El cardenal Enrique Pla y Deniel, en compañía de jefes franquistas en Toledo.
Apenas dos meses. Ese fue el tiempo que tardó la Iglesia católica española en dar carta de legitimidad al golpe de Estado de Franco y bendecir la guerra civil como “cruzada nacional” contra la República. Sin embargo, 83 años después, la curia aún no ha pedido perdón por situarse de lado de unos sublevados cuya aventura costó un millón de muertos y sangrientas tropelías y crímenes contra la humanidad como nunca antes se habían visto. Hoy existen suficientes documentos, tanto escritos como radiofónicos, para saber con meridiana exactitud qué fue lo que pasó y cuál fue la posición de los obispos españoles en aquellos momentos trágicos para el país. Los revisionistas de la historia, esos mismos que apuestan por resucitar el franquismo en pleno siglo XXI, tratan de darle la vuelta a la realidad. Pero los hechos son los hechos.
Tras el golpe del 36, y nada más tener noticia de la toma de Toledo, el cardenal Isidro Gomá adoptó la más rotunda posición beligerante en una alocución transmitida por Radio Navarra: “Judíos y masones, fuera de ley o contra ley, o con la ley cuando llegó su hora, envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros o mongoles aderezados y convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita y que eran diametralmente opuestas a las doctrinas del Evangelio, que han alboreado en siglos nuestra historia y nuestra alma nacional”.
El citado texto se interpreta por el historiador Manuel Tuñón de Lara como una de las primeras pruebas de que “el cardenal había recibido el beneplácito del Vaticano, ya que el papa Pío XI, aunque con tonos y expresiones mucho más mesurados, había mostrado sus inclinaciones en audiencia concedida el 14 de septiembre a quinientos españoles de derechas”. A Gomá se le atribuye aquella histórica frase que en los primeros meses del alzamiento aportaba ya una interpretación sectaria sobre el carácter de la guerra civil: “La España y la anti-España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie”. Refugiado en Navarra en julio de 1936, al amparo del general golpista Mola, el obispo Gomá viajó de continuo a Salamanca Burgos para despachar con Franco. Sin duda, promovió la pastoral que calificó de “cruzada nacional” el golpe militar y aunque años después, en 1940, quiso lanzar otra pastoral pidiendo piedad para los vencidos, ya era demasiado tarde. El dictador la prohibió y el obispo murió meses después.
No obstante, el término cruzada religiosa contra el comunismo fue utilizado por primera vez unos días antes del 14 de septiembre, exactamente el 15 de agosto, cuando Mola, en un sonado discurso, acuñó la idea al afirmar que “una victoria traerá un Estado nuevo bajo el signo del catolicismo”. El 23 de agosto, por primera vez un obispo calificaba públicamente la guerra como santa cruzada. Lo hizo Marcelino Olaechea, titular de la diócesis de Pamplona, en una carta publicada en el Diario de Navarra: “No es una guerra la que se está librando, es una cruzada”, aseguró por si cabía alguna duda.
En similares términos a los de Gomá y Olaechea se pronunció Enrique Plá y Deniel, cardenal de Toledo, al publicar su pastoral Las dos ciudades el 30 de septiembre, cuando llegó a recurrir a la doctrina del padre Suárez para legitimar el alzamiento armado y la guerra contra la República; en su caso calificó el golpe de Estado de “alzamiento de la nación en armas”; repitió todas las invectivas contra comunistas y anarquistas (“hijos de Caín”, “fratricidas de sus hermanos”, “envidiosos de los que hacen un culto a la virtud y por ello les asesinan y les martirizan”); prosiguió con la confusión entre nación y religión al decir “una España laica no es ya España”; y lanzó interesantísimas bases doctrinales sobre la rebelión. Así, llegó a decir que el golpe de Estado “reviste, sí, la forma externa de una guerra civil; pero en realidad es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”.
En Las dos ciudades, auténtico manifiesto teológico en favor de la guerra civil, Plá y Deniel alude a San Agustín al distinguir entre la ciudad terrestre, “donde el egoísmo prevalece”, y la ciudad celestial, “donde el amor de Dios reemplaza todo sentido de protección”, mientras compara maniqueamente a España con esa alegoría. A un lado “el comunismo y el anarquismo identificados con la ideología que dirige al desdén, la aversión hacia Dios Nuestro señor”; al otro “la heroicidad y el martirio” que han “florecido” en el bando nacional. Plá concluyó que las condiciones de Tomás de Aquino para una guerra justa se dieron en nuestra contienda civil, y así justificó la sublevación contra la República. A pesar de que, a los ojos del mundo, el conflicto podía tener el aspecto externo de una guerra entre compatriotas, para el clérigo en realidad era una cruzada. En el mismo día que Plá y Deniel emitía su carta pastoral, Franco era proclamado jefe de Estado el 28 de septiembre de 1936. Por supuesto, el obispo envió inmediatamente un telegrama de felicitación que anticipaba la “resurrección magnífica de la España cristiana”.​
Según Tuñón de Lara, la Iglesia seguía así su “trayectoria legendaria en España: identificación con el orden arcaico, con las más viejas estructuras, conservadurismo a ultranza y desdén por los argumentos revolucionarios nacional-sindicalistas” que iba a utilizar la Falange.
Las purgas en la Iglesia también fueron frecuentes, de hecho en esos días se produjo la expulsión de España del obispo de Vitoria, doctor Múgica, sospechoso –sin razón para ello− de simpatizar con los nacionalistas vascos, añade Tuñón.
Pero aún hay más documentos que prueban que la Iglesia católica se puso desde el primer momento de lado de los militares sublevados. Por ejemplo los despachos del ministro de Portugal en Roma a su ministro de Asuntos Exteriores fechados el 24 y el 29 de julio, y el 11 de agosto, que demuestran la posición beligerante del Vaticano. A la supuesta “aprensión” de Pío XI sobre la situación en España, reflejada en el telegrama del diplomático luso del día 24, sucedió que “los medios del Vaticano consideran la situación como muy peligrosa, sobre todo por la significación subversiva y por el gravísimo hecho de que el Gobierno [de la República] haya armado a todo el pueblo, obreros, campesinos, jóvenes y mujeres”, una versión parcial de los hechos que también se encuentra en el telegrama número 23, confidencial y reservado, del citado ministro portugués.
Por su parte, el 11 de agosto, siempre según el diplomático de Lisboa, “el Vaticano ha protestado con energía ante el Gobierno de Madrid contra el incendio de iglesias, asesinato de religiosos, violaciones y profanaciones de cadáveres realizados por los comunistas”. Pío XI finalmente acabó reconociendo al bando sublevado en junio de 1938. Como dato curioso, la guerra civil fue declarada una “yihad” antes que una cruzada, ya que el 19 de julio el Gran Visir del Protectorado invocó la guerra santa contra “los españoles sin Dios”. La ayuda de los ejércitos africanos iba a ser clave para el desenlace final de la contienda.​
Con todo, hubo que esperar al 1 de julio de 1937 para que el Episcopado suscribiera el primer documento oficial sobre el conflicto, la Carta Colectiva, en la que apoyaba la rebelión militar tras un año de guerra. Fechada ese mismo día, sin embargo no se hizo pública hasta el 10 de agosto. Aquello fue el acta notarial de intervención de la Iglesia en el campo de batalla, pero los obispos ya habían tomado partido por Franco, de facto, mucho antes.