana sobre la obra de James Scott en Historia Social– puso de manifiesto que la crisis de subsistencias en nuestro país fue una hambruna. Una crisis equiparable a otras hambrunas como la griega u holandesa y mucho mayor que miserias con más repercusión y ayuda internacional. En ese contexto, y al igual que ocurrió en la Europa ocupada, la dictadura cambió de raíz la estructura de la política convirtiendo en ilegal cualquier queja o protesta. Las capas subalternas intentaron solventar sus problemas de subsistencia utilizando transgresivamente el discurso del poder. Interpretaron que el racionamiento obligaba, al menos moralmente, al Estado a suministrar una cantidad mínima de alimentos. Su lealtad al sistema económico dependía de la capacidad de la administración para suministrar productos. Si el Estado servía suministros con eficacia, el mercado negro, pese a existir, era asumible. Si la realidad era la de un mercado oficial desabastecido –como ocurrió en Francia, España o Grecia– la gente corriente se veía obligada a estraperlear. Un fenómeno tan común que, a los ojos de muchos europeos, recurrir a la ilegalidad dejó de ser un crimen. En el caso español, el estraperlo fue una estrategia de subsistencia, y forma de resistencia cotidiana de las clases subalternas durante los años del hambre, pero también ayudó a crear el corrupto sistema de la dictadura. Las elites y la burocracia franquista terminaron por corromper a la sociedad tejiendo unas redes clientelares y de extracción de recursos que, al tiempo, las sostenían. El estraperlo como arma de los débiles disminuyó con el fin de las hambrunas mas esas redes de lucro sobrevivieron hasta el fin del racionamiento y más allá.
-III-
Esa concepción reticular de la política fue la que también quisimos trasladar a nuestro análisis del poder local en la destrucción de la democracia y la construcción del franquismo. Probablemente, la mayor parte de ustedes tendrán la idea de que nuestra posición en este punto se debía a la innegable influencia de Antonio Cazorla. Negar esa deuda historiográfica sería mentira, y mezquino, pero también lo sería no apuntar a diferentes profesores e investigadores de la UAL –Francisco Andújar, Fernando Martínez, María Dolores Jiménez…– que llevaban años hablando sobre clientelismo y caciquismo en sus clases y publicaciones. Así, tomamos del primero su brillante énfasis en no considerar resuelto el problema del caciquismo, de los segundos sus enseñanzas y lecturas sobre redes y clientelismo y de mi tutor de tesis –Rafael Quirosa– y su grupo de investigación los trabajos y pesquisas en archivos municipales sobre el personal político en la II República y la Guerra Civil. Esas influencias afincaron nuestro trabajo al terreno –dándole profundidad temporal y datos empíricos– si bien quisimos integrar nuestro trabajo en el debate estatal sobre los cuadros políticos locales –que estaban planteando historiadores como Miguel Ángel del Arco, Julián Sanz o Martí Marín– y encuadrarlo en el debate sobre el fascismo genérico. En este último punto nuestra principal influencia volvía a ser Ismael Saz si bien él mismo nos advirtió de la necesidad de integrarnos en el debate internacional y leer a autores como Roger Griffin, Robert Paxton o Aristóteles Kallis.
El resultado de todas estas influencias fue una serie de trabajos en los que enfatizábamos el peso del caciquismo y el clientelismo en la política local de la crisis de los años 30 y de postguerra. A través de un estudio extensivo en más de la mitad de localidades de la provincia de Almería y de análisis de caso como el de Berja –donde pudimos reflejar las estrategias familiares y matrimoniales de las élites locales y donde evidenciamos los manejos de un cacique a través de su correspondencia privada– mostramos cómo en el ámbito local los cambios políticos no fueron tan nítidos como las apariencias o los nombres de los regímenes o de los partidos políticos dan, muchas veces, a entender. El caciquismo, el intervencionismo gubernativo, el faccionalismo y el clientelismo fueron una realidad durante la República y no podíamos considerar a Franco como el cirujano de hierro que acabó con las prácticas clientelares. Nuestra investigación puso de manifiesto cómo junto al nuevo personal político se detectaba un número significativo de personas que pertenecían a la clase dirigente tradicional pudiéndose hablar de una interacción formal e informal entre caciques y hombres nuevos. Además quisimos enfatizar que la identidad de los actores no era determinante para dilucidar el problema sino que debíamos atender a las prácticas políticas cotidianas, a los intereses materiales y a elementos cualitativos: redes familiares, ámbitos de sociabilidad, conexiones laborales y culturas políticas. El resultado no sólo ponía en tela de juicio que se produjera una renovación del personal político sino que evidenciaba la perpetuación de prácticas clientelares.
El Nuevo Estado franquista no redujo el poder de los notables, al contrario, construyó un sistema en el que muchos de ellos fueron capaces de satisfacer sus apetencias sin las interferencias de la opinión pública. En ese sentido adoptamos la definición del poder local franquista como un poder local parafascista o fascistizado señalando que tanto las dictaduras fascistas como las fascistizadas tuvieron como objetivo transitar hacia la sociedad de masas adoptando fórmulas que cancelaran el espacio público y los retos del movimiento obrero. La distinción entre fascismo y parafascismo no es sólo ideológica sino que implicaba tomar en cuenta los retos y la relación de fuerzas existente en cada región y sociedad. La adopción de una u otra fórmula dependía de la relación de fuerzas en el seno de la coalición reaccionaria, de los cálculos que realizaron las élites a la hora de cooptar y relacionarse con los fascistas y de la capacidad de estos últimos para deshacerse de su tutela. Empero, incluso dentro de las dictaduras parafascistas constatamos diferencias. A través de un análisis comparado con otros casos europeos concluimos que el poder local franquista era muy semejante al salazarista si bien presentaba también similitudes con el de Vichy o con el de la Noruega ocupada –aunque también con el del fascismo italiano–.
-IV-
Una última característica de nuestra aportación a la historiografía del franquismo tiene que ver con la reflexión teórica y el gusto por la historia de la historiografía. Ya hemos señalado, en otras ocasiones, algunas de las características de la que hemos bautizado como tercera generación de investigadores del franquismo. A pesar de que ésta no forma, ni mucho menos, un colectivo o proyecto común; consideramos que nuestra aportación se enmarca en su seno. Podríamos señalar una serie de características: preeminencia del debate sobre las actitudes sociales y la opinión popular, apego por la vida cotidiana y la política informal, adopción de posiciones teóricas cercanas a la historia cultural, estudios de caso locales o regionales… Tras una temporada no demasiado productiva, quizás convenga apuntar algunas cuestiones críticas o en las que asoma cierta insatisfacción o desazón. Ese colofón ayudará a hacer de este ejercicio de reflexión y divulgación algo más que autobombo o propaganda.
Un aspecto crítico de las aportaciones que hemos presentado es que muestran una aproximación al franquismo bipolar. Nuestro trabajo se ocupó de las capas más humildes y de los cuadros políticos de la dictadura pero ha dicho poco sobre las diferentes capas medias en las que se apoyó la dictadura. Bien es cierto que no hemos hablado de otros trabajos –como los de Falange y sus delegaciones o los de los maestros y el sistema educativo– que podrían matizar esa crítica pero, aún así, creemos que esta es una tara de nuestra obra y que no somos injustos si la extendemos a la de otros. En ese sentido, resulta paradójico la adopción de perspectivas cercanas a la historia cultural y que, en cambio, los trabajos sobre la religiosidad popular así como sobre el lenguaje, imaginarios, ritos y organizaciones católicas sean, más bien, escasos.
Además, comenzamos el texto señalando que el debate sobre las actitudes sociales ha sido la cuestión que, en gran medida, ha guiado los trabajos sobre franquismo desde el cambio de milenio. Quizás quepa señalar tres cuestiones. En primer lugar ese debate parece haber llegado a un punto de no retorno. Las preguntas historiográficas son útiles en la medida que nos abren nuevas vías de investigación y nuevos enfoques pero cuando los trabajos empiezan a repetirse y tan sólo ofrecen más casos y documentación es que se está llegando a un punto muerto. Quizás haya llegado el momento de un cambio. En segundo lugar, resulta sintomático que en un debate internacional con evidentes contactos con otras ciencias sociales –antropología, sociología, politología– no hayamos sido capaces de generar algún tipo de aportación a la teoría social. Saludamos con agrado nuestra paulatina introducción en los debates internacionales pero hemos de admitir que seguimos sin aportar conocimiento significativo –a veces caemos en la mera traducción– ni una manera distintiva de hacer historia o ciencia social –y en este punto no son las generaciones más jóvenes los máximos responsables–. Finalmente, hemos de reconocer que si bien hemos concedido capacidad de agencia –y protagonismo– a sectores sociales no demasiado trabajados nuestros relatos quizás pequen de cierto optimismo. Un peligro de las tesis de Scott es que con su énfasis en la agencia subalterna se pierda de vista la capacidad de los sistemas, de los estados o las elites para asumir las armas de los débiles, o el discurso oculto, como un coste asumible del engranaje. Como explica William H. Sewell Jr. las estructuras son, en gran medida, duales. Los pensamientos e intenciones de los actores están constituidos por la cultura que estructura y restringe a éstos si bien, en determinadas circunstancias, los agentes pueden innovar en formas estructuralmente moldeadas. Que las principales aportaciones a las resistencias cotidianas a la dictadura se presenten desde regiones tradicionalmente catalogadas como inmóviles o conservadoras no deja de ser significativo.
Por último hemos de señalar que, como generación, no hemos presentado un relato divulgativo sobre la dictadura. Los avances de los últimos veinte años se pierden, en gran medida, en debates de expertos en las revistas de impacto. Nuestra experiencia a la hora de hacer una síntesis divulgativa fue que seguíamos basándonos en lo que habían pensado otros –de más edad o prestigio–. Corremos, además, el riesgo de que esta carencia crezca con el paso del tiempo ya que empezamos a producir doctores y académicos para los que la tesis doctoral es un trámite y su labor se centra en producir, muchos, artículos de impacto. ¿Son éstos un buen indicador del avance de la historiografía? Y añadiríamos: si ni llegamos al gran público ni tenemos un relato muy distinto al de las generaciones precedentes ¿Es nuestra aproximación significativa? ¿A qué fines sirve?
Selección bibliográfica
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— (2008): «Hoy Azaña, mañana… Franco. Una microhistoria de caciquismo en democracia y dictadura. Berja (Almería), 1931-1945» Hispania. 229, 471-502. (Junto a Antonio Cazorla)
— (2007): «Cuando lleguen los amigos de Negrín… Resistencias cotidianas y opinión popular frente a la II Guerra Mundial. Almería, 1939-1947», Historia y Política, 18, 295-323.
— (2006): «La historia local y social del franquismo en la democracia, 1976-2003. Datos para una reflexión», Historia Social, 56, 153-175.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Inauguración del telégrafo en Alhabia (Almería) en 1949 (foto de la exposición Bajo el yugo y las flechas. La España de posguerra, 1939-1959, Museo Etnográfico de Terque, 2021)