Una visión del carácter emancipador del monumento y las fosas comunes, del rescate popular de la memoria y de la identidad política de las víctimas del fascismo.
Tras su paso por Extremadura sostenemos una conversación pausada con Daniel Palacios González, historiador del arte e investigador de las fosas del franquismo, recientemente premiado por su obra De fosas comunes a lugares de memoria. Es este un estudio desde el que se proyecta una mirada en clave de análisis sobre el papel de la memoria histórica, sobre el sujeto político de las víctimas, la institucionalización y domesticación de su recuerdo.
Daniel, en primer lugar nuestras felicitaciones por los premios que está recibiendo tu trabajo y por lo que significa de reconocimiento del mismo. Cuéntanos cuáles han sido estos reconocimientos, por favor.
Acabo de recibir un premio internacional, el MSA First Book Award 2023, a mi libro, De fosas comunes a lugares de memoria (CEPC, 2022). Lo otorga la Memory Studies Association (Asociación de Estudios de Memoria), y lo recibí en su conferencia anual en Newcastle en julio. El libro incluye más de un centenar de experiencias, no solo en Extremadura sino por todo el estado, de prácticas monumentales sobre fosas comunes y la MSA es la principal organización profesional dedicada a estudios de memoria a nivel mundial. Por ello para mí no ha sido un reconocimiento a mi trabajo personal, sino al de centenares de personas que, con su obstinada resistencia al pie de las fosas comunes, lo han hecho posible al compartir conmigo sus historias.
Cuenta qué buscabas en este trabajo sobre las fosas, porque he podido observar que el enfoque es distinto al de otros trabajos. Memoria histórica es un concepto amplísimo, pero lo que más llama la atención desde el principio es que haces un planteamiento diferente; creo que eres consciente de eso y quisiera que lo detallaras.
Mi enfoque corresponde a varias inquietudes y quizás por ello resulta diferente. Por una parte, dado mi contacto personal con personas de mi entorno que trabajaban en la exhumación de fosas comunes me preocupaba profundamente qué estaba ocurriendo con esos cuerpos y esos lugares tras las exhumaciones, viendo las orientaciones técnicas de esos procesos. Los medios de comunicación no estaban dando ningún tipo de visibilidad a la imagen de la fosa antes de ser exhumada y a la imagen de esa fosa después de ser exhumada. ¿Dónde iban esos cuerpos? ¿Cuál era el aspecto de esas fosas antes?
Me parecía muy raro que allí no hubiera nada y también qué sucedía con esos cuerpos… y mi interés era describir cómo la memoria se había organizado a través de las comunidades locales, en lugar de esa figura heroica del investigador universitario, del político, del forense que podían estar capitalizando todos estos procesos desde su posición privilegiada. Además, mi trabajo apuesta por una perspectiva materialista, al entender que el estudio de la memoria hasta ahora había estado muy centrado en el dolor, en las víctimas, como si la memoria fuese algo emocional, de la mente y no consecuencia de la realidad. Por ello muchas veces se han invisibilizado las lógicas económicas y la agencia política, las razones que habían llevado a que estas personas estuvieran en las fosas; porque a estas personas, a ninguno de ellos, se le asesino por ser el abuelo de nadie.
¿Cómo se llega del arte a la memoria histórica?
Quizá siendo de Alcorcón (risas), porque la disciplina de la historia del arte es una disciplina tremendamente elitista, de la cual Nikos Hadjinikolaou, enunciaba que es una disciplina historiográfica que trata una ideología especifica, que es la del arte. Por lo tanto, normalmente la historia del arte está sesgada, atendiendo sólo a una parte concreta del conjunto de la cultura, que sería aquella producida y valorada por capas medias y altas de la sociedad. A mí, sin embargo, y por eso decía lo de Alcorcón, me interesa mucho más lo que ocurre abajo, lo que ocurre en las comunidades locales, con la gente trabajadora, y la capacidad que siguen teniendo los pueblos y la clase obrera de producir su propia cultura.
Se observa que reivindicas mucho lo que yo había apuntado previamente como popular, pero ahora observo que quizás sea más una reivindicación de la autonomía de lo popular, de ahí la atención que pones a esas exhumaciones, llamémosles, “previas”, ¿no es así?
Sí, claro, a mí lo que me interesa y de lo que de alguna manera trata mi trabajo principalmente es del trabajo que se ha hecho de manera popular sobre la memoria, en cómo la memoria parte no de un arqueólogo o forense que exhuma una fosa, o de un político que decide promulgar una ley o dar una subvención, sino de las mujeres que ya en la posguerra empezaron a llevar flores a las fosas, de las vecinas que colocaron una piedra sobre el lugar del enterramiento durante la dictadura, del grupo de militantes y familiares que desde los años setenta decide ajardinar una fosa, construir un monumento, o exhumar los cuerpos para re-inhumarlos en un panteón colectivo, como aquí ocurrió en Casas de Don Pedro. A mí lo que me interesa es cómo esas comunidades han concebido y han utilizado la fosa y cuáles han sido los instrumentos para vehicular la memoria desde entonces hasta el día de hoy, cuando se está viendo institucionalizada.
Sí, porque no pocas veces te refieres directamente a la “institucionalización de la memoria”, es decir, tratas de establecer una especie de marco específico de la memoria fuera de la institución, ¿es así?
Claro, porque la fosa común es un espacio muy particular. En un primer momento la fosa común es el signo del terror. Resultado de un golpe, y de un aparato represivo de estado, con la idea de “crear una atmósfera de terror,” y de “dejar sensación de dominio” como ordenaba el Emilio Mola. Pero este, es un signo cuyo significado se encuentra en disputa, siguiendo las teorías de Valentín Volóshinov. Por ello, cuando ya en los años de la posguerra las personas empiezan a llevar flores pese al acoso militar y de la población fascista, o décadas más tarde se convierten estas fosas en lugares embellecidos, con flores, con monumentos, con jardines, en los que se realizan homenajes cantando himnos o leyendo poemas, se está disputando ese significado de terror de la fosa. La fosa deja de ser el signo del terror para adquirir ser lugar de honor y belleza con el que se comunica un mensaje radicalmente diferente y que subvierte el que deseaban los golpistas y el Estado Español.
Por ello hoy, cuando las instituciones intentan involucrarse en estos procesos están de alguna manera tratando de apropiarse del significado que tienen estas fosas, o cuando evitan que se construyan monumentos sobre las fosas o destruyen los monumentos existentes sobre las fosas para exhumarlas se está preservando el sentido original de terror sin subvertirlo. Existe por tanto un conflicto por el significado de las mismas entre las instituciones hoy y los agentes históricos, desde familiares a militantes o asociaciones de memoria. La institucionalización por tanto es un proceso por el cual agentes gubernamentales están disputando el sentido del pasado a quienes de manera autogestionada lo han subvertido durante décadas.
Porque tú reivindicas, evidentemente, la práctica monumental popular. Utilizas con frecuencia esa expresión, una práctica monumental popular que a veces es tan simple como esa talla de una encina, o unas cruces de piedras alineadas en el suelo. De hecho, esa foto es impresionante.
Con mi libro no reivindico, sino que evidencio su existencia, que ha sido sistemáticamente ignorada e invisibilizada desde la mayor parte de los medios y la academia. Y su existencia es la reivindicación en sí misma. De esto que hablas es de lugares como Villamayor de los Montes en Burgos, Castillejo de Martín Viejo en Salamanca, el Bercial de Zapardiel en Ávila, Morata de Jalón en Zaragoza, Cobertaleda en Soria, Tiedra en Valladolid o la Barranca en La Rioja. Donde al monumento lo antecedieron unas flores, una piedra, una marca en un árbol. Esto es importante, porque la noción de monumento ha sido muy denostada en los últimos años desde la historia y la crítica de arte. De una manera muy seguidista de teorías alemanas y anglosajonas sobre la idea del contra monumento y del memorial abstracto, que plantean como una superación eminentemente formal del monumento hacia una estética posminimalista y de connotaciones negativas bajo la influencia del Holocausto. Pero este es también el elitismo de la crítica y la historia del arte, que niega a las clases trabajadoras la posibilidad de elegir como producen su cultura.
Parece que solamente un artista profesional que maneja mucho dinero, subvenciones, y una trayectoria en el mercado, tiene legitimidad para relatar el pasado y memorializarlo. Y esto, no es una garantía de nada. Solo hay que recordar el fracaso estrepitoso del memorial del Cementerio del Este en Madrid. Lo interesante de estos monumentos populares que yo he estudiado, y que tenemos por todas partes sobre las fosas comunes no solo en Extremadura sino en la totalidad del Estado superando los 600, es que responden a una necesidad muy inmediata de producir un nuevo significado para las fosas en sociedad. Y ahí no importa que las estéticas del monumento estén obsoletas de acorde a los cánones del mercado del arte o de un crítico o historiador que escribe desde una universidad en Berlín o Nueva York.
Hablas de cómo en concreto la sepultura ―dicho así― escribe historia.
Exacto, esta es una idea de Michel de Certeau y Paul Ricoeur de la que me apropio a mi manera. Cuando miramos este tipo de monumentos, es la comunidad la que habla… O sea, la historia se escribe por una parte en las instituciones, en las universidades, museos y es gestionada por las administraciones con un capital económico, cultural, social y simbólico que no es el que tienen las vecinas de un pueblo o las clases trabajadoras proletarizadas. Sin embargo, la manera que se tiene de narrar el pasado para aquellos desposeídos de medios institucionales y dejar marca permanente de la historia y del pasado es a través de este tipo de prácticas monumentales, como es la sepultura: el monumento sobre la fosa común o el panteón colectivo tras la exhumación. Estos responden a una voluntad de escribir la historia, fijar el pasado en el espacio, y que la lectura de la sepultura dicte a los vivos una serie de mandatos desde los cuerpos de los muertos, generando un sentimiento de deuda y de deber hacer. Así con estas prácticas, los cuerpos de las fosas comunes ya no se pertenecen a sí mismos ni a las familias, sino a la comunidad.
Claro, y eso tiene que ver mucho con las fuentes que has utilizado.
Sí, para llegar a entender el fenómeno uno no puede realizar un trabajo de investigación de historia del arte tradicional de oficina o biblioteca, sino que tiene que ir a los lugares dónde se producen este tipo de iniciativas. Habré acumulado 25.000 kilómetros por toda la península entrevistando familiares, activistas, militantes, sindicalistas, arqueólogos, historiadores, forenses, concejales… todo tipo de personas que de alguna manera se han implicado en la práctica monumental. Es en su relato oral donde se guarda la experiencia de haber podido producir este tipo de monumentos, porque no hay casi documentos sobre ello. Se ha divulgado mucho como desde el 2000 los nietos “empezaron” a buscar a sus abuelos “en las cunetas”.
Pero la historia de estas personas que en sus pueblos no abandonaron las fosas y que a su manera construyeron monumentos jugándose muchas veces la vida, o que decidieron ir más allá de buscar un familiar y subvertir el significado de las fosas comunes a través de monumentos, homenajes… Ellas han sido las grandes ausentes del relato. Desde el periodismo al cine, de la literatura a la universidad, siempre han estado más interesados en victimismo, el dolor y la imagen casi pornografía de la violencia, que en ningún caso anula el significado de terror de la fosa común que generaron los perpetradores, como, por el contrario, si hicieron todas estas personas que a pie de fosa convierten un lugar de terror en uno bello a través de prácticas monumentales.
Has hecho un recorrido en lo popular hacia la oralidad. Entonces, partiendo de estas fuentes cuéntanos alguno de esos rituales de duelo y resistencia, que los hay muy interesantes.
Pues el gesto inicial es algo tan sencillo aparentemente como señalizar la fosa. Pero no es tan fácil. Estamos hablando de los primeros momentos años de la dictadura, momentos en los que quizás era arriesgado acudir a ese lugar, porque estaban vigilados por el ejército, la guardia civil, falangistas y población afín local. Por eso, el simple hecho de volver a la fosa en los primeros años de la dictadura para llevar flores o poner una piedra es ya un ritual de resistencia, en el cual estas primeras mujeres ―porque eran principalmente mujeres― estaban desafiando el orden de la dictadura. Lo interesante es como los rituales evolucionan con una progresiva implicación no sólo de familiares sino también de militantes que se ven de alguna manera herederos de estas personas asesinadas por sus proyectos políticos, y así es cuando en torno a los años 70-80 cuando estas fosas empiezan a ser monumentalizadas, son lugares a los que de nuevo se va acudir de una manera masiva a llevar flores, a realizar homenajes, a cantar himnos, desde Els Segadors a La Internacional, convirtiendo este espacio en un lugar de lectura de una necesidad de modificar el presente mirando al pasado. Son muchos homenajes que de hecho continúan regularmente hasta hoy, más allá de si la fosa se ha exhumado o no se ha exhumado.
Lo tremendo es que esta memoria histórica autónoma, por decirlo de alguna manera, arranca casi a continuación de los asesinatos; hay acciones de las viudas y de las mujeres casi siempre en vanguardia del asunto, hay prácticas tremendas: desde vestirse de negro y pasar siempre por el mismo sitio, depositar flores… Pero esto arranca con la guerra prácticamente sin terminar.
Así es. De hecho, hay iniciativas como la que tuvo lugar en la Barranca, cerca de Logroño, que es quizás una de las más famosas… Uno se escandaliza por tanto cuando escucha que en España nunca se ha hecho nada en temas de memoria, o que la memoria histórica comenzó cuando el fundador de la ARMH exhumó una fosa común en el Bierzo en el año 2000. Hay fosas no localizadas, por supuesto, pero también centenares de ellas que se sabe dónde están e incluso tienen un monumento encima desde hace décadas. Esto demuestra un desconocimiento total de la realidad para el que se podrían buscar muchos responsables. Pero es indiscutible el hecho de que, de manera masiva, la memoria se ha ido perpetuando y comunicando bien a través de la oralidad o bien a través de este tipo de prácticas de resignificación de las fosas comunes que comienzan de una manera muy valiente desde el mismo momento posterior a los asesinatos.
¿Cuáles eran algunas de estas prácticas?
Ofrendas florales, colocación de piedras, perimetración de las fosas, progresiva instalación de jardines, de monolitos, de esculturas, como en Ocaña, Oviedo, Alcolea de Río, o la Sima de Otsoportillo; en algunos casos se produce la exhumación de las fosas para la creación, posteriormente, de un panteón colectivo dónde todos los cuerpos se alojan, he mencionado Casas de Don Pedro, pero tienes decenas en La Rioja y Navarra, o en La Carolina, Jaen. No se trataba de individualizarlos. Y lo interesante es que, a partir del año 2000, encontramos que de nuevo se empiezan a exhumar fosas, ahora con la implicación de equipos de arqueólogos y forenses encontramos que, de nuevo, se vuelven a señalar fosas después de la exhumación, o que con los cuerpos ya exhumados se vuelven construir nuevos panteones colectivos como los que aquí hay en Castuera, Mérida o Puebla de Alcocer, porque el hecho es que pese a la voluntad de individualizarlos y entregar los cuerpos a los familiares, un porcentaje muy grande de ellos no son identificados o no tienen familiares que vayan a recibir esos cuerpos.
¿Cuándo tuvo lugar, cronológicamente, la mayor explosión de esta memoria histórica autónoma?
Al contrario de lo que podríamos tener en la cabeza por el relato de los medios, fue en los años 70 y 80. Durante mi investigación, en la que visité más de un centenar de estos lugares, ―de los más de 600 que están por todo el territorio― era muy interesante observar que, donde habían logrado construir un monumento en las fosas comunes en el año 75, 76 o 78, todos ellos te decían que era la primera fosa monumentalizada del país. Y esto es así porque existió una desconexión entre estas personas pese a lo masivo del fenómeno, lo que no quiere decir que para estas personas fuera real que todas esas fosas eran las primeras (para ellos), porque no había una visibilidad mediática pese a que estos años fueron los de mayor desarrollo de este tipo de iniciativas.
¿En qué zonas hubo más desarrollo de estas iniciativas de las que hablas?
Pues por todas partes, y quizás esto sea lo más interesante de este fenómeno, eso sí, con las particularidades que tiene cada entorno geográfico. No es lo mismo la represión en lugares en los que se realizaron asesinatos masivos con la llegada del ejército sublevado, que tienden a ser fosas comunes en el interior de los cementerios, como ocurre en partes de Andalucía o Valencia, o donde las fosas están fuera de los cementerios por ser violencia producto de los primeros días después del golpe de estado como Galicia o el norte de Castilla, así como nada tienen que ver aquellas que tenían lugar cerca del frente como en Cataluña. Sin embargo, en todos los territorios tenemos este tipo de iniciativas desde los primeros años de la transición de manera masiva.
Comentas que se trata tanto de construir como de exhumar, y eso es muy interesante.
Claro, de alguna manera hemos centrado el relato de los últimos 20 años en el hecho de las exhumaciones, invisibilizando e ignorando que las fosas tenían una historia anterior y tienen una historia posterior, y a eso han contribuido algunas tergiversaciones cinematográficas como la que vivimos con El Silencio de Otros o Madres Paralelas. También a que las personas allí enterradas no son abuelos, y que la categoría de víctima se las está atribuyendo de manera reciente. En contraste, esas personas fueron asesinadas por su agencia política y por el riesgo que suponían para el estado, la iglesia, los propietarios de la tierra, las minas, las industrias… y muchos fueron referentes de la resistencia antifascista, el sindicalismo o la radicalidad política en cuestiones de género del momento.
También comentas de una manera muy argumentada el papel del honor a la hora dotar de sentido al pasado, incluso sin muertos, sin sepultura física…
Si, porque no podemos condicionar, como hemos tratado de vincular al paradigma de las exhumaciones, que se devuelve la dignidad a una persona con la exhumación de sus cuerpos. Esta es, de alguna manera, la trampa en la que caemos en el campo de la memoria. Sería un tanto absurdo pensar que Federico García Lorca no tiene ningún tipo de dignidad porque no tiene una sepultura en un cementerio… Y esto es un punto fundamental, porque aquí se ha confundido derechos humanos con el derecho canónico cristiano. Y deslumbrados por el victimismo en el marco de los derechos humanos nos hemos olvidado de la dimensión política de las personas en vida, en el anhelo de un mínimo reconocimiento al menos como víctimas pues todo lo demás ha sido negado.
Y es en este sentido que hay que pensar cómo existe toda una estrategia de deshonor cuando se asesina a estas personas, pero también de sometimiento y de borrado, de muerte social, a quienes sobreviven, y aquí yo utilizo a Orlando Paterson, un historiador de la esclavitud que habla de cómo, en las sociedades esclavistas, cuando se asesina a algunos para generar un entorno disciplinador, se explota a los esclavos pero también a las personas ciudadanas libres. Y cuando los esclavos puede que estén en algún punto en que pueden rebelarse contra el amo, el amo lo que crea es un marco ideológico que los siga sometiendo, que es el de la dignidad. Hace que los esclavos en vez de rebelarse para cambiar el sistema lo que hagan es aspirar a ser como las otras personas que son ciudadanas libres, a tener una dignidad como iguales jurídicamente en esa sociedad en la que sin embargo los únicos que siguen detentando el honor son los amos, que son los que precisamente poseen los medios de producción y explotan a libres y esclavos.
Esto lo pudimos ver cuando se exhumó a Franco portando los mayores honores militares que existen en España: la Orden de San Fernando. El ejército se cuadró cuando su féretro salió y nunca vimos su cuerpo, lo que contrasta radicalmente con la exhibición constante de los cuerpos de las fosas comunes, con la ausencia de ningún tipo de presencia de alguna autoridad del Estado y con la deshonra que sigue siendo que estas personas sigan considerándose culpables a ojos de la ley. A contracorriente de esta política de estado, su honor precisamente trata de recuperarse (a veces subconscientemente) a través de las iniciativas que he venido estudiando: la monumentalización, las ofrendas florales, los rituales, en los que se canten himnos y se recuperen sus ideales políticos y sus hazañas en vida, no las causas de muerte.
Hablas de nuevos paradigmas en la memoria histórica, ¿cuáles serían esos nuevos paradigmas?
Los nuevos paradigmas son esta llegada del conocimiento forense, de los arqueólogos que desplazan el saber popular del cuerpo por el científico. Y esto viene de la mano de un nuevo marco interpretativo de la realidad que tiene que ver con la asunción de los presupuestos neoliberales por parte del PSOE y la socialdemocracia en general. La nueva vía de Tony Blair, que vino acompañado de Anthony Giddens como el gran filósofo del individualismo y la fragmentación de la sociedad tras la desaparición de la Unión Soviética y el declive de las interpretaciones materialistas de la realidad desde los movimientos sociales. Si ponemos todo esto en la misma mesa, lo que vamos a ver es que el relato de la memoria histórica desde que “surge” el año 2000 es un relato posmoderno y de tinte liberal, de un individuo a la búsqueda de su abuelo, convertido en víctima a ojos de la sociedad a la que se imposibilita cuestionar el sistema.
La búsqueda de una dignidad tal y como deseaba el amo; este es un nuevo paradigma, un paradigma por el cual empresas privadas recuperan cuerpos para ser entregados a individuos de manera privada. Un paradigma que rompe por tanto con esa lógica de la colectividad, del honor popular y obrero, de la resistencia antifascista, del sentido de lo común sobre el cuerpo frente a lo individual que veíamos en los años de la posguerra, en los años 70 y 80 y que, aun así, todavía sobrevive cuando las exhumaciones fallan, porque este sistema, este marco de la memoria histórica es insatisfactorio. No quiere decir que los forenses no hagan una gran labor al identificar los cuerpos o los arqueólogos al recuperarlos. De hecho, su interés en las fosas ha abierto muchos debates que estaban tan invisibilizados como las acciones de las comunidades locales sobre las fosas desde la posguerra. Y ello hay que agradecérselo a pioneros como Francisco Etxeberria. Pero los exhumados siguen siendo culpables sin honor, y sigue correspondiendo a las familias, a las comunidades locales, a activistas y asociaciones, seguir recuperando su sentido histórico y reivindicar a estas personas desde otro lugar.
¿De ahí que se perciba en tu trabajo esa insatisfacción hacia lo que llamas el “giro forense”?
Sí, y de alguna manera el que los cuerpos no identificados vuelvan a ser enterrados en un gran monumento que reproduce formas de honor y dé lugar a rituales que, de nuevo, están honrando a los cuerpos de lo que nos está hablando es de un plano del lenguaje en el que esto está sucediendo, aunque en otros como los medios de comunicación y políticos sigan hablándonos de la dignidad, el individuo identificado y aplaudan el compromiso de ciertas instituciones a llevar a cabo planes de exhumación sin que la mayor parte de la sociedad tenga ni idea de que hay una historia muy diferente en cada fosa y exhumar de manera privada sin más acciones tanto simbólicas como políticas, económicas y sociales, que lo acompañen no representa ningún tipo de justicia histórica.
¿Qué futuro ves a la memoria histórica?
Quizás el reto de la memoria histórica hoy sea seguir batallando por esos lugares, porque esos lugares ―como mencionaba― son lugares en disputa antes de abandonarlos al olvido o a la desactivación política. Que haya monumentos que son grafiteados o violentados por grupos fascistas quiere decir que estos monumentos no están tan obsoletos como nos quiere contar la historia del arte. De alguna manera tienen una función que es incómoda para ciertos sectores de la sociedad, de la misma manera que es incómoda para otros sectores que se construyan monumentos en vez de exhumar para entregar de manera despolitizada cuerpos a familiares. En ambos casos no quieren que haya referentes políticos repartidos por todo el país. Seguir batallando por esos lugares, que en algunos de esos espacios hay instituciones que pueden querer apropiárselos, quizá sea el reto a un nivel más práctico e inmediato de lo que sean estas fosas comunes en riesgo de desaparecer por los planes de exhumación que no implican la construcción de monumentos, panteones o señalizaciones que resignifiquen.
Pero también existe en este sentido malestar porque en algunos lugares que, durante 80 años, desde las primera mujeres hasta los militantes de hoy, se llevan realizando homenajes y cuidando las fosas como lugares de referencia hoy el gobierno central pudiera querer apropiárselos como “Lugares de memoria democrática”. Acto en que muchos ven un uso oportunista. Pero a un medio plazo, el reto a un nivel más amplio sería abandonar el relato nostálgico sobre el pasado y dejar de mirar a las personas asesinadas como víctimas y empezar a pensarlas históricamente como referentes políticos, y este quizá sea el reto, el abandonar esa nostalgia que lleva invadiendo a la izquierda ―plantea el filósofo Enzo Traverso― desde la caída de la URSS y recuperar los imaginarios políticos que han sido los grandes ausentes en la configuración de los relatos del pasado desde ciertos movimientos sociales que creerían haber inventado la pólvora en el siglo XXI.
Las fosas están más vivas que nunca
Efectivamente, por ello no deberíamos mirarlas como contenedores de huesos mezclados a individualizar, de abuelos inocentes sin agencia política, sino como lugares de cuerpos que suponían un riesgo para el régimen y que hoy ya no se pertenecen a sí mismos sino a la sociedad, y que desde sus fosas nos dictan a los vivos un deber hacer respecto al futuro.